Nunca había sido tan palestino
- Nicolás L. Awad
- 2 oct
- 7 Min. de lectura
Actualizado: 3 oct

La tierra se estrecha para nosotros. Nos hacina en el último pasaje y nos
despojamos de nuestros miembros para pasar.
La tierra nos exprime.
Mahmud Darwish
En la calle alguien me mira como si me conociera. “¿Paisano?” , me pregunta. Yo no sé qué responder.
Mi bisabuelo Abdón, Abdul o Abdel llegó a Chile desde Palestina en los años treinta. Figura con un nombre distinto en cada trozo de papel que nos dejó como herencia: pasaporte, certificado de nacimiento de mi abuelo, certificado de defunción. También nos heredó una fotografía tipo carnet, que mi mamá imprimió y pegó sobre una caja de Zucaritas, y a la que se encomienda cuando las cosas se ponen difíciles
Cruzó en barco buscando la promesa de un mejor pasar económico para su familia en Rammun, ubicada a más de trece mil kilómetros de distancia, en lo que hoy se conoce como Cisjordania ocupada. O no: cruzó en barco, cargando un pasaporte turco, porque la vida se había vuelto invivible en su tierra producto de las guerras y conflictos étnicos-religiosos-coloniales. O no: vino a buscar a su hermano mayor Omar, que había partido a probar suerte y que inesperadamente había dejado de enviar sus cartas de impecable caligrafía árabe.
He escuchado estas y otras versiones en boca de distintos familiares, aunque siempre pronunciadas con una nota de duda. Luego te recomiendan hablar con otro tío o primo, que ese sí que se conoce bien la historia (que a su vez te recomienda con otro familiar, y así...).
Lo cierto es que llegó al Norte Chico, a uno de los tantos pueblos que en Chile llevan por nombre “Barrancas” . Hubo un tiempo en que imaginé que en este, mi pequeño y personal Macondo, se encontraban los techos a los que se refiere Víctor Jara en “Luchín” . Pero no, este Barrancas es distinto.
Imagínense: bajo un sol abrasador, entre una nube de polvo y tierra, un camino largo sembrado de pequeñas casas asciende por los cerros hasta topar perpendicularmente con otro camino todavía más largo que, a su vez, avanza hasta desaparecer en las montañas, conectando en su andar a otros pueblos perdidos. Bajando la quebrada, su principal atracción: el río de corriente tímida y, sobre todo, las pozas en las que uno puede chapucear para escapar del calor intenso del verano.
Estoy ahí. Busco una foto de Rammun en mi teléfono y la comparo con el paisaje que veo. Allí también es como si una gran mole montañosa se hubiese desinflado hasta transformarse en valles de leves pendientes; allí también la vegetación crece firme, aunque tímida, pintando de verde el lienzo café que ofrecen las montañas. Me hago una idea de lo que debió sentir Abdón (¿Abdón?): es como estar en casa.
Como muchos migrantes palestinos, mi bisabuelo se dedicó al comercio. En sus andanzas de mercader fue donde tuvo que haber conocido a mi bisabuela, mi abuelita Carmen. Él sobrepasaba la treintena; ella no había cumplido los quince todavía.
Quiero creer: se enamoraron hablando cada cual una lengua que el otro no entendía, utilizando un sistema de comunicación sumamente rudimentario y concreto que consistía en apuntar constantemente a los objetos y maravillarse de que dos palabras tan distintas pudiesen usarse para referir a la misma cosa. Los quiero imaginar pasando horas a la sombra de un parral, junto a un árbol de granadas rojas, tocándose apenas las manos para decirse: yo también, yo también te escojo a ti. Quiero creer en la alegría del primer hijo, nombrado Omar en recuerdo del hermano perdido. Y del segundo, llamado Alí, como tantos árabes en honor al primo de Mahoma. Y de la tercera, Sahda, ese nombre que de pequeño me hacía sonreír pensando en el dulzor de la leche asada, pero que hoy me evoca esa mezcla de extrañeza y admiración que los occidentales solemos sentir hacia la belleza del medio oriente.

Quisiera verlos crecer entre las cajas de mercadería aprendiendo simultáneamente la lengua de la madre y la del padre, teniendo que escoger por las mañanas entre la marraqueta y el jubz. Los quiero ver sentados de piernas cruzadas, comiendo con las manos mientras escuchan a su padre hablar durante horas sobre el hogar sin entender del todo por qué él era el único en todo el pueblo que usaba esa palabra para referirse a un lugar lejano y ya perdido, en vez de uno cercano y cotidiano. Quiero que estén allí cuando, primero por la radio y luego por una lluvia de cartas firmadas por otros Awad (o también Agüad, Awwad, Aguad, dependiendo de la imaginación fonética del oficial del registro civil), mi bisabuelo se enterara de los sucesos de la Nakkba y se pasase semanas sin abrir la boca más que para comer.
Quiero estar junto a la vitrola, la primera del pueblo, inaugurando la voz egipcia de Umm Kulthum grabada en los surcos de un vinilo traído por algún otro paisano y traficado de mano en mano por toda la comarca entre los que los demás llamaban turcos. Y sobre todas las cosas quisiera haberte conocido, abuelo, y que me expliques tú qué debería responder cuando un extraño me tome por paisano en la calle.
Una vez le pedí a mi abuelita Carmen, que en paz descanse, que me contase qué recordaba de ese hombre al que mi madre se encomendaba para que no me pasara nada en el camino de ida y vuelta al colegio. Miró fijamente a un punto en el horizonte con cara de cansancio. Pensó un momento para escoger con cuidado sus palabras. Contrajo el rostro arrugado y dijo sin mirarme:
—Era bueno pa ’ tomar, era bueno pa ’l juego y se fue sin dejarme un solo peso; yo era muy chica y no tenía ninguna idea de lo que hacía.
Abdón murió de un infarto fulminante a los cuarenta y tantos, cuando mi abuelo Alí llevaba apenas tres años en este mundo. Nunca pudo aprender su lengua ni probar sus platos de comida. Nunca le oyó llamar habibi a su madre. Nunca pudo preguntarle qué significaba, qué quería decir eso de ser palestino. T ampoco aprendió de los secretos para protegerse y cuidarse entre los que así se llamasen. Arrastró el nombre y el apellido, llegados con tanto esfuerzo desde tan lejos, sin saber bien qué hacer con ellos. Llamó a algunos de sus hijos con nombres hermosos que él creyó eran árabes: Jasmina, Farah, Alí y Karimma.

Sobre ese vacío se construyó el mito de nuestro origen palestino. Palestinos sin lengua, sin hábitos ni costumbres. Palestinos que tuestan los fideos cabellos de ángel en la sartén para agregarlos al arroz y así llamarlo arroz árabe; de los que envuelven la carne en hojas de repollo en vez de hojas de parra. Palestinos que buscan en internet “música árabe ” y la dejan sonando durante las reuniones familiares para imaginar que de algún modo tenemos algo que ver con eso que somos.
Palestinos que aplaudían, reían y lloraban cuando veíamos a Alí, ya convertido en un anciano de metro ochenta con su panza dura y su rostro árabe, mover las caderas y las muñecas mientras bailaba con una mano en el pecho al ritmo de una canción incomprensible. Habibi, querido Alí, que en paz descanses, quiero verte bailando así cuando nos encontremos en el cielo y quiero que me digas qué significaba para ti ser palestino cuando todavía andabas por este mundo y qué es lo que debiese responder cuando un extraño me tome por paisano en la calle.
Soy Awad y toda la vida he sabido que eso significa que, de algún modo, soy palestino. Si algún día tengo hijos, me gustaría poder regalarles este apellido. Espero que ellos lo sepan llevar mejor que yo, que pasé años de mi vida sin saber si responder o no al extraño de la calle.
Hoy ya sé que responder. Soy palestino, amigo, porque la nariz de mi rostro y el vello de mi cuerpo lo dicen. Soy palestino, porque cuando quiera pisar Rammun para saber si se siente aunque sea un poco como casa, la policía israelí me interrogará y sospechará de mí. Soy palestino porque he debido inventar mi ser palestino: soy heredero sin herencia de una cultura diaspórica.
Soy palestino porque quiero y aunque no lo quisiera seguiría siendo palestino.
Y porque soy palestino, amigo, me duele como a ti te duele esto que pasa, que nos viene pasando hace tanto tiempo. Y te abrazo, extraño amigo, como abrazaría a mi abuelo si lo tuviese enfrente porque sé que estás tan vacío de Palestina como yo y que en ese abrazo suspendemos la barbarie y abrimos un surco impenetrable en esta tierra. Esta tierra que se estrecha para nosotros. En ese abrazo, amigo, inventamos nuestra Palestina. Y allí nos quedamos, sin ocupación, sin bloqueo ni bombardeos, al menos por unos pocos segundos hasta que tu sigues tu camino y yo el mío, cada uno con una nueva parte de Palestina en el corazón.
Nunca, nunca había sido tan palestino.
Fe de erratas
Antes de enviar este texto, quise que mi madre lo revisara para cerciorarme de no pasar a llevar demasiado el orgullo familiar al contar algunas infidencias. Ella ha sido siempre la persona que más me ha motivado a reflexionar sobre mi identidad palestina y la que ha propiciado el reencuentro con algunos familiares repartidos entre Ecuador y Estados Unidos con ayuda de un amigo que conoce la lengua.
Su lectura fue superficial (tenía algo pendiente pasando en la cocina y la hora de almuerzo ya estaba por llegar). Me miró con una sonrisa y me dijo que el texto estaba lleno de imprecisiones, que habían cosas que yo había inventado. Mi bisabuelo llegó a Illapel, nunca pisó Barrancas. Mi bisabuela tenía diecinueve años cuando conoció a Abdón, no quince. La caja de Zucaritas no debería aparecer en el texto, nos hace quedar mal. Me dijo: “No es que no sepamos la verdad, es que tú nunca la has querido escuchar ” . Me dolió un poco porque sé que en parte tiene razón.
Me dijo que no me preocupara, que ella me contaría. Tendría que preguntarle a un primo. Este primo, a su vez, deberá preguntarle a otro, y así…
Con mi hermano nos miramos riendo. Ella no necesitó terminar de leer el texto para entenderlo.
9 de octubre de 2023.



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