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  • Villa Nacimiento cumple 30 años en 12m2

    En 1992, el Estado entregó cientos de casetas a familias vulnerables en La Pintana, destinadas a ser viviendas sociales temporales. Sin embargo, más de 30 años después, muchas de estas aún siguen en pie. Su construcción precaria ha provocado numerosos accidentes debido a los materiales inflamables y de baja calidad, mientras que las angostas calles dificultan el acceso de los servicios de emergencia. A pesar de la existencia de un Plan de Regeneración de Conjuntos, los residentes temen perder su pequeño logro: los doce metros cuadrados que consideran su hogar. El 15 de junio de 1992 se inauguró la Villa Nacimiento: un terreno de tres hectáreas con 356 viviendas de 12 metros cuadrados, ubicada al nororiente de La Pintana. El conjunto de viviendas es parte del Programa de Vivienda Progresiva, creado en 1990, que tenía como objetivo dar una casa de emergencia en un periodo rápido de tiempo a familias vulnerables. Implementado con el retorno de la democracia, en pleno gobierno del presidente Patricio Alwyn, una de las ideas era proteger a los ‘allegados’, es decir, las familias que vivían de manera transitoria en una casa o espacio ajeno. Para esa época, según la Ficha de Clasificación Socioeconómica Nacional (CASEN), se estimaba que de tres millones de hogares en nuestro país, 1,4 vivían bajo esta condición.    A una de estas casas, en el pasaje Río Cogotí, llegaron Jimena Castro (64), Pedro Quinteros (67) y sus tres hijos. Eran allegados en Cerrillos, donde la familia de su marido, hasta que consiguieron esta vivienda temporal. Al momento de recibirla, Jimena recuerda que el impacto fue devastador: “ Cuando vi la casa quería devolverme, no sólo por lo incómoda, sino porque era helada y húmeda ”, Pedro asiente, “ no eran casas, eran un cajón puesto para arriba de puros cartuchos. Nos acomodamos con una camita, una mesita y dos sillas. Era todo lo que cabía ”  Katherine Pérez (60) , actual secretaria de la junta de vecinos, llegó al barrio cuando tenía 20 años, esperaba un hijo y se instaló con su marido en uno de los pasajes. Al igual que Castro y su familia, ellos vivían como allegados en la casa de su suegra en La Cisterna.  “Me sentí vulnerada, ya que me entregaron un cuadrado donde tenía que acomodarme. Fue muy denigrante, porque era como: ‘arréglate como puedas’ (...) Era super inseguro en ese tiempo, porque cuando las casas estaban siendo entregadas, venían a robar de otros sectores.”         En 1983, el Estado con ODEPLAN, eliminó toda estandarización de vivienda, limitándose a controlar normas mínimas para garantizar el derecho de las personas a condiciones de seguridad y salubridad, evitando regulaciones que restan flexibilidad y agregan más costos. Ante esta situación, empresas privadas, otorgaron menos presupuestos y estándares a las viviendas sociales, con el resultado de que en 1989, 330.000 hogares eran materialmente deficitarios y 360.000 tenían precarias condiciones sanitarias. Katherine dice que estas casetas en verano son insoportables, no hay luz natural y ni aislamiento para el calor. Además, lo que más le acompleja en esta fecha son las plagas, ya que Villa Nacimiento colinda con un sitio de pastizales, que está muy cercano a campos agrícolas. Claudia dice: “hay muchos bichos, ratones, pulgas y garrapatas ”. La vecina agrega que “como esto era un tranque y estamos cerca de la línea de La Platina, en ese tiempo plantaban choclo y papas, entonces los roedores, eran habituales. Hoy no es muy diferente. Siempre se ha tenido que luchar contra alguna plaga”. Las casas están hechas de vulcanita y cholguán, un material relativamente barato, pero altamente inflamable. “El piso era de cemento, las casas no tenían rejas, las divisiones con los vecinos eran de alambres, el patio era un pastizal y las ventanas de cholguán eran un cajón que tenía bisagras arriba y la abríamos con un palo. No había segundo piso, tú tenías que poner el piso y la escalera”, dice Katy. Para el 96 los propietarios empezaron a levantar segundos pisos en sus viviendas. Actualmente Katy señala que  “ en cada ‘nave’ hay 6 casas, y sus divisiones son con material ligero. Nosotros, en el segundo piso estamos separados por vulcanitas, las puertas son de cholguán, y el techo es de nylon o pizarreño ”.   Ante el material utilizado en las ampliaciones de los vecinos, sin tener conocimientos de construcción, se provocaron recurrentes incendios. El más recordado es el de Nochebuena del 95, un siniestro en el pasaje Río Cogotí en donde murieron dos niños. A uno lo sacaron entre sábanas y frazadas, y después lo dejaron al medio de la calle porque seguía vivo. "En ese momento, yo era chica y lo vi todo quemado. Después de eso, que apagaron el incendio, encontraron el cuerpo de su hermanita quemado abajo de la cama”, dice Claudia Vargas , una de las vecinas que llegó en el 92 junto a su familia al barrio.  Jimera recuerda que un caso muy parecido pasó después con dos escolares: “Uno de ellos venía del colegio y, estando en la casa cuando empezó el incendio, quiso arrancar pero quedó enganchado en la cama. Yo me acuerdo que vi el cuerpo completo quemado con el uniforme”.   Ante la ampliación desmedida en el sector, Pablo Arellano (34), arquitecto, socio de 6280 y experto en proyectos urbanos sociales para el Estado, dice que “la gente que hace autoconstrucción, no conoce la normativa vigente, no son arquitectos, entonces a veces llegan y construyen sin tener conocimientos”. Esto, aparte de los incendios, genera que los servicios de emergencia no puedan entrar a los pasajes por lo angostas que quedan las calles, sumándole los autos estacionados, las piscinas al medio de los pasajes en verano, y la ampliación de antejardines y estacionamientos. Jimena confirma: “ Las ambulancias no pueden entrar, entonces tienen que llevar al enfermo a la esquina ”.   Según el diagnóstico del equipo de renovación urbano de Villa Nacimiento del Servicio de Vivienda y Urbanización (SERVIU), el 99% del conjunto habitacional tiene ampliaciones por la necesidad de espacio. El 97% de estas son autoconstrucciones y el 2% corresponde a contratación para realizar los trabajos. Esto, en respuesta a la “poca iluminación en las casas”, según Pedro.  Claudia cuenta que “todos tenemos experiencia en los siniestros. A veces ni siquiera llegan los bomberos, y la gente ya tiene todo apagado. Hay vecinos que se encargan de los niños, otros guardan los enseres de los que fueron damnificados, otros son más arriesgados, están por el techo y rompen paredes”.   Desamparados Patricia Aravena (54) , dueña de un almacén de barrio, y Lidia Zapata (67), llegaron en 2012. Ambas venían de los blocks de Arriagada en Santo Tomás, los cuales fueron expropiados y demolidos por fallas estructurales. Junto a ellas, llegaron también nuevos vecinos, lo que proporcionó más problemas al sistema de servicios básicos del sector, como lo es la presión del agua. Patricia señala: “es muy poca el agua caliente que nos llega porque hay muy baja presión. Hasta las 10 hay que bañarse, después de las cinco en invierno no te llega”.   Otro problema, que va relacionado con la masificación de la Villa en conjunto con la apertura de la Caletera Sur, es el sitio eriazo de La Platina, que en este último tiempo se ha convertido en un basural. Lidia dice que “aquí hay camiones y camionetas que tiran basura. El otro día, venía un furgón lleno de colchones y justo los pilló la paz ciudadana. De repente se toman el lugar y hacen casuchas”.   El mismo periodo en el que llegaron Lidia y Patricia, en la calle Recoba con Río Cogoti, a la entrada de la Villa, se expropiaron un centenar de casas por la remodelación de la Caletera Sur. Además, junto a ello, sacaron la junta vecinal que tenían y una plazoleta. El 2014, expropiaron en la misma manzana más casas, en donde hoy en día, en ese mismo terreno, hay una cancha de fútbol, en el que niños arman campeonatos con equipos de otras villas, un contacto entre otros sectores que se había perdido por la construcción de la Caletera.   Ante todos estos problemas que surgieron durante esos años, Pedro señala que: “El alcalde que teníamos antes, Jaime Pavés, nunca vino a la villa. Ese día que a nosotros nos dijeron que iba a venir el alcalde, nunca llegó”. Patricia, ante esto, asegura: “los alcaldes que hemos tenido, siempre han sido pencas, nunca han estado con nosotros”. También Lidia dice que “la alcaldesa que hay ahora, es peor que el de antes, porque cuando fue la pandemia, jamás ayudó a la población”.   En 2018 se planteó el Programa de Regeneración de Conjuntos Habitacionales, que buscó responder a las necesidades de conjuntos habitacionales en situación más crítica. Para ello, el programa se basó en 5 fases: La 0, es crear una Mesa Técnica Territorial. La 1, es generar un Plan Maestro. La 2, es acordar junto a la comunidad el Plan. La 3, es la Ejecución del Plan Maestro, el cual en este caso es la creación de 55 viviendas, crear más caminos con conectividad y expropiar viviendas. Y por último la 4, que es consolidar la organización comunitaria.   En relación con este, la villa está dividida. Según el arquitecto Pablo Arellano, este plan es una muy buena solución, ya que el expropiar, demoler, y construir viviendas buenas crea una mejor calidad de vida, evita hacinamiento, humedad e incendios, ya que hoy en día hay más normativas tanto en metraje, materiales y habitabilidad. Pero, según otros vecinos, este plan nos les juega a favor. Por ejemplo, Lidia dice que “ hay gente que no les gustaría que les demolieran la casa porque es el sacrificio de toda su vida, en donde las fueron construyendo de a poco ”. Jimena señala que “el problema es la gente que va a llegar”.   En este caso, Katy está de acuerdo con el programa, ya que se entregará una vivienda más digna a la gente, pero a su vez señala: “Se está tomando demasiado tiempo ya, llevamos 5 años con pocos avances, y eso intranquiliza a la gente”.   El 12 de agosto de 2021 se contabilizaron un total de 92 casas para su expropiación, sumando un total de 6.634 m2 de terreno, para la construcción de viviendas sociales.   El arquitecto ante esta situación señala: “Uno entiende que la gente no se quiere ir porque invirtió plata. Pero, hoy en día existen políticas de vivienda más estrictas que en los 90’. De todas maneras las condiciones serán mejores, ya que hoy, hay normas de iluminación y de distanciamiento entre casas, y son cosas que en el año 92 no se hicieron. Hay un sentimiento de pertenencia, pero como Estado, se necesita entregar mejores condiciones que en las que están ahora, independiente de que ellos quieran o no”.   En respuesta de esto, los vecinos señalan:   “A nadie le importa que las calles estén rotas, que no tengan conectividad, y que sean estrechas. Nos tienen a la deriva, entonces se perdió el respeto”. - Claudia.   “Tendría que juntar más plata entre familiares, y mi casa, ya no sería mi casa, y viviría de allegada.  Ya no tendría mi espacio propio y no tendré la paz que tengo. Si al final, la plata no hace la felicidad”.- Jimena.   “Estoy dispuesta a cambiar todo esto, porque vendrá algo mejor que lo que tiene, pero el problema es el tiempo”- Katherine.   “Tú no sabes con qué gente vas a quedar acá”-Lidia.   Pedro y su pareja, Patricia, ampliaron su casa sacando préstamos del banco, sus retiros del 10%, créditos y, obviamente, trabajando el doble. “Yo de aquí salgo muerto”, dice él.

  • El relato de las chilenas al interior de la Global Sumud Flotilla

    Zarparon desde Barcelona en una flotilla civil con destino a Gaza. Querían romper el bloqueo israelí y entregar ayuda humanitaria. Terminaron detenidas en una cárcel de alta seguridad. Esta es la historia de dos mujeres que enfrentaron, en altamar, el peso de un Estado armado. El 31 de agosto de este año, zarpó la Global Sumud Flotilla rumbo a Gaza. Cuarenta y dos barcazas, 462 personas, 57 países. Una flota civil con una misión imposible: atravesar el bloqueo que Israel mantiene sobre Palestina. Entre los pasajeros iban dos mujeres con acento sueco y memoria chilena. Esta es la historia de Marita Rodríguez y Lorena Delgado en su odisea por la libertad.  *** Lorena Delgado Varas tenía seis meses de edad cuando llegó a Suecia. Era 1974. Su familia huyó de un Chile recién herido por el Golpe. Su padre había saltado la cerca de la embajada argentina en busca de asilo y fue recibido por un uruguayo de origen palestino, Natalio Dergan. “Así de alguna forma Palestina siempre nos ha acompañado”, dice Lorena, que creció en un país de largos inviernos blancos. Décadas después, la causa palestina volvió a cruzarse en su camino. Junto a la organización March to Gaza , intentó una vez llegar caminando desde El Cairo hasta Rafah, la frontera con Gaza. Quería abrir un paso, siquiera simbólico, hacia un territorio cerrado por la fuerza. No lo lograron. “Cuando volvimos a Suecia se empezó a planificar la segunda ola. Se juntaron distintas organizaciones que habían tratado de llegar y se entendió que lo que hacía falta era una flotilla grande, que llegara hasta Gaza”. Una semana antes de zarpar, le confirmaron su lugar. Viajó desde Estocolmo hasta Barcelona, donde recibió instrucción para una travesía de tres mil kilómetros en una barcaza. En su barco viajaban veinte personas. Repartían las tareas: algunos cocinaban, otros navegaban, otros escribían informes. Lorena cocinaba y comunicaba. Informaba sobre el avance de la flotilla, hablaba con periodistas, con medios alternativos, con quien quisiera escuchar. De noche hacían guardia, por si venía un ataque. En Túnez, dos embarcaciones fueron alcanzadas por explosivos. Una estaba junto a la suya. Luego, en altamar, vio una luz que rajó la oscuridad y un ruido seco, metálico. Dos bombas explotaron a los costados de su barco, pero no llegaron a tocarlo. El silencio del mundo hacía más ruido que las bombas. Sólo España e Italia ofrecieron ayuda a la flotilla, “pero tampoco fue una protección real, no sirvió para abrir el camino legal hacia Gaza”, dice Lorena. Aun así, algo la sostuvo: la unión improbable entre desconocidos. Activistas del norte y del sur, de orígenes distintos, acentos extraños y niveles de vida opuestos. “Fue muy bonito ver cómo, a pesar de venir de lugares tan distintos, podíamos trabajar juntos. Encontrar puntos comunes”, recuerda. Luego vino la noche. El mar en calma. No podían comunicarse con nadie. No sabían cuándo ni desde dónde llegaría el ataque. Después, la rabia. “En ningún momento de la historia se ha permitido que un país ataque así, en aguas internacionales, a una flotilla pacífica que lleva ayuda humanitaria. No tiene sentido”, denuncia. En piloto automático rumbo a Gaza A medida que se acercaban a Gaza, crecía la esperanza. Pero el radar la borró. El capitán vio trece barcos de guerra formando un muro frente a ellos. Tenían una hora, quizá menos, antes del choque. Guardaron sus cosas, se pusieron los chalecos salvavidas y esperaron. No vieron venir los tres barcos que los rodearon por los costados. “Nos dimos cuenta demasiado tarde. Encima pasó un dron y nos cortó la comunicación.” Se sentaron en la popa, en silencio. Los soldados israelíes les gritaron que detuvieran el motor. Nadie obedeció. “Ahí sentimos que ya no lo íbamos a lograr. Pero pusimos el barco en piloto automático, para que siguiera rumbo a Gaza, pasara lo que pasara.” La toma fue rápida. Los militares subieron con fusiles, amenazaron a una de las organizadoras (la encargada de hablar con ellos)y obligaron al capitán a mostrar cómo funcionaba el motor. Los obligaron también a arrodillarse en la proa. Así, durante horas. El mar seguía moviéndose bajo ellos, pero nadie se atrevía a mirar. El dolor en las rodillas, el frío del metal, el cansancio. Una de las mujeres pidió permiso para recostarse. Los soldados accedieron. El espacio era tan estrecho que algunos quedaron con las piernas colgando fuera del barco.“Estábamos como sardinas ahí adelante”, dice Lorena. “Era muy inseguro, y los israelíes iban muy rápido sobre la cubierta. Fue un momento de mucho miedo”. Pasaron la noche así. De rodillas y en silencio. Al amanecer, cuando el puerto de Ashdod apareció en el horizonte, los hicieron levantarse otra vez. Caminaron hasta la popa y esperaron. El barco seguía avanzando, pero ya no era suyo. A 60 kilómetros de Gaza En el puerto siguieron los malos tratos: “Me quitaron el pasaporte”, dice Lorena. “Y me obligaron a caminar con los brazos atrás y la cabeza agachada, casi arrastrándome. Nos hicieron arrodillar de nuevo, esta vez con la frente contra el suelo. Hacía mucho calor. El cemento ardía. Algunos compañeros, los que iban con poca ropa, se quemaron la piel.” Firmó un papel para ser deportada cuanto antes, pero igual la llevaron a prisión. El recibimiento fue brutal. Ella cuenta que les tiraban del pelo, las empujaban al piso, las pateaban. Les quitaban los zapatos. Las llamaban putas, asesinas, terroristas. No había agua potable. Varias activistas enfermaron. Nadie las atendió. A las mujeres musulmanas las obligaron a desnudarse. A Lorena, diabética, le negaron los medicamentos. “Nos levantaban en la noche”, recuerda. “Entraban con linternas, nos hacían pararnos, luego acostarnos otra vez. Afuera, los soldados apuntaban con láseres a nuestras cabezas” En la celda encontró un rosario hecho con migas de pan. Y una carta: un niño le escribía a su madre, decía que llevaba seis meses detenido y que estaba enfermo. En los muros, en el suelo, en los objetos mínimos, quedaban señales de quienes habían pasado antes. “Fue impactante. Uno sabía que era una de las peores cárceles, pero ver las huellas, las marcas, entender que nuestro trato era más ‘humano’ solo porque no éramos palestinos… eso fue lo más duro. Allí también encierran niños. Y ellos la pasan mucho peor.” Cuando los liberaron nadie sabía si realmente estaban todos. Los soltaron en grupos. Lorena recuerda la angustia: “Tenía mucha preocupación por los compañeros que venían de países árabes o que tenían ascendencia palestina, porque a ellos los trataron mucho peor. Corrían más riesgo si quedaban solos”. Lo que más le dolía no era solo lo que había visto, sino lo que el mundo no veía. “El hecho de que no haya reacción ante los niños y adultos palestinos asesinados es parte del racismo estructural que se reproduce en todos lados”, dice. “Nosotros sufrimos racismo en los países ricos, por ser sudacas. Y también en Chile, con los pueblos originarios. Lo vi de cerca cuando viví en Temuco.” Cree que ese mismo racismo explica la pasividad del gobierno sueco, que no intervino durante su detención. Fue el Estado de Chile, y no Suecia, quien las acompañó después. “Para mí es esencial que se escuchen más las voces palestinas. Muchas veces el movimiento lo encabezan otros, pero las voces de quienes tienen la raíz en Palestina deben estar siempre presentes.” Marita Rodríguez llegó a Suecia cuando tenía un año y diez meses. Su padre, militante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), fue ejecutado político. Su madre viajó al norte con los hijos, buscando un lugar donde los niños pudieran crecer sin peligros. “Siempre me interesaron los movimientos que resisten al colonialismo, a las estructuras de poder. El interés por Palestina siempre estuvo ahí”, dice hoy Rodríguez. De niña fue activa contra el racismo y el fascismo. “Es especial, porque vivo en un país donde hoy la mayoría se parece a mí, pero igual hay una idea persistente de la blanquitud.” El 7 de octubre de 2023 marcó un punto de quiebre. Desde entonces, se dedicó por completo a la causa palestina. “Tomé la decisión de que no había medias tintas. Desde ese día no me he sacado la kufiya del cuello.” Ya no soportaba mirar los ataques a Gaza desde la pantalla del teléfono. “Tengo un hijo, y no quiero que crezca en un mundo, sobre todo en Europa, que acepta un genocidio.” Habló con su familia y postuló a la delegación sueca de la Global Sumud Flotilla . Fue entrevistada varias veces. Luego la eligieron. Antes de partir, le escribió una carta a su hijo. Le explicó los motivos para subirse al barco. Voló a Sicilia y desde allí zarpó rumbo a Gaza.Nunca había estado en un barco. El oleaje la enfermó durante los primeros días, pero la convicción era más fuerte. Quería creer que estaba haciendo lo correcto. En el barco entrenaban. Ensayaban qué hacer si eran abordados. Pero también lavaban la loza, cocinaban, se turnaban las guardias. Entre tareas se reían, compartían pan, historias. Había un clima de fraternidad simple, sostenido por una certeza: todos sabían por qué estaban ahí. A las afueras de Grecia aparecieron los drones. Atacaron las barcazas pequeñas, entre ellas la de Marita, pero fallaron. Fue un momento de tensión. Los drones los siguieron durante minutos eternos. Marita, que oficiaba de organizadora, informaba la ubicación y la cantidad. De pronto, una explosión: un dron cayó, ardiendo, con una cola de humo que parecía de volantín.  “Todavía puedo cerrar los ojos y verlo explotar”, dice. “Ahí entendí que eso que nosotros vivimos por unos minutos es lo que la gente en Cisjordania y en Gaza vive todas las noches. Y me convencí más de que teníamos que llegar. Más convencida estoy hoy: esto no puede parar hasta que Palestina sea libre”, dice. Su barcaza tuvo un desperfecto, y se trasladó a otra más grande, el Aurora , parte de la delegación italiana. El barco avanzó hasta acercarse a la Franja de Gaza. Fue una de las primeras embarcaciones interceptadas. Antes del abordaje, arrojaron los teléfonos al mar. Levantaron las manos. Los soldados subieron: demasiados, según Marita. Evitó mirarlos. De reojo vio cuando apagaron la cámara que registraba la travesía. “Creo que no estaban seguros de si yo era árabe. Andaban buscando a quienes parecieran árabes para golpearlos. Pero vieron mi pasaporte sueco, mi apellido, y ahí el trato cambió un poco”. Los hicieron bajar en el puerto de Ashdod. Los entregaron a las autoridades israelíes. De rodillas, la frente contra el asfalto, sin agua, sin sombra. “Si uno levantaba un poco la cabeza, te gritaban o te ponían una pata en la espalda”, cuenta Marita.  Intentaba no pensar.  Llevaba una foto de su padre. Intentaron quitársela. “Ahí me puse chora. Eso no lo permití. No la solté”. Le retuvieron el pasaporte y la pasaron a control. La subieron a una furgoneta para presos. Iban apretados, el calor era insoportable. Sentó a una mujer delgada sobre sus piernas para que ambas pudieran respirar mejor. “Después de no sé cuántas horas llegamos a un lugar con jaulas. Nos metieron ahí. Llevábamos más de veinticuatro horas sin tomar líquido.” Era la cárcel de Ktzi’ot. Allí apareció el ministro de Seguridad Nacional de Israel, Itamar Ben-Gvir. Marita lo llama “un psicópata”. Llegó con escoltas, perros, militares. “Nos gritaba que éramos Hamás, que queríamos matar bebés.” Las mujeres, desde la jaula, le respondieron. “Le gritamos que el criminal era él. Yo le grité conchesumadre en buen chileno”. Ktzi’ot había sido cerrada en 2002 por denuncias de tortura y abusos sexuales. Rodríguez cree que fue el propio ministro quien decidió enviarlas allí. “Quería que nos trataran como terroristas. Y lo hicieron.” La recluyeron en la celda número siete. Dos compañeras hicieron huelga de hambre; ella las vigilaba, y fue la primera en beber agua del grifo, para probar si era segura.  Entró el jueves por la noche y salió el lunes. Había firmado un documento para acelerar la deportación, pero no sirvió.  “Salí más convencida que nunca de luchar por un Estado palestino libre —dice—. Me subiría a un barco otra vez, mil veces. No me quebraron.” Ya en Estocolmo, repite que lo que la impresiona no es lo que vivió, sino lo que sigue pasando.“No puedo creer que vivamos en un mundo donde una población muere de hambre creada por un Estado. Los camiones con ayuda están ahí, pero no los dejan pasar. Nosotros hicimos lo que los Estados deberían hacer.” Hace una pausa. Luego, con voz tranquila, agrega: “Yo sé que voy a poder mirar a mi hijo a los ojos, y a mis nietos si los tengo, y decirles: hice lo que creí justo”.

  • Pilar Quintana: “El hombre sigue siendo visto como el escritor universal; la mujer, sólo como voz de su género”

    Ilustración de Juanjo León. Escritora obsesiva, observadora paciente y una de las narradoras más potentes de su generación, Pilar Quintana reflexiona sobre los estereotipos que enfrentan las escritoras, su experiencia en la selva y los miedos que atraviesan su existencia y obra: desde el calentamiento global hasta el avance de la ultraderecha. En el Pacífico colombiano la lluvia cae con una furia que parece infinita, como si quisiera borrar los límites entre la tierra, el mar y el cielo. En ese territorio húmedo y agreste, entre ceibos gigantes, orquídeas y bromelias que florecen como fuegos artificiales, Pilar Quintana decidió alguna vez construir su propio refugio. Lo hizo con sus manos, junto a su entonces esposo, hasta que un día se quedó sola: la casa aún sin terminar y la selva respirándole alrededor. Un murmullo constante de insectos, animales y temores que desdibujaban la frontera entre lo real y lo imaginado. De esa experiencia brotó el germen de Noche negra , la novela que hoy presenta y que pone en el centro a una mujer aislada, rodeada de vecinos hostiles, animales que acechan y los miedos íntimos que crecen con la misma intensidad que la vegetación. Pero más allá de este libro, Quintana es ya un nombre fundamental en las letras americanas contemporáneas: autora de La perra , con la que obtuvo el Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana en 2017, y de Los abismos , que le valió el Premio Alfaguara de Novela en 2021, su obra se caracteriza por hurgar en los bordes, entre lo íntimo y lo salvaje, lo doméstico y lo indómito, la ternura y la brutalidad. Con una voz que se atreve a explorar la maternidad desde ángulos incómodos, la violencia de los afectos y la relación siempre ambivalente entre el ser humano y la naturaleza, Pilar Quintana ha sabido construir un universo literario que la coloca en la primera fila de las escritoras latinoamericanas de su generación. Siempre te preguntan por el feminismo, casi como si hubiera una exigencia de que toda escritora mujer tenga que responder a un activismo. ¿Crees que efectivamente existe esa exigencia? “ Sí. Tengo dos amigos escritores de toda la vida, empezamos a publicar en la misma época, son de mi generación y jamás les han preguntado si sus personajes son masculinos o si su literatura es masculina. Nunca. Cuando un hombre escribe a un personaje hombre, se asume que es un personaje. Así tal cual. Sin más apellidos. Pero cuando una mujer escribe un personaje mujer, entonces es ‘un personaje femenino’.  Aún no se comprende que una autora, al crear personajes femeninos, está representando problemas de la humanidad, no solamente de su género.   El hombre sigue siendo visto como el escritor universal. Y eso también conecta con el arquetipo de ‘la madre’, como si las escritoras tuviéramos que responder a todas las necesidades de una comunidad. Yo me siento más cómoda escribiendo personajes femeninos, pero no porque quiera hablar ‘de mi género’, sino porque ahí encarnan mejor los conflictos que me interesan. Evidentemente, al situarlos en un mundo machista, esos problemas se retratan, pero etiquetar la literatura hecha por mujeres como ‘femenina’ es otra forma de exclusión". Hoy se habla de un “boom” de escritoras latinoamericanas. ¿Crees que ese reconocimiento también trae consigo nuevas etiquetas o exigencias sobre qué deben escribir las mujeres? “Sí, me parece que a las escritoras se nos exige escribir de maternidad y de selva. Hay un ‘boom’ de esos temas en la literatura. Yo viví en la selva, quise ser mamá, y claro que escribo de eso porque son mis experiencias, pero me preocupa que volvamos a ser encasilladas. Antes se esperaba que las poetas hablaran de naturaleza y amor; ahora parece que las narradoras debemos hablar de maternidad o violencia. Y si a eso le sumas que, por ser latinoamericana, también se espera que escribas de esos tópicos, reconstruyendo cierto imaginario y de una manera determinada, la camisa de fuerza se vuelve aún más estrecha.” En tus textos aparece la violencia, pero no desde el narco o la guerra, sino desde lo íntimo.  “ Sí, me interesa más la violencia pequeña, la sutil, la de adentro. Esa violencia que ocurre en las familias y que, creo, es la madre de todas las demás. E n Noche negra  esa violencia está presente, aunque no sea el tema central. Es algo que como colombianos hemos dejado de mirar, porque siempre estamos enfocados en la violencia externa. ¿Qué crees que esperan hoy de ti como Pilar, la escritora? “ No sé y tampoco me importa mucho. Yo nací y crecí en Cali, en una sociedad muy cerrada con roles definidos. Desde niña desafié lo que se esperaba de mí, no por rebeldía, sino porque no podía traicionar lo que era. Claro que cuando era joven sí me importaba el qué dirán, pero ahora no. Uno llega a una edad en la que eso ya no importa. La literatura es el lugar donde puedo ser yo sin que me juzguen. Responder expectativas o no, no es un pensamiento que me obsesione”. ¿Y qué te obsesiona hoy? “Soy muy obsesiva. En el colegio me obsesioné con las enfermedades mentales y todavía ese tema aparece en mis libros. Mi papá es médico y cuando yo era niña me regaló unos libros de psiquiatría: me los leí de principio a fin, hice cuadernos y los estudié. ¿Por qué? No tengo ni idea. Cuando viví en la selva, me dediqué a clasificar la flora y la fauna, y la naturaleza se volvió central en mi obra. También me interesan los homínidos, la paleoantropología: sé que voy a volver a ese tema. Siempre tengo un objeto de estudio al que me aferro y lo exploro a fondo. Llevo cinco años dedicada a investigar a diversas autoras clásicas para la Biblioteca de escritoras colombianas. Cuando di mi primera entrevista en 2003, me preguntaron si mi literatura era femenina y desde entonces me he preguntado qué significa realmente eso. Creo que el resultado es esta biblioteca, un proyecto que atraviesa también mi propia construcción como autora. Ahora ya estoy cerrando ese ciclo, y aunque no sé todavía qué vendrá después, sé que pronto habrá otra obsesión esperándome. Quizá vuelva a los homínidos". ¿A qué le temes? “ A dos cosas: el daño al medioambiente, sobre todo a la Amazonía, y la fuerza creciente de los discursos de ultraderecha en el mundo. Pensé que habíamos superado ciertas ideas, pero verlas resurgir me produce angustia”. Leo constantemente foros de ultraderecha en Estados Unidos para entender cómo piensan. Es aterrador, porque allí creen que el calentamiento global es un invento o que las vacunas son dañinas. Yo crecí pensando que íbamos hacia un mundo más tolerante; hoy siento que retrocedemos. Ese resurgimiento de la ultraderecha me aterra".

  • Nunca había sido tan palestino

    La tierra se estrecha para nosotros. Nos hacina en el último pasaje y nos despojamos de nuestros miembros para pasar. La tierra nos exprime. Mahmud Darwish En la calle alguien me mira como si me conociera. “¿Paisano?” , me pregunta. Yo no sé qué responder. Mi bisabuelo Abdón, Abdul o Abdel llegó a Chile desde Palestina en los años treinta. Figura con un nombre distinto en cada trozo de papel que nos dejó como herencia: pasaporte, certificado de nacimiento de mi abuelo, certificado de defunción. También nos heredó una fotografía tipo carnet, que mi mamá imprimió y pegó sobre una caja de Zucaritas, y a la que se encomienda cuando las cosas se ponen difíciles Cruzó en barco buscando la promesa de un mejor pasar económico para su familia en Rammun, ubicada a más de trece mil kilómetros de distancia, en lo que hoy se conoce como Cisjordania ocupada. O no: cruzó en barco, cargando un pasaporte turco, porque la vida se había vuelto invivible en su tierra producto de las guerras y conflictos étnicos-religiosos-coloniales. O no: vino a buscar a su hermano mayor Omar, que había partido a probar suerte y que inesperadamente había dejado de enviar sus cartas de impecable caligrafía árabe. He escuchado estas y otras versiones en boca de distintos familiares, aunque siempre pronunciadas con una nota de duda. Luego te recomiendan hablar con otro tío o primo, que ese sí que se conoce bien la historia (que a su vez te recomienda con otro familiar, y así...). Lo cierto es que llegó al Norte Chico, a uno de los tantos pueblos que en Chile llevan por nombre “Barrancas” . Hubo un tiempo en que imaginé que en este, mi pequeño y personal Macondo, se encontraban los techos a los que se refiere Víctor Jara en “Luchín” . Pero no, este Barrancas es distinto. Imagínense: bajo un sol abrasador, entre una nube de polvo y tierra, un camino largo sembrado de pequeñas casas asciende por los cerros hasta topar perpendicularmente con otro camino todavía más largo que, a su vez, avanza hasta desaparecer en las montañas, conectando en su andar a otros pueblos perdidos. Bajando la quebrada, su principal atracción: el río de corriente tímida y, sobre todo, las pozas en las que uno puede chapucear para escapar del calor intenso del verano. Estoy ahí. Busco una foto de Rammun en mi teléfono y la comparo con el paisaje que veo. Allí también es como si una gran mole montañosa se hubiese desinflado hasta transformarse en valles de leves pendientes; allí también la vegetación crece firme, aunque tímida, pintando de verde el lienzo café que ofrecen las montañas. Me hago una idea de lo que debió sentir Abdón (¿Abdón?): es como estar en casa. Como muchos migrantes palestinos, mi bisabuelo se dedicó al comercio. En sus andanzas de mercader fue donde tuvo que haber conocido a mi bisabuela, mi abuelita Carmen. Él sobrepasaba la treintena; ella no había cumplido los quince todavía. Quiero creer: se enamoraron hablando cada cual una lengua que el otro no entendía, utilizando un sistema de comunicación sumamente rudimentario y concreto que consistía en apuntar constantemente a los objetos y maravillarse de que dos palabras tan distintas pudiesen usarse para referir a la misma cosa. Los quiero imaginar pasando horas a la sombra de un parral, junto a un árbol de granadas rojas, tocándose apenas las manos para decirse: yo también, yo también te escojo a ti. Quiero creer en la alegría del primer hijo, nombrado Omar en recuerdo del hermano perdido. Y del segundo, llamado Alí , como tantos árabes en honor al primo de Mahoma . Y de la tercera, Sahda , ese nombre que de pequeño me hacía sonreír pensando en el dulzor de la leche asada, pero que hoy me evoca esa mezcla de extrañeza y admiración que los occidentales solemos sentir hacia la belleza del medio oriente. En cada familia hay una foto que se convierte en altar. En la de Nicolás L. Awad, el lugar de devoción se levanta sobre una caja de Zucaritas con un retrato pegado encima: la cara de un bisabuelo que llegó desde Rammun a Chile. Quisiera verlos crecer entre las cajas de mercadería aprendiendo simultáneamente la lengua de la madre y la del padre, teniendo que escoger por las mañanas entre la marraqueta y el jubz. Los quiero ver sentados de piernas cruzadas, comiendo con las manos mientras escuchan a su padre hablar durante horas sobre el hogar sin entender del todo por qué él era el único en todo el pueblo que usaba esa palabra para referirse a un lugar lejano y ya perdido, en vez de uno cercano y cotidiano. Quiero que estén allí cuando, primero por la radio y luego por una lluvia de cartas firmadas por otros Awad (o también Agüad, Awwad, Aguad, dependiendo de la imaginación fonética del oficial del registro civil), mi bisabuelo se enterara de los sucesos de la Nakkba y se pasase semanas sin abrir la boca más que para comer. Quiero estar junto a la vitrola, la primera del pueblo, inaugurando la voz egipcia de Umm Kulthum grabada en los surcos de un vinilo traído por algún otro paisano y traficado de mano en mano por toda la comarca entre los que los demás llamaban turcos. Y sobre todas las cosas quisiera haberte conocido, abuelo, y que me expliques tú qué debería responder cuando un extraño me tome por paisano en la calle. Una vez le pedí a mi abuelita Carmen, que en paz descanse, que me contase qué recordaba de ese hombre al que mi madre se encomendaba para que no me pasara nada en el camino de ida y vuelta al colegio. Miró fijamente a un punto en el horizonte con cara de cansancio. Pensó un momento para escoger con cuidado sus palabras. Contrajo el rostro arrugado y dijo sin mirarme: —Era bueno pa ’ tomar, era bueno pa ’l juego y se fue sin dejarme un solo peso; yo era muy chica y no tenía ninguna idea de lo que hacía. Abdón murió de un infarto fulminante a los cuarenta y tantos, cuando mi abuelo Alí llevaba apenas tres años en este mundo. Nunca pudo aprender su lengua ni probar sus platos de comida. Nunca le oyó llamar habibi a su madre. Nunca pudo preguntarle qué significaba, qué quería decir eso de ser palestino. T ampoco aprendió de los secretos para protegerse y cuidarse entre los que así se llamasen. Arrastró el nombre y el apellido, llegados con tanto esfuerzo desde tan lejos, sin saber bien qué hacer con ellos. Llamó a algunos de sus hijos con nombres hermosos que él creyó eran árabes: Jasmina, Farah, Alí y Karimma . Alí Awad, hijo de Abdón (?) y abuelo de Nicolás L. Awad. Sobre ese vacío se construyó el mito de nuestro origen palestino. Palestinos sin lengua, sin hábitos ni costumbres. Palestinos que tuestan los fideos cabellos de ángel en la sartén para agregarlos al arroz y así llamarlo arroz árabe; de los que envuelven la carne en hojas de repollo en vez de hojas de parra. Palestinos que buscan en internet “música árabe ” y la dejan sonando durante las reuniones familiares para imaginar que de algún modo tenemos algo que ver con eso que somos. Palestinos que aplaudían, reían y lloraban cuando veíamos a Alí, ya convertido en un anciano de metro ochenta con su panza dura y su rostro árabe, mover las caderas y las muñecas mientras bailaba con una mano en el pecho al ritmo de una canción incomprensible. Habibi , querido Alí, que en paz descanses, quiero verte bailando así cuando nos encontremos en el cielo y quiero que me digas qué significaba para ti ser palestino cuando todavía andabas por este mundo y qué es lo que debiese responder cuando un extraño me tome por paisano en la calle. Soy Awad y toda la vida he sabido que eso significa que, de algún modo, soy palestino. Si algún día tengo hijos, me gustaría poder regalarles este apellido. Espero que ellos lo sepan llevar mejor que yo, que pasé años de mi vida sin saber si responder o no al extraño de la calle. Hoy ya sé que responder. Soy palestino, amigo, porque la nariz de mi rostro y el vello de mi cuerpo lo dicen. Soy palestino, porque cuando quiera pisar Rammun para saber si se siente aunque sea un poco como casa, la policía israelí me interrogará y sospechará de mí. Soy palestino porque he debido inventar mi ser palestino: soy heredero sin herencia de una cultura diaspórica. Soy palestino porque quiero y aunque no lo quisiera seguiría siendo palestino. Y porque soy palestino, amigo, me duele como a ti te duele esto que pasa, que nos viene pasando hace tanto tiempo. Y te abrazo, extraño amigo, como abrazaría a mi abuelo si lo tuviese enfrente porque sé que estás tan vacío de Palestina como yo y que en ese abrazo suspendemos la barbarie y abrimos un surco impenetrable en esta tierra. Esta tierra que se estrecha para nosotros. En ese abrazo, amigo, inventamos nuestra Palestina. Y allí nos quedamos, sin ocupación, sin bloqueo ni bombardeos, al menos por unos pocos segundos hasta que tu sigues tu camino y yo el mío, cada uno con una nueva parte de Palestina en el corazón. Nunca, nunca había sido tan palestino. Fe de erratas Antes de enviar este texto, quise que mi madre lo revisara para cerciorarme de no pasar a llevar demasiado el orgullo familiar al contar algunas infidencias. Ella ha sido siempre la persona que más me ha motivado a reflexionar sobre mi identidad palestina y la que ha propiciado el reencuentro con algunos familiares repartidos entre Ecuador y Estados Unidos con ayuda de un amigo que conoce la lengua. Su lectura fue superficial (tenía algo pendiente pasando en la cocina y la hora de almuerzo ya estaba por llegar). Me miró con una sonrisa y me dijo que el texto estaba lleno de imprecisiones, que habían cosas que yo había inventado. Mi bisabuelo llegó a Illapel, nunca pisó Barrancas. Mi bisabuela tenía diecinueve años cuando conoció a Abdón, no quince. La caja de Zucaritas no debería aparecer en el texto, nos hace quedar mal. Me dijo: “No es que no sepamos la verdad, es que tú nunca la has querido escuchar ” . Me dolió un poco porque sé que en parte tiene razón. Me dijo que no me preocupara, que ella me contaría. Tendría que preguntarle a un primo. Este primo, a su vez, deberá preguntarle a otro, y así… Con mi hermano nos miramos riendo. Ella no necesitó terminar de leer el texto para entenderlo. 9 de octubre de 2023.

  • Atrapadas en Monte Patria

    Nancy Contreras (80 ) soló tiene acceso al agua dos veces al mes, por quince minutos contados. En 2017 la ONU publicó un informe lapidario: en la comuna de Monte Patria, en la región de Coquimbo, la falta de agua obligó a parte de sus habitantes a abandonar la zona, convirtiéndolos en los primeros migrantes de la crisis climática en la región. Al mismo tiempo, un puñado de mujeres mayores forman parte del fenómeno conocido como la población atrapada o rehén. Y entre los ríos secos y la falta de oportunidades laborales, intentan sobrevivir en condiciones difíciles provocadas por el estrés hídrico y la desigualdad en el acceso del agua. Fotos de Gerardo Muñoz y coautoría de Camila Castillo. Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), los migrantes climáticos se definen, desde 2007, como la población móvil que se desplaza de su lugar original por “motivos de cambios repentinos o progresivos en el medio ambiente, que afectan su vida o sus condiciones de vida”. Y de acuerdo con proyecciones del propio Banco Mundial, de aquí al año 2050, el cambio climático podría generar el desplazamiento de cerca de 140 millones de personas que habitan en regiones densamente pobladas del mundo. Y en nuestro continente, el número podría alcanzar los 17 millones de desplazados.  En 2017 Chile fue elegido como caso de estudio por la Organización de Naciones Unidas (ONU) y quedó documentado en el informe “ Migraciones, medio ambiente y cambio climático: estudio de casos en América del Sur” , el cual destacó que, en Monte Patria , una comuna de la IV Región, cerca de 5 mil chilenos y chilenas, el 15% de la población total de ese lugar, habría abandonado su hogar original como consecuencia del estrés hídrico . Estos migrantes dentro de su propio país, quienes renuncian a su identidad local, con un hogar, una economía y la salud mental completamente fragmentada, han llamado la atención de las autoridades. De hecho, a comienzos del año, la Oficina Nacional de Emergencias (ONEMI) trabajó en una mesa intersectorial que se encuentra elaborando un documento pronto a publicar y que reflejará los lineamientos para tratar esta temática de ahora en adelante. Como parte de la mesa estaba la socióloga Catalina Castillo, del Centro del Clima y la Resiliencia (CR)2, quien efectivamente hace hincapié en la sequía extensa de la zona y que se ha prolongado por más de diez años. Desde el 2010, los caudales de los ríos principales en las regiones de Coquimbo y Valparaíso experimentaron un déficit de hasta el 70%. Pero la experta llama a otra razón: “No se está haciendo una distribución de acuerdo con, por ejemplo, los principios de justicia social. Hay una lógica privada de los derechos de aprovechamiento , donde los grandes agricultores son los que acaparan en estanques inmensas cantidades de agua, en lugar de repartirla”, dice. A nivel regional, según datos del Centro de Estudios Avanzados en Zonas Áridas (CEAZA), 24.260 personas reciben agua potable a través de camiones aljibe en toda la IV Región. Y de ese número, el agua se divide entre los ciudadanos comunes y corrientes, pequeños productores y otros privados más grandes. Rehenes en su propia casa El problema, y la esquina que las autoridades no estarían viendo, no son sólo los migrantes en su propio territorio, sino las personas que se quedan y que se denomina como población atrapada . La organización noruega Internal Displacement Monitoring Centre lanzó este año un informe sobre los grupos en movimiento por violencia, desastres y clima: dentro de los 55,1 millones de personas que se encuentran en desplazamiento interior, a la cola, con sólo 2,6 millones del total se encuentran las personas sobre los 65 años. “Quienes migran en primer lugar son los hombres y lo hacen por motivos económicos”, agrega la experta, “y el cambio climático aumenta la vulnerabilidad de grupos como mujeres o personas de tercera edad y cuarta edad , y las afecta en el sentido de que impide que puedan migrar para buscar otras oportunidades”. O sea, el cambio climático limita los procesos migratorios y las vulnerabilidades se intensifican más. “Las ofertas laborales, generalmente en agricultura o trabajos pesados, no son aptas para la corporalidad de estos grupos y los disminuye”, dice Castillo. Y esta masa de personas, conocidas también como rehenes climáticos, podrían llegar a 140 millones en 2050 , según el Banco Mundial. Y mientras los estados del mundo estarán buscando diferentes soluciones para los que migran, como encontrarles un nuevo hogar; los que no pueden huir quedarán completamente varados y, eventualmente, tendrán que ser evacuados. No tendrán alternativa. Una lucha que se escapa entre los dedos El Embalse La Paloma es lo primero que se ve al llegar a Monte Patria. Pero pese a tener agua, está con déficit. Sin embargo, esa imagen es un contraste impresionante con el cordón de montañas amarillentas y secas alrededor. En algunos puntos hay territorios eso sí, conocidos como oasis, con hectáreas amplias de plantaciones de arándanos, parronales, mandarinas y paltos, que denotan de manera explícita la desigualdad del acceso al agua.  Sólo dos veces al mes Nancy Contreras (80) puede subir hasta el canal que pasa por detrás de su casa a buscar agua para el riego. Muchas veces, el celador del canal abre la llave pasada la medianoche o en la madrugada, y ella con una linterna y pala en mano sale de su casa para abastecerse .  El último riego fue el domingo antes de la publicación de este reportaje y duró solo 15 minutos, pero al otro día la tierra de su huerta ya estaba seca, como si nada hubiera pasado. Este derecho al agua le significa a ella diez mil pesos que debe sacar de su pensión solidaria, porque la producción de su huerta con la que lo costeaba ya es nula. Hasta hace un par de años atrás de su jardín sacaba higos, brevas, damascos y paltas que vendía a sus vecinos y gente que transitaba por el sector. Pero hoy, producto del estrés hídrico, los árboles están secos y los frutos no alcanzan a madurar, sino que caen al suelo, se descomponen y se pudren. No sobrevive nada. “Ya el huerto no nos da para pagar las cosas del día a día, no sacamos nada”, cuenta. Actualmente, ella recibe una pensión solidaria por 187 mil pesos, y lo mismo su marido, un hombre de 80 que padece alzheimer y mal de chagas.  En el caserío de Cerrillos de Rapel, Nancy vive hace más de 50 años: en este lugar crió a sus tres hijas que abandonaron la ciudad para irse en busca de nuevas oportunidades, quedándose únicamente con su marido, que por su deterioro cognitivo está bajo su cuidado. Sin embargo se niega a abandonar el pueblo. “En el campo no hay progreso”, narra ella. “Pero aquí está todo lo que conozco: yo no sabría cómo expresarme en otro lugar, acá hay otras personas de mi edad y está mi casa”, dice. Cuenta también que mucha gente se ha ido del lugar debido a la sequía y las malas prácticas de algunos de los encargados de administrar el agua a los vecinos. Con su cabeza llena de canas, sentada en su terraza comenta: “Hay gente a la que no les cierran las compuertas, pueden regar sus huertas, llenar sus pozos varias veces a la semana y se nota la diferencia entre los campos. Acá es así, el pez grande se come al pez chico, porque los que pueden pagar 25, 30 mil pesos, son los que hacen lo que quieren con el agua. Nos pasan a llevar y eso nadie lo habla”. Hoy en día Nancy tiene acceso al sistema de agua potable rural del que todos los vecinos se abastecen, pero con la condición de que restrinjan su uso a lo necesario, ya que el pozo del cual se extrae está bajando considerablemente. Poder lavar ropa o bañarse pasan a segundo plano, porque lo primero es tener agua para el consumo y evitar recurrir al reparto de agua a través de camiones aljibe.  Mirando el paisaje, narra cómo era el lugar hasta hace unos años atrás y apunta hacia una cadena de montañas amarillas: “ Los cerros eran blancos, había nieve hasta septiembre . Antes habían temporales tan grandes que tenían que venir las autoridades en helicópteros a dejarle alimentos a la gente”, recuerda, mientras sus ojos evidencian una sonrisa que se va perdiendo tras la mascarilla. “Pero esto se está transformando en un desierto, un lugar que va a desaparecer, y con el pueblo, también vamos a desaparecer nosotros”, dice. La vida le ha dado golpes duros. Su marido hasta hace unos años era alcohólico y ella sufría los ataques de agresividad que se desencadenaban al mezclar el trago con sus pastillas para la epilepsia. Muchas veces tuvo que arrancar, otras veces no tuvo para comer, se vio obligada a dejar a sus hijas encargadas y sobrevivir con lo que le aportaban sus vecinos, porque los ingresos del hogar se perdían entre botellas de vino. Pero con el tiempo, volvieron a formar una pareja.  Nancy afirma que jamás esperó estar viva para presenciar algo como esta sequía, cuenta que siente ansiedad, frustración y profunda pena, sin embargo, afirma que: “Hay que seguir adelante, hay que batallar: mi papá me enseñó eso desde que era niña. Yo sé tomar un azadón, la pala, la barreta, el podón y lo haré para que mi cuerpo no se estanque . Agarrar la mochila invisible, llenarla con problemas y tirarla para atrás.”, dice.  Si bien hoy sus días son todos iguales, siempre busca algo para distraerse del paisaje seco y el cielo azul que la rodea. Pasa sus horas barriendo su terreno, cocinando o tejiendo a crochet. Los huesos le duelen y el cansancio se hace presente. De vez en cuando visita a sus vecinas más cercanas, sin descuidar a su marido que, poco a poco, va olvidando quién es. Mientras ella espera pacientemente que pasen dos semanas más para poder ver el agua correr hacia su huerto. Y ahí va de nuevo. El celador quita el candado a la compuerta del canal que corresponde a su terreno, Nancy tiene quince minutos contados para poder abrir surcos con una pala. Y mientras el tiempo avanza, también lo hace el escaso hilo de agua que se abre paso entre la tierra seca y resquebrajada para alimentar las raíces de los árboles vivos que van quedando. “ ​​Me siento rara, melancólica y pesimista, porque, tanto que vi llover y ahora todo tan seco ”, mientras sus manos llenas de callosidades, rasguños y tierra, reflejan la experiencia de una persona que aún tiene esperanza de que su tierra vuelva a ser la de antes. Un castigo del cielo En agosto de 2016 la casa de Anny Saavedra (69) se incendió. No tenían agua para frenar el desastre y lo perdieron todo: “Era un año de sequía, donde teníamos solo agua acumulada en tarros y botellas. Y mi casa se incendió porque no hubo ni una gota para echarle ”, cuenta. “Lo único que yo deseaba era morirme, porque yo me veía que no tenía nada, no tenía un calzón, no tenía un sostén, no tenía nada más que con la ropa que me había quedado puesta”, dice. Por más de treinta años Anny fue dueña de un almacén en el sector de Huatulame, donde vive hace más de 60 años, pero con la llegada de los supermercados y la muerte de su madre se vio obligada a cambiar de rubro para poder mantenerse. Anny (69) perdió toda su cosecha, sobrevive vendiendo pasteles y dulces Es así como, a través de una herencia familiar, Anny comenzó a dedicarse a la producción de paltas, camino difícil de recorrer debido al estrés hídrico de la zona: “Es terrible, estamos recién en octubre y ya tenemos muchos problemas”, dice con voz firme. “ Si las cosas están así hoy, no quiero imaginar cómo va a ser en marzo . No tengo idea qué pasará. Parece que Dios nos tiene castigados en este pueblo”, comenta, mientras el sol azota los paltos y con ellos la tierra resquebrajada. Su voz deja entrever la frustración que tiene contra “los grandes”, como ellos llaman a los agricultores más poderosos de la zona. “ El acceso a tecnología y maquinarias que llevan a cabo la extracción del agua es cosa de algunos pocos . Ellos tienen unas represas inmensas de agua, son unos tranques que hacen con máquinas, y al extraerla nos dejan sin agua a nosotros. Ellos no sufren por el agua como nosotros sí”, declara Anny. La producción total de paltos que Anny tenía pensado cosechar durante el 2020 se perdió por completo. Su sustento hoy es hacer tortas y dulces a pedido, mientras que su marido Carlos Tapia (68) se encarga del cuidado y mantención de los paltos, lo único que puede hacer después de perder más del 60% de su visión. Así lucen las parras secas que pertenecen a Anny En 2018, Carlos fue sometido a un trasplante de córneas, que sólo pudo costear gracias al aporte de sus tres hijas que se hicieron cargo de los más de diez millones de pesos que significó la operación. De no ser por ellas, hoy en día Carlos estaría completamente ciego. Pero perder parte de su visión es solo una parte del problema, porque junto con ello, Carlos, comenzó a perder también la motivación, las ganas de salir y de disfrutar esta etapa de su vida. “ Las niñas lo invitan a sus casas en Santiago y Talca, pero él no ha querido ir nunca por el tema de la vista ”, cuenta Anny, con un dejo de frustración. “Ya no tengo sueños, ni tampoco me imagino mi futuro. Voy a cumplir 69 años, ya estoy cansada, enferma, mucho no me queda”, dice mientras relata que estar en una lista de espera hace más de cuatro meses para poder ser operada de sus riñones, es un pelo de la cola dentro de sus preocupaciones. Las que van quedand o Esta desigualdad entre grandes y pequeños agricultores, sumado a la falta de recursos ha llevado a los vecinos a organizarse y formar un comité de APR (Agua Potable Rural), para poder acceder a fondos que le permitan acceso más digno a este recurso. Durante su período de más de tres años como presidenta del APR de Huatulame en 1995, Deysi Cortés (72) se encargó de realizar pozos nuevos, cambios de tuberías, bombas y estanques para extraer agua y poder distribuirla a los vecinos del sector.  Deysi es dulce, generalmente tiene un mensaje esperanzador ante todo y es difícil que de ella salgan palabras de rabia o frustración, sin embargo, cuando habla de los privados que acaparan la poca agua que les va quedando dice que siente una impotencia tremenda .  Deysi Cortés, a sus 72 años, se postuló otra vez para ser parte del comité de APR La escasez la ha obligado, al igual que a muchas otras familias del sector, a reducir el consumo de agua potable para que el pozo que los abastece no se seque antes de tiempo. Dentro de las prácticas de ahorro que utiliza Deysi en su casa está la reutilización. Toda el agua que se usa en su casa tiene como segundo propósito el riego del jardín. “Si lavo ropa, loza, verduras, cualquier cosa, eso lo guardo para echarlo a mis plantitas y flores. No dejamos que se pierda ni una sola gota ” , dice. Sin embargo, para Deysi su prioridad son sus animales , a los que alimenta apenas comienza su día: catitas, ninfas, gallinas y sus perros que la acompañan a donde quiera que vaya. Luego de eso están sus paltos, que son, junto a la pensión solidaria que recibe, la fuente de ingresos que tienen ella y su marido para subsistir. Hoy, en su vejez, Deysi no se da por vencida y está postulando otra vez para ser parte de la directiva del APR y, con ello, poder trabajar por el derecho de la tercera y cuarta edad y familias del sector a acceder a una vida más digna. “ Nosotros no tenemos cómo mostrar o decir lo que está pasando . Es como si una fuera invisible. Pero por lo mismo voy a luchar y salir adelante, para poder tener esa poquita agua y que salga en la llave, no de un estanque. Porque aquí la mayoría somos ancianos, no podemos estar acarreando tarros de agua. El cuerpo no da”, dice. Caminando con paso firme llega hasta una excavación de varios metros de profundidad, donde se divisa un poco de agua en el fondo: el pozo con el que mantiene sus paltos. Y, justo al lado de éste, el cauce de lo que alguna vez fue el Río Huatulame, hoy completamente seco. A la derecha el pozo al que debe descender Deysi para buscar agua, a la izquierda el cauce del río Huatulame completamente seco Previo al APR, al secarse los pozos del sector, la única solución era seguir cavando en busca de agua , una acción riesgosa para gran parte de las personas del lugar, considerando que en Monte Patria la población adulta mayor alcanza un 18%, según el Censo Adulto Mayor 2018 realizado exclusivamente en la zona. Un número que cada vez se va quedando más aislado, asegura ella. “ La gente joven sale de la región a buscar las oportunidades que la sequía les quitó ”, dice. Cortés ha visto cómo varios de sus vecinos abandonaron Huatulame, Cerrillos de Rapel y ha escuchado que lo mismo pasa en pueblos a la redonda.  “Echo de menos a mucha gente que se ha ido, vecinos que me encontraba todos los días y que ya no están. Se han ido perdiendo algunas caras. Yo me quedo porque la esperanza es lo último que se pierde, vamos a tener que aferrarnos a esa esperanza y no soltarnos ”, relata. Su sueño, dice, es tener un poco más de tranquilidad y ver llover. “Me gustaría vivir muchos años más para ver lo que realmente va a pasar en mi querido pueblo de Huatulame”, contra todo pronóstico, ella se aferra a la idea de que las cosas cambiarán para bien.  *Reportaje publicado originalmente en 2021 en Pousta.com , producido, editado y co escrito por Juan Cruz Giraldo.

  • La profe a caballo: galopando contra la precariedad

    Ante la nueva normalidad y la imposibilidad de hacer clases virtuales, en plena pandemia la profesora Cicilia Gatica decidió emprender una difícil misión: viajar en caballo hacia altos sectores de la cordillera andina, en tramos de más de ocho horas, recorriendo las casas de sus alumnos y alumnas. Su historia evidencia la precariedad del sistema de educación pública que viven miles de niños y niñas en Chile: el no tener herramientas tecnológicas, acceso a internet y, algunas veces, contención emocional de sus familias. Ella hace todo lo que puede, con lo que tiene. Producción de Juan Cruz Giraldo Juntas de Valeriano es un pueblo que está a casi 300 kilómetros de Copiapó, en la comuna de Alto del Carmen. Con 117 habitantes según el Censo de 2017, este caserío ubicado en la precordillera de la provincia de Huasco es tierra de tejedoras diaguitas, crianceros y productores de queso de cabra. Entre cerros, quebradas y ríos se levanta la Escuela Sara Cruz Alvallay, colegio que además de ser multigrado (a los niños de primero a sexto básico se les hace clases juntos), es unidocente.  Cicilia Gatica (52) es la única profesora del establecimiento y los alumnos dependen 100% de ella y su labor. Para ser más precisos, sin su trabajo los 21 estudiantes del único colegio a 22 kilómetros a la redonda habrían quedado completamente marginados del sistema educativo, incluso antes de la pandemia. Por lo mismo es que arriesgó todo -incluso su propia vida- con tal de que los niños que no tenían internet o que se marcharon por la temporada de arriado hacia la Cordillera de los Andes no se quedaran atrás.  Ante la encrucijada de suspender las clases presenciales definitivamente y mudarse a Zoom, o arreglárselas para no agobiar a las familias de los niños que confían en su trabajo, prefirió la segunda opción. “Yo no estoy dispuesta a estarle dando problemas a mis apoderados”, afirma Cicilia. La brecha tecnológica en Chile es brutal y la pandemia dejó esto claro: uno de cada tres colegios no tiene conexión a internet. Son, en total, 2.680 recintos, el 47% rurales, donde las clases online son imposibles de realizar. Y la Región de Atacama, d onde Cicilia hace clases, es una de las regiones con la menor cobertura en la provisión de educación a distancia por parte de los colegios, con tan solo un 19% según cifras del Mineduc.   Gatica cuenta que su carrera a caballo haciendo clases en las montañas empezó como una broma que agarró demasiado vuelo, igual que un corcel galopando a toda velocidad por los campos del Norte.  “Espérense no más, póngame el caballo aquí y me voy al tiro”, exclamó decidida Cicilia Gatica cuando en julio del 2020 varios de sus apoderados le avisaron que por pandemia y la temporada primaveral, viajarían con sus hijos a la montaña y que allí, en altura, los niños y niñas no tenían internet, ni las herramientas para seguir con sus clases a distancia. Cuando el clima mejora en los valles durante la primavera y el inicio del verano, las familias de Juntas de Valeriano emigran hacia la Cordillera para criar a sus animales. La actividad que sostiene los hogares del sector es la crianza del ganado y las cabritas, y los meses en los que las temperaturas son más cálidas y los frentes de mal tiempo son esquivos, son vitales para los crianceros de la zona. Antes de la pandemia ya era una costumbre arraigada que los padres se llevaran a los niños durante las vacaciones, pero el año pasado la situación fue distinta, el confinamiento y el distanciamiento social alargó el ausentismo escolar.  Y  eso implicó que Cicilia tuviera que tomar decisiones drásticas y salir a cabalgar. De no haber tomado esta decisión, cuatro de sus estudiantes habrían formado parte de las críticas cifras de abandono escolar en pandemia, que el Ministerio de Educación estimó en al menos 40 mil niños, niñas y adolescentes. Mediante un puerta a puerta, Cicilia le preguntó a cada una de las familias que componen su escuela qué les parecía la idea. Una vez acordada esta nueva modalidad de clases, una de ellas se ofreció a llevarla y traerla a caballo cada fin de semana, por todos los meses que fuera necesario. Este plan duró poco, porque tras los primeros viajes el caballo se enfermó. Sin tener cómo irse, es que Cicilia habló con un hombre del sector que también es arriero para que la sumara a sus travesías hacia las alturas. Él aceptó, y ella se comprometió a pagar las herraduras y el heno que fueran necesarios para mantener al caballo en buenas condiciones. Con una mula de carga y ayudando a arriar el ganado del hombre que le facilitó el animal, es que Cicilia Gatica logró llegar a los ranchos cordilleranos de sus alumnos prácticamente todos los fines de semana de julio de 2020 a enero de 2021. Para ir a la Cordillera no hay un camino vehicular. La ruta que hay que emprender hacia las alturas es un camino arriero que se empina entre quebradas y valles secos que asoman algo de verde entre tanta loma color cobre. La vista desde la única sala de la Escuela Sara Cruz Alvallay es majestuosa: hacia el horizonte sólo se ven cerros. Cuando el sol empieza a guardarse, estos se vuelven rojizas y el paisaje pareciera ser un pedacito de Marte. “A esa quebrada iba a ver a una niñita, en esa visitaba a otra, y en esa tenía a otra más”, señala Cicilia mientras apunta hacia las lomas que rodean el terreno en el que un vecino del pueblo erigió esta pequeña escuela rural en 1974, ante la inexistencia de un lugar para educar a los menores de la región. Para subir llevaba más cosas para los niños que para ella, admite entre risas. Cargaba dos mudas de ropa y los materiales necesarios para las clases, y algunas veces llevó encomiendas a las familias que lo necesitaron. Cuando a inicios de la pandemia el gobierno implementó la campaña Alimentos para Chile, Cicilia viajó ocho horas galopando con la caja de mercadería a cuestas. Cicilia Gatica montando un caballo en la cordillera de Atacama durante la pandemia. Dependiendo del lugar al que iba y las condiciones del clima, la travesía podía durar de 3 a 10 horas. Las clases las hizo muchas veces a la intemperie, porque las familias allá arriba viven en chozas de piedra, ramas y musgo que los protegen de los vientos y el frío cordillerano.  Los meses que duró la modalidad de las clases a caballo, se organizó de la siguiente manera: durante la semana hacía clases en la escuela y los viernes emprendía camino a la Cordillera a visitar a una de las cuatro familias que estaban asentadas allá. Ahí enseñaba lenguaje, matemáticas y arte (las materias que por la pandemia el MINEDUC estableció que había que priorizar), y dependiendo del clima es que bajaba de vuelta a Juntas de Valeriano el domingo en la tarde o el lunes por la mañana.  Ser docente en la ruralidad Si no fuera por la Escuela Sara Cruz Alvallay, los 21 niños que hoy asisten sagradamente a las clases de Cicilia tendrían que trasladarse a otra localidad para poder estudiar. Día por medio un bus baja al pueblo de El Tránsito, que está a 49 kilómetros de distancia. Si no hubiera un colegio en Juntas de Valeriano, dice Cicilia, sus niños tendrían que tomar la micro en la mañana y buscar un lugar donde quedarse por las noches, porque no podrían volver diariamente a sus casas. Es más, cuando los estudiantes pasan a séptimo básico, tienen que viajar sí o sí, porque la Escuela Sara Cruz Alvallay sólo tiene de primero a sexto. El acceso a otros servicios básicos también es complicado para los habitantes de Juntas de Valeriano: recién desde el 2000 es que cuentan con una posta rural en la que atiende una técnico en enfermería que sólo brinda primeros auxilios. Si hay una emergencia médica, los pobladores deben ser trasladados al CESFAM de Alto del Carmen que se encuentra aproximadamente a 70 kilómetros. El hospital más cercano está en Vallenar, a 111 kilómetros del pueblo en que viven Cicilia y sus alumnos. Allá tampoco hay comisaría, menos un cuartel de bomberos. La señal de telefonía llega apenas al sector en el que se encuentra el colegio, por lo que aunque quisiera, sería imposible hacer clases por zoom con todos sus alumnos debido a que todos están repartidos en diversas partes del valle. La manera en que la profesora mantiene la escuela funcionando es a través del programa SEP (Subvención Escolar Preferencial). “Con esa plata le compramos todo a los niños, lápices, gomas, sacapuntas. Tienen de todo acá. Jamás les voy a exigir algo que ellos tengan que comprar”, explica la docente. Si por alguna razón la subvención no alcanza, Cicilia no lo piensa dos veces y gasta de su bolsillo.  Gatica no es sólo la única profesora del establecimiento. También hace de directora, jefa de UTP, psicóloga, trabajadora social y hasta de “tía del aseo”, menciona. Recién este año es que “gracias a Dios” desde la Municipalidad contrataron a una auxiliar que la ayuda a mantener todo limpio. Antes de eso, cuando terminaba de hacer sus labores a las 8 o 9 de la noche, tenía que preocuparse además de dejar todo impecable. La situación económica de sus alumnos no es la mejor, y por lo mismo es que prefiere “no darles más preocupaciones de las que ya tienen”. Además de la subvención que recibe desde la Municipalidad de Alto del Carmen, Cicilia se armó toda una red de apoyo con personas de otros lugares para juntarles ropa, llevarles regalos y organizarles actividades donde puedan distraerse ellos y sus familias. Para ella lo que más le hace falta a estos niños y sus padres no son los recursos económicos, sino que apoyo socioemocional. “(Si no fuera porque hice lo del caballo) los niños no iban a recibir atención de nadie”, declara. Sumado a que en el pueblo casi no hay señal -y que esta es inexistente en la zona cordillerana-, está también el hecho de que las familias que conoce no tienen cómo pagar un plan de datos para que los niños se conecten a Zoom. Algunos ni siquiera se manejan con la tecnología, lo que dificulta más las cosas . La única ventaja de que Juntas de Valeriano sea un lugar pequeño, cuenta Cicilia, es que el covid no ha sido una amenaza tan grande como en otros sectores del país. No han tenido casos estrechos, y como la población corresponde en su mayoría a adultos mayores todos se cuidan bastante. Por esto es que hoy pueden tener clases presenciales, pero también no les queda de otra. La mujer detrás del personaje Entre las clases presenciales, las que hace en las casas de un par de niños, las que realiza por Zoom y el trabajo administrativo que le exige el Ministerio, a Cicilia casi no le queda tiempo para ella. “Afortunadamente”, -admite mientras suelta una carcajada-, se separó hace veintitantos años y hoy está soltera: “Desde que me separé me dediqué a ser feliz”, cuenta con un atisbo de orgullo en la voz. Sus hijos ya están en los 30, y uno de ellos le dio una nieta que recién cumplió 6 años, su regalona.  Hace dos años eso sí su familia tenía a una integrante más: su mamá, a quien perdió luego de sufrir un largo y angustiante Alzheimer.  Durante cinco años la vida de Cicilia se dividió entre su trabajo, la familia y hacerse cargo de su madre. Mientras estaba haciendo clases tenía a alguien que velaba por sus cuidados, y los fines de semana ella asumió sola ese rol. Durante las noches, recuerda, casi no dormía. Por su avanzada enfermedad, a veces su madre deambulaba por la casa y se levantaba de madrugada, por lo que tenía que mantenerse despierta. No importaba cuántas horas había pasado en vela la noche anterior, todas las mañanas se levantaba con una sonrisa para ver a “sus niños”.  Pareciera que esta mujer de ojos amables y espíritu jovial, fuera de hierro. No la desaniman ni los obstáculos, ni las condiciones precarias de la docencia. Tampoco la desalentaron los viajes de hasta 10 horas en el calor infernal de las quebradas, menos aquellos que hizo avanzando a caballo por la nieve de la Cordillera de Los Andes. Cuando escucha al Ministro de Educación, Raúl Figueroa, decir en televisión que “están todas las condiciones para volver a clases”, igual asume que le da rabia. “Yo no soy nadie para decir si él está equivocado o no”, dice la profesora de 52 años, “pero a mí me gustaría que el Ministro se diera una vuelta por acá y recorriera Alto del Carmen. Yo lo traería cinco días a Juntas de Valeriano para que me diga si están o no las condiciones para darle clases a los niños. Yo sé que diría que no, estoy segura”. Pero no se detiene ahí: “como decimos aquí en el campo, otra cosa es con guitarra”, añade. Ella entiende perfectamente también a los colegios de las zonas urbanas que dicen que no saber qué le pasó es ir a su casa a preguntar. Si ese niño está enfermo, se hace el tiempo de visitarlo y hacerle clases en su casa.  Cicilia Gatica no sabe si volverá a subirse al caballo este año. El que usó en sus primeros viajes se enfermó y terminaron vendiéndolo, y el otro era prestado por un vecino. Si tiene que volver a conseguírselo para emprender el viaje a la Cordillera de los Andes no lo va a pensar dos veces, de hecho extraña esos días de aventura. “Mis niños son mi motor, la razón por la que me levanto. A veces me preguntan, ‘¿tía usted me ama?’ y yo les digo ‘más que nada en el mundo’. Lo que yo quiero es que se sientan acogidos y queridos. Que se sientan importantes en el mundo” expresa emocionada. Cuando le preguntan sobre el futuro que espera para la educación en Chile, con convicción, lo primero que dice es que su sueño es tener una educación gratuita y de calidad, como la que ella le entrega a sus alumnos. Está más que consciente de la desigualdad a la que sus niños se enfrentan en comparación a aquellos que tienen más oportunidades , y es crítica al respecto: “ La realidad de Chile es que hay niños de familias terriblemente poderosas que están haciendo uso de recursos que deberían tener los niños que realmente lo necesitan”.  *Este artículo fue publicado originalmente en Pousta.com , producido y editado por Juan Cruz Giraldo. Escrito por Laura Fernández Mena.

  • Educados, acomodados, pero sin hijos: la nueva decisión masculina

    Chile vive un retroceso sin precedentes en su tasa de natalidad. Y no se trata únicamente de mujeres que aplazan o renuncian a la maternidad: también hay hombres profesionales, económicamente estables, que podrían formar una familia pero eligen no hacerlo. Algunos toman medidas drásticas, convencidos de que la paternidad ya no es parte de sus proyectos de vida. Francisco Rojas tiene 60 años, es empresario, es de Rancagua y vive solo. No por accidente, sino por decisión. Nunca quiso formar una familia ni ser padre . Lo pensó largamente, lo comparó con las vidas ajenas, la de sus padres, la de su hermana, la de algunos colegas, y entendió que no quería esa historia para sí. “En mi caso tampoco llegó el amor”, dice sin dramatismo. “Así que opté por hacerme la vasectomía”. La elección no fue impulsiva. Le tomó años de reflexión. Y cuando finalmente la ejecutó, supo que era para siempre. Hoy lo dice sin titubeos: no se arrepiente. “Me operé para no tener hijos, ya que este mundo me parece muy complejo, muy duro. Para uno que ya tiene cierta edad, y sobre todo para los niños, es un lugar hostil”. Francisco encarna a un grupo pequeño pero persistente: hombres que, con plena conciencia, deciden apartarse del mandato de la paternidad. Francisco recuerda sus años de juventud, cuando todavía no había decidido renunciar a la paternidad. Habla de una mujer a la que imaginó como esposa, pero el plan nunca se concretó. “Tuve un amor, pero no seguimos pololeando y, bueno, no hubo matrimonio”. No adjudica su decisión a esa ruptura. El verdadero motor, asegura, fue el miedo. Tras aquella relación, no cerró la puerta a conocer otra compañera, pero la idea de ser padre lo paralizaba. “Quise ser responsable. Si llegaba una nueva conquista, yo no iba a traer un hijo al mundo. Para ser papá hay que tener mucha paciencia, pasta de padre. Y yo, en lo personal, tenía miedo… miedo a ser papá”. Francisco dice que el mundo no es un lugar para traer niños. Habla de la inseguridad, de la violencia, de la incertidumbre económica. Y asegura que con su decisión ganó algo que valora más que nada: tranquilidad. Hoy vive con dos perros y una rutina apacible. “Yo llego a mi casa, cierro la puerta, veo televisión, cocino para mí y mis perritos. Pero ya el hecho de salir de la casa y volver es una bendición. Imagínate lo que sería estar con la preocupación de que un hijo salió, no volvió, o se está tardando en llegar”, reflexiona. La natalidad en descenso Chile figura entre los países con menor tasa de natalidad del mundo: ocupa el puesto 222 de 236 en el ranking global. La tasa global de fecundidad es de 1,16 hijos por mujer, un promedio muy por debajo del necesario para el reemplazo generacional. Durante mucho tiempo, el foco de la discusión ha estado en las mujeres: los costos del embarazo, la precariedad de la legislación en torno al pre y postnatal, la brecha salarial, la dificultad para conciliar maternidad y trabajo. Sin embargo, los hombres también empiezan a rechazar la idea de la paternidad. Las razones son múltiples: inseguridad, inestabilidad económica, el deseo de priorizar la realización personal. Hoy las mujeres aplazan la maternidad hacia los 33 o 40 años, después de alcanzar cierta estabilidad o cumplir objetivos personales. Los hombres, por su parte, tienden a postergar la paternidad más allá de los 35. Según el último estudio del Instituto Nacional de Estadísticas (INE), esa tendencia no deja de crecer. Según Camilo Díaz, psicólogo de la Universidad Diego Portales , la postergación de la paternidad suele estar ligada a una búsqueda de estabilidad. “Tomar una decisión tan significativa como pensar en ser padre implica un cambio radical en la vida de las personas. Y hay que situarlo en el contexto en que vivimos: un sistema neoliberal. En ese marco, se tiende a pensar que ciertos ámbitos deben estar resueltos antes de dar el paso: lo económico, lo laboral, lo de pareja. Son factores que influyen en la paternidad, pero también en quienes no tienen hijos, porque esperan esa misma estabilidad”. El psicólogo añade que los valores sociales de hoy están orientados hacia otras formas de realización personal: experiencias de vida, logros profesionales, independencia económica, riqueza material. Aspiraciones y paternidad Álvaro Céspedes, un joven de 27 años de Las Condes, egresado de Ingeniería Civil, se niega a convertirse algún día en padre a pesar de haber logrado la independencia económica. “Tengo metas y sueños personales que no van compatibilizados con ser padre” dice.  El ingeniero señala que a pesar de que él viene de una familia numerosa de siete hermanos, él está seguro de su decisión ya que afirma que los tiempos de antes cuando sus padres decidieron tener hijos, no es la realidad en la que él vive: “Mis padres tuvieron familia en un contexto totalmente distinto del que se está viviendo ahora. La economía era muy distinta, la seguridad era muy mucho mayo, ahora la violencia se está viendo todos los días, sobre todo acá en Santiago”.  Cristián Allendes, 26 años, egresado de derecho, vive en La Reina, también se suma a la decisión de no llevar el modelo de familia tradicional ya que él considera que el tiempo es valioso y le gustaría seguir perfeccionándose en su profesión. “El tiempo que uno tiene que dedicar a los hijos es bastante y ese mismo tiempo se puede dedicar a desarrollarse profesionalmente o a estudiar”.  Por otra parte, Andrés Salaya de 64 años (Machalí, VI Región) hace una reflexión de lo que le ha implicado llevar una vida sin el rol de ser un padre biológicamente, pero sí una figura paterna para sus sobrinos: “He vivido una vida más libre, con menos obligaciones respecto de hijos, pero me he implicado y comprometido con mis sobrinos en distintos niveles y áreas de su desarrollo. No son mis hijos, pero en numerosas ocasiones debí ocupar el rol de un padre para su beneficio directo”, relata.  Vejez sin descendencia Andrés hace un llamado a los jóvenes que tienen pensado ser padres “Es una responsabilidad y compromiso verdadero, si deciden ser padres en un futuro, a mediano o largo plazo. Ser padres es para siempre, no solo por un par de años o momentos, y si no hay compromiso con esa responsabilidad o, incluso, si no tienen las condiciones materiales y emocionales para asegurar el buen desarrollo del menor, tal vez sería mejor plantearse no tener hijos. Si los tienen, se la deben jugar a fondo y con disposición plena a entregar mucho compromiso y amor de verdad” relata. Francisco asegura que no se arrepiente de su decisión y que proyecta su vejez sin ser carga de su prójimo. “Me veo no dándole problemas a nadie. Para eso tengo mi pensión, creo que con lo que tengo ahorrado puedo tener una vejez tranquila. Avanzar en la vida, y no andar transmitiendo problemas o situaciones a los demás, por el contrario, yo trato siempre de llevar una vida feliz y ayudar a los demás”, manifiesta.

  • Los colores de chile

    Estas son las historias de una nueva generación de chilenos: niños que en sus casas escuchan ritmos exiliados y relatos de huidas. Son herederos de memorias de desarraigo, pero no las cargan como un lastre. En Chile estos pequeños corren, estudian, inventan el idioma de su propia infancia. Y mientras levantan aquí sus sueños, obligan al país a mirarse en ellos y aceptar que la identidad no nace de una sola raíz, sino de un entramado de muchas. Fotos de Valentina Bird Timoteo  (8) tiene la piel negra como la tierra húmeda, los dientes brillantes y los ojos oscuros. “ Soy chileno de corazón ” , dice. Es, efectivamente, un niño nacido y criado en Santiago. Fue el primero de su estirpe en llegar al mundo con cédula chilena, aunque en la memoria de sus padres todavía resonaban los sonidos lejanos de Puerto Príncipe: el trino de los jilgueros, el ruido del mar y el murmullo grave del creole.  Lo que él sabe de Haití, lo que ha aprendido a través de las historias de los grandes, se contrasta con ese paraíso. “Allá queman casas, hay mucha delincuencia, mueren muchas personas”, dice. Y su voz inquieta, llena de energía y color, se desvanece cuando habla de lo que vivió su familia. “Para ellos venir a Chile fue muy difícil”, cuenta. Timoteo y Stanley dicen que aman las empanadas, la simpatía de sus vecinos y los parques verdes de Santiago. Timoteo  estudia en el colegio San Alberto de Estación Central , una institución que desde 2017 comenzó a recibir un número creciente de estudiantes migrantes. Dos años más tarde, en 2019, cuando la población extranjera en Chile aumentó un 19,3% respecto al año anterior, el colegio decidió definirse como intercultural. Desde entonces han implementado programas de integración, un taller semanal de español y un registro detallado de las nacionalidades de sus alumnos, el tiempo que llevan en el país y la forma en que ingresaron. Hoy, el 61% de su matrícula corresponde a niños migrantes, mientras que el 39% restante son chilenos, ya sea de padres nacionales o extranjeros. En el recreo el patio se llena de niños y de tantos otros tonos de piel: diversas tonalidades marrones, ámbar, canela y ébano brillante. Hijos de Venezuela, Perú, Haití, Bolivia, Colombia, pero sobre todo, hijos de Chile, porque han nacido aquí o porque en este suelo han aprendido a caminar y pronunciar sus primeras palabras. En este patio de cemento nadie se pelea por fronteras y las historias del continente entero se cruzan en el camino de la educación. Stanley  tiene ocho años y una forma de hablar pausada y correcta, cuida cada palabra que pronuncia. Cuando sus compañeros dudan con alguna expresión en español, él se ofrece como traductor. Domina el idioma de su tierra, pero también la lengua de sus padres y abuelos. Le gusta la historia y no duda en decir que su personaje favorito es Arturo Prat. Ha viajado a Paine y Valparaíso, destinos que lo entusiasman más que la capital. Se maravilla con los árboles frondosos que descubre en cada visita.  Habla con calma sobre Chile: aquí se siente seguro, cuenta, con una libertad que sus padres no conocieron en Haití, de donde salieron obligados por la inseguridad y la falta de trabajo. “Me dicen que pasan cosas malas, piensan que me puedo asustar”, reconoce Stanley, bajando la mirada. Sus padres casi no le hablan de Haití; apenas confiesan que lo extrañan, pero nunca mencionan si desean volver. Stanley, en cambio, lo tiene claro: no quiere conocer el país en el que nacieron sus ancestros. Ben Phael tiene ocho años y tampoco quiere conocer Haití. Cuando se le pregunta si, quizás al crecer, le gustaría visitar el país de sus padres, responde con firmeza: no. Ha escuchado de ellos que “hay mucha violencia allá”. Raíces con historia Maranatha  (26) llegó a Chile hace 9 años, cuando era una adolescente. Dejó a Haití con la ilusión de empezar una nueva vida aquí. Dice que extraña la playa y el sabor de las frutas, en especial la del mamoncillo, un cítrico caribeño que es dulce y ácido al mismo tiempo. Hace siete años trajo al mundo a María , una niña nacida y criada en Chile, que cuando grande quiere ser profesora. La pequeña sabe sobre Haití por las historias que cuenta su madre:  “Ella quiere ir a Haití, para visitar mi ciudad y conocer a su abuela”, dice la mamá. Pero asegura que aquí son felices y que en Santiago han construido un hogar. “María es puro  chilena”, agrega la mujer. María junto a su mamá, minutos antes de salir al escenario para bailar música de Rapa Nui. Para el Día de la Chilenidad, María llegó al colegio con un vestido de flores que le cubría hasta los tobillos y una corona de pétalos en la cabeza. Caminó de la mano de sus compañeros hasta el patio, donde la esperaba la música de Rapa Nui. A su alrededor, otros niños lucían trajes típicos del norte y del sur, recreando con telas y colores la diversidad del país. Desde las gradas, los padres seguían atentos cada movimiento, orgullosos, con los celulares en alto para no perder detalle. Cuando sonó el himno nacional, todos niños y adultos, se pusieron de pie. Algunos, con la mano en el corazón, cantaron con la solemnidad de quien entiende que en ese coro compartido también se ensaya un futuro común. Solfanny, de 10 años, dice que se siente chilena y venezolana. Es una de las mejores alumnas de su clase y cuando grande quiere ser doctora. Solfanny  tiene diez años y habla con devoción de Puerto La Cruz, Venezuela, la ciudad donde nacieron y crecieron sus padres, y los padres de sus padres: la abundancia de árboles, el perfume de las flores y el resplandor de los mares que rodean el pueblo. Habla con propiedad, como una conocedora, de la historia del lugar, de su clima, de su gente. En su colegio, adornado con guirnaldas y banderas chilenas, Solfanny cruza el pasillo con un pomposo traje de huasa  y se prepara para bailar cueca. Lo hace con destreza y gracia. Su presentación es impecable, tan prolija como el promedio 6,0 que mantiene en clases. “Me siento chilena y venezolana”, dice con ternura. Su madre, Orianna, la mira orgullosa. Ve en ella a una niña que crece en Chile con alegría, dejando atrás las memorias de la huida de su familia: el escape de Venezuela, la estadía en el Perú, el miedo de volver a migrar antes de instalarse aquí, en Santiago. Hoy, Solfanny habita un hogar en construcción, aunque su madre confiesa un anhelo persistente: “Queremos volver y que las niñas (Sol y sus dos hermanas) vayan con nosotros. Como están las cosas hoy es imposible, pero no perdemos la esperanza”. La historia de Solfanny encarna la paradoja de toda una generación: niños que nacen y crecen en Chile, que aquí levantan sus sueños y amistades, pero que en el corazón llevan una herencia que los llama desde larga distancia . Con el pasado allá y el futuro acá, estos nuevos chilenos reinventan la patria con la certeza de que la identidad no nace de una sola raíz, sino de muchas. Danna, hija de madre venezolana y padre colombiano, tiene cuatro años y en el acto escolar bailó una danza del norte con un vestido amarillo.  Es una niña alegre, de sonrisa amplia y ojos brillantes. Su mamá, Betania, dice que aunque el resto de sus parientes están lejos, han formado una familia con sus amigos del barrio, la mayoría migrantes.  Tatiana tiene cuatro años y es chilena. Su nacimiento aquí no fue un accidente, sino un plan para salvarle la vida. Arturo, su padre, es colombiano y vivía en una de las ciudades más violentas del Valle del Cauca, a pocos kilómetros de Cali. Cuando su mujer y él supieron que estaban esperando a la niña, decidieron moverse para darle un futuro distinto.  “Yo no quería que mi niña creciera viendo muertos en las calles”, recuerda. Primero fue él el que salió de Colombia. En 2020, tomó un bus hacia Lima y, desde allí, otro más al norte de Chile. El último tramo lo hizo a pie. La voz se le quiebra cuando piensa en esa travesía:  “era quedarse allá y morirse de hambre, o intentar tener suerte aquí”. Caminó tres días y durante esas jornadas no comió, ni tomó agua. Se escondió de la policía tapándose con la misma arena del Atacama y se sacudió el frío de las noches caminando más. Llegó a Iquique y allí lo esperaba una tía, con la promesa de que en la copia feliz del Edén encontraría trabajo. No pudo mover las piernas por una semana. A los meses llegó su mujer agarrándose la panza, sobreviviendo al mismo recorrido. Tatiana nació en la ciudad costera y fue recibida por una médico chilena. Es la primera y la única de su familia en tener un rut.  Ahora viven en Santiago, la niña asiste al colegio y el papá trabaja descargando camiones. Arturo cuenta que sale de madrugada y vuelve cuando Tatiana está durmiendo. Y aunque no puede compartir mucho con la niña por los horarios laborales, dice que vale la pena. “Yo trabajo por ella y verla hoy, que es la mujer más feliz del mundo, es mi recompensa más grande” . Valeska (8) se muestra tímida, pero sonríe con sus dientes de leche. Su familia es de Bolivia, ella nació en Chile. Cada noche escucha historias relatadas por su hermana mayor, en donde le cuenta como es Bolivia y la vida que tenían antes de llegar a Santiago.  La joven y su padre anhelan volver a Bolivia, él ya está viejo y quiere pasar sus últimos años allá, pero Valeska no, le gusta estar en Chile. Cuenta que adora el pollo con arroz y los parques que se levantan a lo largo de la ciudad.  El himno de la educación Gianina Valenzuela (50) lleva 28 años trabajando en el colegio, al que también asistió como alumna. Ha sido observadora y testigo de los cambios que ha vivido la institución. Es una mujer de voz firme y trato tierno, y cuenta que lo más difícil de enseñar en un colegio intercultural es adaptar la metodología a salas tan diversas. Sin embargo, para ella lo esencial siempre estuvo en otro lugar: “Lo primero, y a lo que creo que me aboqué, más allá de las diferencias de lenguaje, fue a que los niños se sintieran felices”, dice. Relata que muchos de sus estudiantes ingresaron al país por pasos no habilitados, en travesías a pie que dejaron huellas profundas. “Algunos llegaron sin equipaje, porque en el camino les robaron la ropa y todas sus pertenencias. La mayoría llegó con miedo. Mucho miedo”, recuerda. Su respuesta fue empatizar. “Quise que aquí encontraran un lugar seguro, en el que se sintieran bien, donde pudieran compartir sus experiencias y ponerle nombre a sus emociones, que verbalizaran lo que sintieron”. Entre los niños que cruzaron la frontera, las historias se repiten: noches heladas que calaban los huesos, el temor de quedar al cuidado de desconocidos mientras los padres quedaban atrás, y ese pánico que brotaba durante el trayecto de no volver a verlos. En los niños chilenos, hijos de migrantes, los relatos también comparten un hilo común: la soledad. Con los padres trabajando todo el día, muchos quedan a cargo de hermanos menores, aprendiendo a cocinar y a cuidarse solos, porque no les queda otra. "Estos niños son parte de nosotros, ya son parte de nuestra historia, y eso es una realidad, no va a desaparecer con los discursos de odio”, dice la profes Gianni. Daniela Orellana (28) es profesora de educación básica y llegó en 2022 al colegio San Alberto. Para ella, conocer de cerca la migración y lo que aporta es enriquecedor. Pero reconoce que existe un vacío desde el Estado en materia de inclusión: “Las políticas son carentes o nulas. No lo han visto todavía como una problemática de la que deben hacerse cargo”. Lo explica con convicción: “El desafío es hacernos cargo: avanzar hacia la multiculturalidad. No basta con que las diversidades convivan; hay que integrarlas. Hoy, la mayoría de los contenidos siguen enmarcados en un estándar chileno, sin considerar cómo sumar realmente a los niños de distintos orígenes”. Aunque cada vez es más común para las familias convivir con personas migrantes, Daniela observa diferencias en la participación: “En las reuniones de apoderados siempre son las familias chilenas las que más hablan, mientras que las haitianas se mantienen al margen. Me da la sensación de que se sienten ajenos a todo, quizás por el discurso de odio al que han estado expuestos desde su llegada”. María José Maldonado, profesora de Inglés y encargada del departamento de interculturalidad, avisa que el Ministerio de Educación (Mineduc) no se ha hecho cargo de este proceso. “No existe una preparación completa para escuelas como la nuestra. Siempre se habla mucho desde la teoría, pero en la práctica hay muy poca la información desde el Mineduc. Ni siquiera hay adaptaciones curriculares. La responsabilidad queda en una decisión de cada colegio sobre cómo integrar a los pequeños”. Estos niños crecen entre tequeños y sopaipillas, recorridos de micro y los recuerdos de mares caribeños que cuentan sus padres. Aprenden a hablar entre historias de exilio y sueños de futuro. Ya son parte de la historia de Chile, aunque muchas veces el país aún no los reconozca del todo.

  • ¿Qué tan pedropascalizados estamos?

    Pedro Pascal no solo es el actor del momento, también es el rostro de una nueva forma de ser hombre: más sensible, lector, abierto a hablar de salud mental y activismo. Pero… ¿esto es realmente un cambio o solo una moda? Hablamos con un psicólogo experto y con varios chilenos de distintas edades para entender cómo están cambiando (o resistiéndose a cambiar) las masculinidades hoy. Y las respuestas son tan diversas como impactantes. En 2024, la prestigiosa revista Men’s Health  encendió una conversación que ya venía gestándose en redes sociales, en universidades, en grupos de terapia masculina y en sobremesas familiares. La portada no mostraba músculos tensos ni miradas rudas: era Pedro Pascal, el actor chileno que ha conquistado Hollywood con papeles complejos y carisma dulce. Pero más allá del estrellato, lo que destacó la revista fue su papel como símbolo de una nueva masculinidad. Una que es tierna, lectora, reflexiva y socialmente comprometida. La publicación argumentaba que Pascal está desafiando el machismo y estableciendo un nuevo ejemplo para los hombres latinos. A algunos les pareció una afirmación exagerada. A otros, un reflejo de los tiempos que corren. La pregunta que subyace es profunda: ¿Estamos frente a una reescritura real de la masculinidad o simplemente ante una moda pasajera? ¿Qué tan dispuesto está el hombre contemporáneo —en especial el latinoamericano— a repensarse? Pedro Pascal fue elegido por la revista Men's Health como el nuevo hombre. La publicación destacaba en 2024 su rol en el quiebre de los estereotipos. Decía que el actor chileno es un nuevo ejemplo para los hombres latinos. Un nuevo guion para "ser hombre" Pedro Uribe, psicólogo chileno, especialista en género y director del colectivo Ilusión Viril , lo plantea con claridad: “Estamos atravesando una transición en torno a las masculinidades. Hay una redefinición de lo que entendíamos por ‘ser hombre’. Los hechos históricos que hemos vivido recientemente —como el estallido social o la pandemia— han desafiado nuestra cultura, y cuando eso ocurre, también se cuestionan los significados que le damos a las cosas”. Según Uribe, estas transformaciones no son meramente discursivas: “Hoy, la cantidad de hombres que asisten a terapia es la más alta registrada. Vemos también un aumento sostenido en las solicitudes de vasectomías. Estos son indicadores tangibles de una mayor conciencia sobre la salud mental y reproductiva”. Pero, como todo cambio profundo, este no es lineal. Hay avances y también resistencias. Un estudio publicado en 2023 por La Vanguardia   reveló que uno de cada cinco jóvenes españoles es más machista que su propio abuelo. Este fenómeno, lejos de ser marginal, evidencia un retroceso preocupante en generaciones que se asumen “despiertas” o “progresistas”. Uribe lo explica como un efecto colateral del cambio cultural: “Cuando las estructuras tradicionales se ven amenazadas, muchas veces se produce una reacción contraria. Algunos hombres, en lugar de adaptarse, se atrincheran en formas más rígidas y agresivas del machismo. Es una forma de resistencia ante el avance de los derechos sociales”. Este panorama muestra que el concepto de masculinidad hoy es un territorio en disputa. La figura de Pedro Pascal, con su mezcla de sensibilidad, humor y activismo, se vuelve disruptiva precisamente porque encarna lo opuesto a ese machismo reactivo. No se impone desde la fuerza, sino desde la vulnerabilidad y la empatía. Voces desde Chile En ausencia de Pedro Pascal, conversamos con distintos hombres chilenos para entender cómo viven ellos esta transición. Las respuestas, diversas y a veces contradictorias, ilustran el estado actual del debate. “Yo he cambiado como hombre en los últimos años: soy más reflexivo, me he vuelto más sentimental y empático”, dice Patricio Trigo, de 68 años. Óscar Franco, de 39 años, cuenta que creció bajo el mandato de la fortaleza: “A mí me enseñaron que ser hombre era sinónimo de no llorar, de no mostrar debilidad, pero ya no creo eso: yo soy un osito sensible”. En el otro extremo, Vicente Espinosa (33) pone en jaque incluso la necesidad de definirse en términos binarios: “No me acomoda decir que soy hombre, prefiero identificarme como persona”. Su perspectiva refleja una mirada post-identitaria, más común entre generaciones más jóvenes o en círculos queer. Pero no todos los testimonios hablan de cambio. Rodrigo Espinoza (32) es tajante: “Los chilenos no hemos cambiado nada: entre nosotros nos tratamos con violencia o con burlas”. Alejandro Mejías (23) apela a su fe como brújula de masculinidad: “Para mí, ser hombre significa ser tal cual como Dios me creó. Él me guía y me dice el hombre que debo ser”. Claudio Sáez (36) expresa una sensación de pérdida y persecución: “Se han perdido los valores que nos enseñaron nuestros abuelos. La tenemos difícil, se nos juzga por todo”. Esta visión es común en discursos que sienten que el feminismo o los nuevos movimientos les “quitan algo”. Por último, Rodrigo Marambio (29) comparte una historia íntima: “Mi mamá me enseñó a ser hombre y tal vez por eso soy más sensible”. Lo que queda claro es que no hay una única respuesta. Ser hombre, hoy, es una identidad que se moldea en la fricción entre el pasado y el presente, entre la tradición y la transformación. Los discursos conservadores suelen apelar a una idea esencialista del hombre, asociada a la fuerza, el liderazgo y la autoridad. En cambio, las nuevas miradas —como la que encarna Pedro Pascal— apuestan por una masculinidad afectiva, que se atreve a dudar, a llorar, a pedir ayuda. El fenómeno de la “pedropascalización” no es, en sí mismo, la solución. Es apenas una figura visible que ayuda a desestigmatizar otras formas de ser hombre. Como todo símbolo pop, puede ser adoptado de forma superficial o profunda. Lo relevante es que está sirviendo de excusa para abrir conversaciones incómodas pero necesarias. "La masculinidad no se define en una revista ni en una red social. Se construye todos los días, en las decisiones cotidianas, en los afectos, en los silencios y en las palabras", dice el experto.

  • El nacimiento de una nueva muerte

    En un país donde la muerte suele vivirse como un trámite silencioso y apresurado, emergen nuevas formas de despedirse con sentido. Funerarias alternativas, doulas del final de vida y rituales personalizados invitan a pensar el adiós como una celebración de la existencia. Entre flores, árboles nativos y playlists elegidas por quien parte, cada vez más chilenos se atreven a imaginar su propio funeral y a hablar en voz alta sobre lo único seguro que tenemos: la muerte. Recuerdo el primer funeral al que asistí como si hubiera sido esta mañana. Una salita al lado de una iglesia, luz blanca fluorescente, sillas rígidas, gente que hablaba bajito. Yo tenía unos ocho años y me explicaron, sin mucha pausa, que la Nena se había ido al cielo. Nada en ese escenario hablaba de ella. Ni de su risa, ni de su humor de señora vasca, ni de lo detallista que era. Nadie se animó a contar nada suyo, y yo, que no entendía de formalidades pero sí de decir adiós, le susurré un tierno “sé que nos volveremos a encontrar”. Lo dije para ella, pero también para mí.  En medio del vértigo cotidiano, la muerte, ese acto tan cargado de sentido y profundidad, se ha convertido en una molestia logística más que en un proceso natural que merece ser vivido y elaborado. ¿Cómo quieres que te recuerden? ¿Con esa canción que siempre te gustaba bailar o con la que lloraste tus penas más profundas? ¿Que se vistan de colores o que lleguen de punta en blanco? Y para la ceremonia, ¿prefieres la foto de aquel verano en la playa o la espontánea que te sacaron tus amigos? ¿Tu descanso final: en un ataúd cubierto de flores o volando libre en tu lugar favorito? Esta semana intenté incluir esas preguntas en mis conversaciones cotidianas, pero rara vez fueron bien recibidas. Bastaba pronunciarlas para que aparecieran gestos de extrañeza, silencios incómodos o un cambio inmediato en la energía. Hablar de la única certeza que tenemos en la vida -la muerte- parecía romper un pacto tácito de no incomodar. Esa resistencia, ese silencio, me hizo pensar en lo poco que sabía sobre cómo los chilenos vivimos (o evitamos) nuestra relación con la muerte. Fue ese vacío el que me empujó a investigar y a querer entender más. Afortunadamente, sí hay personas que decidieron abrir esa puerta sin miedo y acompañar a otros en el tránsito final. Doulas que ayudan a cruzar el umbral con compasión, funerarias que piensan en despedidas como rituales íntimos y memorables y proyectos que hacen del adiós una forma de contar la historia de quien se va. Puede que la muerte siga siendo un tabú, pero hay quienes están aprendiendo a llevarla, nombrarla y a volverla un lugar un poco más habitable. Activistas de la muerte La doula de fin de vida suele acompañar desde aproximadamente cinco meses antes del fallecimiento, hasta el momento en que la persona muere. Idealmente, el vínculo comienza cuando el paciente aún está consciente y en condiciones de trabajar en el rescate de su legado personal. “La gente  olvida que hay una persona, es una biografía la que está falleciendo. No es un cuerpo biológico”, comenta Bárbara Soto quien es doula y enfermera. Su labor consiste en ayudar a quien está en proceso de morir a resignificar su vida y transitar una muerte con dignidad y compasión, al tiempo que brinda alivio emocional a los familiares. “La gente sí quiere hablar de la muerte, lo que pasa es que no tiene la instancia de hacerlo y no lo quiere hablar con su familia”, comenta Soto quien en conjunto a otras doulas ofrecen un “Café de la muerte”, una instancia de conversación profunda, íntima y sin tabúes sobre la partida.  Las doulas en Chile son relativamente recientes, Bárbara comenta que hace algunos años partieron siendo solo 5 y hoy son más de 100,  gran parte profesionales ligadas al área de la salud. Hoy cumplen un rol de activistas de la muerte, teniendo una función destacada en naturalizarla y reconocer las voluntades anticipadas. Estas últimas corresponden a las decisiones intransables que una persona puede dejar por escrito: desde aspectos relacionados con su salud, con quién quiere pasar sus últimos momentos, cómo quiere que sea su funeral, hasta si prefiere que sus redes sociales permanezcan activas o sean eliminadas. Al compartir esta información con la familia, comienza un proceso de sensibilización que permite entender la importancia de hablar sobre la muerte para dejar de temerle. Este no es un servicio remunerado. “Hay un debate ético en torno a cobrar por esto. Es una decisión personal”, explica. Atiende a sus pacientes dos o tres veces por semana y, en cada sesión, puede pasar hasta tres horas conversando con ellos Hace unos días, María Isabel, la abuela de una amiga que acaba de cumplir 74 años, me contó que tiene escrita su voluntad anticipada. Dice que no le teme a la muerte; para ella, así como el nacimiento es un paso hacia la vida, la muerte es simplemente otro. “Siempre ha estado a mi lado, creo que tenemos una especie de amistad en que ella me va a respetar cuando llegue mi hora”. En cuanto a la ceremonia, desea que su cajón sea pintado con flores antes de ser cremada, y enfatiza que solo está permitido llorar cuando se escuche el aria “E lucevan le stelle”  cantada por Pavarotti. Después del duelo, quiere que la ceremonia sea una celebración de su vida. Bárbara me preguntó si ya tenía escrita mi voluntad anticipada. La verdad es que no. Nunca me he sentado a escribir seriamente sobre mi muerte, pero su pregunta se quedó ahí, dándome vueltas. Me obligó a imaginar un funeral que aún me cuesta visualizar, porque me siento joven todavía. Pero si pudiera elegir, quiero algo sencillo. Idealmente al aire libre, rodeado de flores y con lecturas que le hagan cosquillas al alma de quienes vayan. Lo que más me importa es que sea una fiesta, que mis amigos por fin usen esa ropa que llevan años guardando “para una ocasión especial” y que celebren con lo que más me gustaba: comer bien y reír fuerte. Que lloren, sí, pero ojalá mientras se ríen. Y si va a ser en mi casa, que lo sea con todos los permisos: pueden prender todas las velas que acumulé sin usar, llevarse la revista que más les guste de mi colección y quedarse hasta tarde, como cuando no queríamos que se acabara la noche. Celebrar la última fiesta En Chile, según el último Estudio de Mercado Fúnebre elaborado por la Fiscalía Nacional Económica, existen más de 850 funerarias, 400 cementerios y 17 crematorios distribuidos a lo largo del país. El informe revela que el costo promedio de un funeral completo supera los dos millones de pesos, y que un 36% de las personas elige estos servicios por recomendación de alguien cercano, mientras que apenas un 12% lo hace por internet. A pesar de esta amplia oferta, la experiencia sigue siendo percibida como impersonal, rígida, marcada por el protocolo. Cambian los féretros, pero el guión se repite:salas velatorias sin alma, discursos que no dicen nada, flores artificiales y música neutra. La muerte, con toda su carga emocional y simbólica, suele reducirse a un trámite frío y distante. Ante esa carencia de sentido y calidez, surge Petra , una funeraria que busca celebrar la vida a través de experiencias y objetos fúnebres. Ofrecen un acompañamiento en la creación de una despedida única y auténtica, ya sea para ti o para un ser querido. Esta planificación en sí misma abre espacios para hablar de la muerte. Luisa Prieto, una de las fundadoras, destaca que su objetivo es acompañar y hacer el entorno relacionado a la muerte una experiencia más agradable. Esto permite que, poco a poco, las nuevas generaciones no asocien los funerales con recuerdos traumáticos. “La idea es volver el espacio más hogareño, más natural, para que estar ahí sea una experiencia más amable. Al final, esa sensación transforma tu relación con la muerte. El día de mañana, tu hija no recordará un velorio donde todos estaban en silencio, inmóviles, sino un lugar donde pudo habitar la despedida con sentido”, comenta Prieto. “Al contar que tengo una funeraria a la gente le produce rechazo, pero después, una curiosidad inmediata. Las personas están ávidas por hablar de la muerte, es como un botón que tienen escondido, como que socialmente no quieren hablar, pero basta que alguien ponga el tema para que la gente se te acerque silenciosamente y después lo hable en voz alta”, agrega. En redes sociales, la recepción del proyecto fue inmediata y dejó en evidencia la necesidad de servicios funerarios más íntimos y personalizados. Decenas de personas comentaron con entusiasmo y alivio ante la propuesta de Petra, celebrando su enfoque distinto. “Se vino a mi cabeza el funeral de Mr. Big, cuando Carrie buscaba un lugar precioso y diferente para el funeral y no encontraba nada, y llegó a una galería de arte preciosa, totalmente blanca”, escribió una usuaria. Otra comentó: “No quiero morir, pero qué tranquilidad que exista @petra.funeraria. Muchas flores para ustedes”. Algunos incluso lo tomaron con humor: “Putting the fun in funeral”, mientras que otros fueron más tajantes: “Dejo constancia en esta red social que cuando muera, quiero que Petra se haga cargo. He dicho.” Vuelta a casa Muchas personas hemos fantaseado con volver completamente a la tierra, reincorporarnos a la naturaleza y sentir, de alguna manera, que el ciclo puede volver a empezar, pero esta vez de forma diferente. Con esa idea en mente, Bio Funeral, una empresa que funcionó como funeraria convencional durante más de 22 años, decidió en 2019 reorientarse hacia los biofunerales. Desde entonces, han realizado 329 ceremonias, ofreciendo urnas biodegradables fabricadas con maderas no tratadas y géneros naturales, además del servicio de Ánfora Árbol Nativo.  Pablo Sánchez, uno de sus representantes, explica que las cenizas se depositan en una bolsa de fibra natural que se transforma en la base nutricional de un árbol: “Es una forma concreta de volver a la tierra de manera digna, simbólica y regenerativa. Es ver cómo la vida continúa, cómo las raíces se afirman y cómo el recuerdo se convierte en bosque. Es un acto de amor que, en vez de contaminar, reforesta. Es un acto de continuidad, de arraigo y de belleza en medio del dolor”.  Desde su experiencia, observa una apertura creciente hacia formas de despedida más personales y coherentes con los valores de cada vida. Aunque el cambio es lento, dice, es irreversible. La pandemia dejó una marca imborrable: entendimos que la despedida importa y que la forma en que la hacemos también nos define. Hoy, muchas personas en Chile buscan rituales que celebren la vida vivida, que les permitan volver a la tierra y cerrar el ciclo de manera consciente. En palabras de Pablo, estamos viviendo una madurez colectiva al incorporar estos procesos. Si bien no todas las personas logran aceptar el duelo como una forma final del amor, como propone la escritora Rayne Fisher-Quann: “ el horror, el dolor y la pérdida no existen en oposición al amor, sino como una afirmación de él”;  instancias como las que recogemos en este reportaje permiten habitar esa tensión de otra manera: reconociendo que el dolor y la belleza pueden coexistir. Que, quizás frente a la pérdida, lo más humano es crear espacios que nos ayuden a sostener el amor, incluso cuando todo parece desmoronarse.

  • Finales imperfectos en la ciudad

    Diciembre de 2021. La ciudad no era la misma y nosotras tampoco. Pero allí estaban de nuevo: Carrie, Miranda y Charlotte, regresando en And Just Like That , casi veinte años después. Las conversaciones eran las mismas, ahora con más arrugas, nuevas pérdidas amorosas y menos anécdotas sexuales, aunque todavía en tacones. Eso sí, esta vez la ciudad estaba más callada. Veníamos saliendo de una pandemia y todavía quedaban restos de miedo en la piel y distancias obligatorias. Yo no había vuelto a tener sexo en la ciudad, ni en ningún otro lugar. Quizás por eso retomé el contacto virtual con mi propio Mr. Big. Porque sí, todas tenemos uno: ese hombre intermitente que desaparece cuando más lo necesitas , pero que siempre deja una puerta entreabierta para volver. Una puerta que, a veces, no queremos cerrar. O que, como en la serie, se convierte en ventana: aquella desde la que Carrie se despide de él, despeinada, en pijama, con un cigarro en la mano, diciendo: “Era libre, y no había nada exquisito en eso” . En su momento tomé nota, porque esa frase encierra una de las grandes paradojas de la modernidad: la libertad, por sí sola, nunca fue suficiente. Y, como Carrie nos recordó, tampoco es cómoda ni glamorosa. A veces, lo que más anhelamos es lo que más nos lastima. Y lo que nos protege puede ser lo que más nos adormece. Lo deseable no siempre es lo saludable. Vivimos en una época que exige coherencia a prueba de balas: que nuestras elecciones sean libres, conscientes, plenas, rentables, feministas, técnicamente impecables y, además, nos provoquen el mismo placer nostálgico que sentimos hace veinte años. Pedimos madurez, pero queremos que nada cambie. Por eso Carrie siempre fue una antiheroína incómoda . No por romper esquemas, sino por encarnar nuestras contradicciones: buscar amor y temer al compromiso, querer independencia y anhelar refugio. Su glamour era una armadura; el maquillaje y los vestidos de alta costura, una forma de cubrir fisuras que inevitablemente se asomaban. And Just Like That  no ocultó esas grietas: fue torpe, repetitiva, a ratos desesperada por agradar. Pero, como una amiga que regresa con sus defectos intactos, volvió para acompañarnos. Vía Gregory Littley Según declaraciones de Michael Patrick King, director de la serie, y de la propia Sarah Jessica Parker, esta tercera temporada fue la última: Carrie Bradshaw colgó sus tacones para siempre. Con el último capítulo emitido, se cierra el ciclo de And Just Like That , la secuela que llegó para recordarnos que la adultez, incluso en tacones, sigue siendo una coreografía llena de tropiezos. Mr. Big, el eterno galán, se despidió en el primer episodio de la primera temporada, con una muerte que fue más que un giro de guion: f ue la metáfora de un derrumbe íntimo , el desvanecimiento de un tipo de masculinidad tradicional que, en teoría, ya no deberíamos volver a buscar. Recuerdo la noche en que vi su muerte en pantalla. Como a Carrie, me pilló por sorpresa. Y es que la muerte nunca se espera, como tampoco esperaba volver a ver al mío. Esa noche, en uno de mis tantos intentos fallidos por terminar nuestra temporada, lo bloqueé de redes. A los meses le dediqué un texto para una revista con el mismo fin: decirle adiós. Pero no bastó. Cuatro años después, mientras la serie anunciaba su final, yo crucé el mundo hasta su país, Australia, para cerrar nuestro capítulo. “Hello, it’s me”, fue la canción que acompañó la despedida de Carrie a Big en el funeral. “Hello, it’s me”, escribió mi Mr. Big en su correo para acordar la cita. Paralelismos cinematográficos. Lo encontré en un café de Melbourne, trabajando desde su notebook. Sobre mis tacones, bajé siete escalones que condensaban los siete años que duró nuestra historia. Siete años: tiempo suficiente para una serie. Sex and the City  duró seis. Quiero que me digas todo, le pedí. Porque al igual que cuando alguien muere, una necesita escribir un final. Terminamos afuera de su auto. “Goodbye, Mr. Big”  fue lo último que pronuncié. Él sonrió y me abrazó, mientras todo su cuerpo temblaba. And just like that .  Era el fin, sin más. Porque las historias, tanto en la ficción como en la vida real, rara vez cierran bien. Ya en los capítulos finales de And just like that , vemos a una Carrie que se enfrenta a la idea de que su final no sea el que esperaba: la posibilidad de terminar a solas. “¿No te asusta pensar en lo que te pueda pasar por vivir en una gran casa sola?” le pregunta la joven que arrienda su antiguo departamento de soltera. Carrie queda reflexiva. Cuando viajé a Australia pensando en reencontrarme con el Mr. Big australiano, también me asaltó esa pregunta: ¿y si termino sola, sin él, en una gran ciudad del otro lado del mundo? La idea de terminar sin ese gran amor, el Big escrito con mayúscula, para el cual la sociedad nos enseña a esperar, especialmente a las mujeres, es difícil de desarticular, porque no requiere solo de una deconstrucción personal, sino que, sobre todo, cultural. En ese sentido, al instalar otros relatos en la cultura popular mediante series, contribuye a esa desarticulación que va cambiando el imaginario sobre el terminar sola. Ahora, no visto como una tragedia, sino como una posibilidad que merece ser contada. El tiempo de espera siempre es opaco, porque es el tiempo en que lo que uno desea no se está cumpliendo. Por tanto, no se trata de vestir de cinismo optimista ese tiempo, sino que de cuestionar el por qué esperamos lo que esperamos. Hoy los consumidores parecen esperar que toda serie sea una obra maestra, del calibre de Game of Thrones  (al menos, en sus mejores temporadas) o de cualquier otra producción con presupuestos millonarios y guiones milimétricamente pulidos. Queremos tramas impecables, diálogos memorables, giros calculados al milímetro y, además, que reflejen todos los matices de la realidad contemporánea sin un solo tropiezo. Quizás es el efecto colateral de vivir saturados de contenido: sentimos que nuestro tiempo es tan escaso que cada minuto de pantalla debería justificar la inversión. O tal vez es que hemos convertido el consumo cultural en una competencia —una especie de deporte olímpico del buen gusto— donde ganar significa haber visto “lo mejor” y poder opinar sobre ello con autoridad.  Pero hoy también se busca ganar en el amor, cobrando fuerza la psicología del rico : “no me suma”, “me hace perder tiempo”, “no me sirve”. Como si el amor sirviera para algo, reflexiona la psicoanalista Alexandra Kohan. Y es que el amor nunca ha sido terreno de ganancias, sino que de pérdidas, porque amar es asumir riesgos, por ende, es una experiencia más cercana a perder que a cualquier otra cosa. And just like that  perdió, porque tiene como trama el amor. Pero en el afán de ganar algo viendo lo que vemos, olvidamos que muchas de las historias que más nos han marcado no lo hicieron por su perfección, sino porque nos acompañaron en momentos concretos de nuestras vidas. Con la despedida de Carrie, Miranda, Charlotte, el fantasma de Samantha y las nuevas amigas, Seema y LTW, yo no espero mi final, sino que lo escribo, mientras Carrie enciende un vinilo y acepta su final sin pareja al son de Barry White. Nunca esperé que las chicas cumplieran mis expectativas; solo que estuvieran allí para sostener una copa de vino, encender un cigarro y compartir una lágrima incómoda. Al día siguiente de mi propio adiós a Mr. Big, me puse zapatos tan altos como los de Carrie, lo suficiente para elevarme —aunque fueran solo ocho o diez centímetros— por encima de mis miserias. Y caminé. Tropecé. Me levanté. También bailé. Porque la vida, como las series, no siempre está a la altura de nuestras expectativas, ni de nuestros zapatos, pero igual hay que ponérselos y salir a recorrer la ciudad. And just like that .

  • Soy autista y no lo sabía

    ilustración por Antonia Berger. “Eres una persona autista ”. Aquella afirmación abrió heridas nuevas y viejas, pero a su vez cerró más de una. La neuróloga dijo aquellas cuatro palabras sin ser consciente del tsunami que me recorría. Durante diecinueve años viví dentro del espectro autista sin saberlo. ¿Por qué no sabía? ¿Por qué nadie se dio cuenta? ¿Por qué los especialistas no se dieron cuenta? Era septiembre y el calor empezaba a ser sofocante. Llevaba semanas sin ir a clases. No podía levantarme de la cama, hasta respirar se me había vuelto una tarea difícil. Me dolía el corazón o tal vez el alma, no lo sé, pero algo dolía. Yo solo sabía llorar. Había caído en un cuadro depresivo otra vez. Nadie entendía por qué. Llevaba casi nueve años en tratamiento psicológico, las mejoras solo venían por temporadas cortas, pero la ansiedad y la depresión ya se habían vuelto parte de mí. Se creía que tenía algún trastorno de la personalidad, o tal vez del ánimo, algo crónico, pero no tenía un diagnóstico como tal.  Estaba en la consulta de mi psicólogo, sentada en el mismo sillón gris de siempre, envuelta por el olor de la taza de café que tenía en mis manos. Los psicólogos esperan que tú hables y dejes pedazos de tu memoria en su consulta, pero ese día yo no tenía ganas de hablar, así que él se vio obligado a rellenar el silencio . No le tomé atención hasta que empezó a contarme del espectro autista (EA). Él veía rasgos autistas en mí, él creía que yo era autista no diagnosticada. La nueva teoría era que mi autismo no estaba siendo tratado como se debía, lo que me estaba condenando a vivir dentro de un círculo repetitivo de tristeza.  Yo no sabía nada sobre el autismo y me estaban hablando sobre él. Nunca me ha gustado el no saber y me da miedo ser una persona ignorante, así que empecé a aprender sobre él. Lo primero que descubrí fue que las siglas TEA están mal . El autismo no es un trastorno, ya que no presenta alteraciones, ni desórdenes mentales, pero sí suele venir acompañado por ellos . La depresión, la ansiedad, el trastorno de déficit de la atención (TDAH), incluso trastornos de la conducta alimentaria (TCA), suelen presentarse en las personas autistas, y yo no me escapé de la regla. Siempre creí que algo estaba mal en mí, tal vez había nacido descompuesta, me sentía defectuosa. No entendía por qué a los demás les resultaba tan fácil hacer cosas que para mí eran casi imposibles, incluso dolorosas. Llegué a odiarme por no ser una persona funcional. Nunca lograba encajar y me enojaba por eso, porque no podía ser como los demás. Me sentía ajena a la sociedad, que no pertenecía a ningún lado y eso dolía. Duele. Vivía en un estado permanente de depresión. Mi psicólogo decía que todo eso iba a mejorar cuando supiéramos si es que tenía bipolaridad o trastorno límite de la personalidad. Yo quería confiar en él, quería recibir un diagnóstico, quería entender lo que me pasaba, quería entenderme Empecé el proceso de diagnóstico EA, para esto un equipo multidisciplinario de neurólogos, psiquiatras y psicólogos (también suele haber fonoaudiólogos y terapeutas ocupacionales), evalúo mi desarrollo como persona, diversas conductas mías que llamaban la atención, mi perfil sensorial, entre estas cosas. Se pidió la opinión de los terapeutas que me habían atendido años atrás, y ahora, de la nada, todos ellos veían rasgos autistas en mí. Todos concordaban con que yo podía ser autista, pero ninguno lo había mencionado antes. Me realizaron el ADOS-2, una evaluación que, junto a los informes psicológicos que habían escrito los especialistas, respalda y confirma el diagnóstico .  Según un estudio realizado el año 2021 en Santiago y publicado por la Universidad Católica,  la prevalencia del autismo es de 1 en 51, vale decir, cerca del 2% es autista. Los doctores opinaban sobre mí. Sobre mi cabeza. Creían que mi personalidad podría estar fragmentada gracias a los medicamentos. Decían que inconscientemente mi personalidad se moldeaba según los diagnósticos que iba recibiendo. Hablaban de mí como si yo no estuviera ahí, no me tomaban en cuenta, me dolía escucharlos, pero ellos eran los especialistas, había que escucharlos. Mientras buscaban un trastorno, yo me buscaba a mí misma en sus palabras, aún así, en esos momentos yo no tenía voz. A nadie le interesó lo que yo tenía por decir, lo que yo pensara, ni lo que yo sentía. El 20 de noviembre del 2023 recibí los resultados del ADOS-2. La última palabra la tenían esos papeles. Estaba nerviosa, quería que los resultados dijeran que era autista, que se acabara la incertidumbre, tenía miedo de que no fuera así. Tal vez nada iba a cambiar, pero iba a tener respuestas, la búsqueda iba a terminar. Entré en la consulta, la sala se me hacía un lugar frío, las sillas eran incómodas. Llegó la neuróloga y, sin rodeos, dijo que los datos demostraban que yo era una persona autista. No dije nada, no hice nada, no supe cómo reaccionar. Mi mamá hacía preguntas, no entendía desde cuándo tenía una hija autista y cómo es que ella no se había dado cuenta. Me dio la sensación de que se sentía culpable por no haberse dado cuenta. Tenía el informe que confirmaba mi autismo en mis manos. Con mis dedos repasaba las letras mayúsculas en negrita que indicaban mi diagnóstico. Sentía que en cualquier momento podían desaparecer, no sé por qué. Le tomé una foto. Si llegaban a desaparecer, tendría pruebas de que estuvieron ahí al menos. Quería contarles a todos que era autista, tal vez ahora las personas me podrían entender: me sentía libre, estaba feliz, me habían quitado un filtro de los ojos y ahora todo se veía distinto, empecé a entender cosas que llevaban una vida siendo inexplicables. Pero también estaba abrumada, me dieron los resultados que tanto había esperado, y eran los que quería, pero estaba llorando, no podía parar de llorar, no lo entendía. Lo había conseguido. Tenía mi diagnóstico, pero una pena desgarradora me estaba invadiendo. Me consumió y después vino la rabia. Grité, rompí cosas, odié a todos, estaba enojada con el mundo entero. Quería que me abrazaran. Yo quería abrazarme.  Soy autista, siempre lo he sido, pero yo no lo sabía. Antes, cuando no lo sabía, pensaba que estaba rota, tal vez sí lo estuve, pero ya no. Cuando me diagnosticaron, sentí dolor y compasión por mí. Un diagnóstico que ha venido acompañado de la soledad, miedo e inseguridad. Pero ahora que sé que soy autista me quiero mucho más, he empezado a conocerme de verdad, ahora me entiendo mejor, empiezo a perdonar por obligarme a encajar cuando realmente nunca he estado hecha para encajar y eso está bien.

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