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El relato de las chilenas al interior de la Global Sumud Flotilla

Actualizado: hace 11 horas

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Zarparon desde Barcelona en una flotilla civil con destino a Gaza. Querían romper el bloqueo israelí y entregar ayuda humanitaria. Terminaron detenidas en una cárcel de alta seguridad. Esta es la historia de dos mujeres que enfrentaron, en altamar, el peso de un Estado armado.

El 31 de agosto de este año, zarpó la Global Sumud Flotilla rumbo a Gaza. Cuarenta y dos barcazas, 462 personas, 57 países. Una flota civil con una misión imposible: atravesar el bloqueo que Israel mantiene sobre Palestina. Entre los pasajeros iban dos mujeres con acento sueco y memoria chilena. Esta es la historia de Marita Rodríguez y Lorena Delgado en su odisea por la libertad. 


***


Lorena Delgado Varas tenía seis meses de edad cuando llegó a Suecia. Era 1974. Su familia huyó de un Chile recién herido por el Golpe. Su padre había saltado la cerca de la embajada argentina en busca de asilo y fue recibido por un uruguayo de origen palestino, Natalio Dergan. “Así de alguna forma Palestina siempre nos ha acompañado”, dice Lorena, que creció en un país de largos inviernos blancos.


Décadas después, la causa palestina volvió a cruzarse en su camino. Junto a la organización March to Gaza, intentó una vez llegar caminando desde El Cairo hasta Rafah, la frontera con Gaza. Quería abrir un paso, siquiera simbólico, hacia un territorio cerrado por la fuerza. No lo lograron. “Cuando volvimos a Suecia se empezó a planificar la segunda ola. Se juntaron distintas organizaciones que habían tratado de llegar y se entendió que lo que hacía falta era una flotilla grande, que llegara hasta Gaza”.


Una semana antes de zarpar, le confirmaron su lugar. Viajó desde Estocolmo hasta Barcelona, donde recibió instrucción para una travesía de tres mil kilómetros en una barcaza. En su barco viajaban veinte personas. Repartían las tareas: algunos cocinaban, otros navegaban, otros escribían informes. Lorena cocinaba y comunicaba. Informaba sobre el avance de la flotilla, hablaba con periodistas, con medios alternativos, con quien quisiera escuchar. De noche hacían guardia, por si venía un ataque.


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En Túnez, dos embarcaciones fueron alcanzadas por explosivos. Una estaba junto a la suya. Luego, en altamar, vio una luz que rajó la oscuridad y un ruido seco, metálico. Dos bombas explotaron a los costados de su barco, pero no llegaron a tocarlo.


El silencio del mundo hacía más ruido que las bombas. Sólo España e Italia ofrecieron ayuda a la flotilla, “pero tampoco fue una protección real, no sirvió para abrir el camino legal hacia Gaza”, dice Lorena.


Aun así, algo la sostuvo: la unión improbable entre desconocidos. Activistas del norte y del sur, de orígenes distintos, acentos extraños y niveles de vida opuestos. “Fue muy bonito ver cómo, a pesar de venir de lugares tan distintos, podíamos trabajar juntos. Encontrar puntos comunes”, recuerda.


Luego vino la noche. El mar en calma. No podían comunicarse con nadie. No sabían cuándo ni desde dónde llegaría el ataque. Después, la rabia. “En ningún momento de la historia se ha permitido que un país ataque así, en aguas internacionales, a una flotilla pacífica que lleva ayuda humanitaria. No tiene sentido”, denuncia.


En piloto automático rumbo a Gaza

A medida que se acercaban a Gaza, crecía la esperanza. Pero el radar la borró. El capitán vio trece barcos de guerra formando un muro frente a ellos. Tenían una hora, quizá menos, antes del choque. Guardaron sus cosas, se pusieron los chalecos salvavidas y esperaron. No vieron venir los tres barcos que los rodearon por los costados. “Nos dimos cuenta demasiado tarde. Encima pasó un dron y nos cortó la comunicación.”


Se sentaron en la popa, en silencio. Los soldados israelíes les gritaron que detuvieran el motor. Nadie obedeció. “Ahí sentimos que ya no lo íbamos a lograr. Pero pusimos el barco en piloto automático, para que siguiera rumbo a Gaza, pasara lo que pasara.”


La toma fue rápida. Los militares subieron con fusiles, amenazaron a una de las organizadoras (la encargada de hablar con ellos)y obligaron al capitán a mostrar cómo funcionaba el motor. Los obligaron también a arrodillarse en la proa. Así, durante horas. El mar seguía moviéndose bajo ellos, pero nadie se atrevía a mirar.


El dolor en las rodillas, el frío del metal, el cansancio. Una de las mujeres pidió permiso para recostarse. Los soldados accedieron. El espacio era tan estrecho que algunos quedaron con las piernas colgando fuera del barco.“Estábamos como sardinas ahí adelante”, dice Lorena. “Era muy inseguro, y los israelíes iban muy rápido sobre la cubierta. Fue un momento de mucho miedo”.


Pasaron la noche así. De rodillas y en silencio. Al amanecer, cuando el puerto de Ashdod apareció en el horizonte, los hicieron levantarse otra vez. Caminaron hasta la popa y esperaron. El barco seguía avanzando, pero ya no era suyo.


A 60 kilómetros de Gaza

En el puerto siguieron los malos tratos: “Me quitaron el pasaporte”, dice Lorena. “Y me obligaron a caminar con los brazos atrás y la cabeza agachada, casi arrastrándome. Nos hicieron arrodillar de nuevo, esta vez con la frente contra el suelo. Hacía mucho calor. El cemento ardía. Algunos compañeros, los que iban con poca ropa, se quemaron la piel.”


Firmó un papel para ser deportada cuanto antes, pero igual la llevaron a prisión.


El recibimiento fue brutal. Ella cuenta que les tiraban del pelo, las empujaban al piso, las pateaban. Les quitaban los zapatos. Las llamaban putas, asesinas, terroristas. No había agua potable. Varias activistas enfermaron. Nadie las atendió. A las mujeres musulmanas las obligaron a desnudarse. A Lorena, diabética, le negaron los medicamentos.


“Nos levantaban en la noche”, recuerda. “Entraban con linternas, nos hacían pararnos, luego acostarnos otra vez. Afuera, los soldados apuntaban con láseres a nuestras cabezas”


En la celda encontró un rosario hecho con migas de pan. Y una carta: un niño le escribía a su madre, decía que llevaba seis meses detenido y que estaba enfermo. En los muros, en el suelo, en los objetos mínimos, quedaban señales de quienes habían pasado antes. “Fue impactante. Uno sabía que era una de las peores cárceles, pero ver las huellas, las marcas, entender que nuestro trato era más ‘humano’ solo porque no éramos palestinos… eso fue lo más duro. Allí también encierran niños. Y ellos la pasan mucho peor.”


Cuando los liberaron nadie sabía si realmente estaban todos. Los soltaron en grupos. Lorena recuerda la angustia: “Tenía mucha preocupación por los compañeros que venían de países árabes o que tenían ascendencia palestina, porque a ellos los trataron mucho peor. Corrían más riesgo si quedaban solos”.


Lo que más le dolía no era solo lo que había visto, sino lo que el mundo no veía. “El hecho de que no haya reacción ante los niños y adultos palestinos asesinados es parte del racismo estructural que se reproduce en todos lados”, dice. “Nosotros sufrimos racismo en los países ricos, por ser sudacas. Y también en Chile, con los pueblos originarios. Lo vi de cerca cuando viví en Temuco.”


Cree que ese mismo racismo explica la pasividad del gobierno sueco, que no intervino durante su detención. Fue el Estado de Chile, y no Suecia, quien las acompañó después. “Para mí es esencial que se escuchen más las voces palestinas. Muchas veces el movimiento lo encabezan otros, pero las voces de quienes tienen la raíz en Palestina deben estar siempre presentes.”



Marita Rodríguez llegó a Suecia cuando tenía un año y diez meses. Su padre, militante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), fue ejecutado político. Su madre viajó al norte con los hijos, buscando un lugar donde los niños pudieran crecer sin peligros. “Siempre me interesaron los movimientos que resisten al colonialismo, a las estructuras de poder. El interés por Palestina siempre estuvo ahí”, dice hoy Rodríguez.


De niña fue activa contra el racismo y el fascismo. “Es especial, porque vivo en un país donde hoy la mayoría se parece a mí, pero igual hay una idea persistente de la blanquitud.”


El 7 de octubre de 2023 marcó un punto de quiebre. Desde entonces, se dedicó por completo a la causa palestina. “Tomé la decisión de que no había medias tintas. Desde ese día no me he sacado la kufiya del cuello.” Ya no soportaba mirar los ataques a Gaza desde la pantalla del teléfono. “Tengo un hijo, y no quiero que crezca en un mundo, sobre todo en Europa, que acepta un genocidio.”


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Habló con su familia y postuló a la delegación sueca de la Global Sumud Flotilla. Fue entrevistada varias veces. Luego la eligieron. Antes de partir, le escribió una carta a su hijo. Le explicó los motivos para subirse al barco. Voló a Sicilia y desde allí zarpó rumbo a Gaza.Nunca había estado en un barco. El oleaje la enfermó durante los primeros días, pero la convicción era más fuerte. Quería creer que estaba haciendo lo correcto.


En el barco entrenaban. Ensayaban qué hacer si eran abordados. Pero también lavaban la loza, cocinaban, se turnaban las guardias. Entre tareas se reían, compartían pan, historias. Había un clima de fraternidad simple, sostenido por una certeza: todos sabían por qué estaban ahí.


A las afueras de Grecia aparecieron los drones. Atacaron las barcazas pequeñas, entre ellas la de Marita, pero fallaron. Fue un momento de tensión. Los drones los siguieron durante minutos eternos. Marita, que oficiaba de organizadora, informaba la ubicación y la cantidad. De pronto, una explosión: un dron cayó, ardiendo, con una cola de humo que parecía de volantín.  “Todavía puedo cerrar los ojos y verlo explotar”, dice.


“Ahí entendí que eso que nosotros vivimos por unos minutos es lo que la gente en Cisjordania y en Gaza vive todas las noches. Y me convencí más de que teníamos que llegar. Más convencida estoy hoy: esto no puede parar hasta que Palestina sea libre”, dice.


Su barcaza tuvo un desperfecto, y se trasladó a otra más grande, el Aurora, parte de la delegación italiana. El barco avanzó hasta acercarse a la Franja de Gaza. Fue una de las primeras embarcaciones interceptadas. Antes del abordaje, arrojaron los teléfonos al mar. Levantaron las manos. Los soldados subieron: demasiados, según Marita. Evitó mirarlos. De reojo vio cuando apagaron la cámara que registraba la travesía.


“Creo que no estaban seguros de si yo era árabe. Andaban buscando a quienes parecieran árabes para golpearlos. Pero vieron mi pasaporte sueco, mi apellido, y ahí el trato cambió un poco”.


Los hicieron bajar en el puerto de Ashdod. Los entregaron a las autoridades israelíes. De rodillas, la frente contra el asfalto, sin agua, sin sombra. “Si uno levantaba un poco la cabeza, te gritaban o te ponían una pata en la espalda”, cuenta Marita.  Intentaba no pensar. 


Llevaba una foto de su padre. Intentaron quitársela. “Ahí me puse chora. Eso no lo permití. No la solté”. Le retuvieron el pasaporte y la pasaron a control.


La subieron a una furgoneta para presos. Iban apretados, el calor era insoportable. Sentó a una mujer delgada sobre sus piernas para que ambas pudieran respirar mejor. “Después de no sé cuántas horas llegamos a un lugar con jaulas. Nos metieron ahí. Llevábamos más de veinticuatro horas sin tomar líquido.”


Era la cárcel de Ktzi’ot. Allí apareció el ministro de Seguridad Nacional de Israel, Itamar Ben-Gvir. Marita lo llama “un psicópata”. Llegó con escoltas, perros, militares. “Nos gritaba que éramos Hamás, que queríamos matar bebés.” Las mujeres, desde la jaula, le respondieron. “Le gritamos que el criminal era él. Yo le grité conchesumadre en buen chileno”.


Ktzi’ot había sido cerrada en 2002 por denuncias de tortura y abusos sexuales. Rodríguez cree que fue el propio ministro quien decidió enviarlas allí. “Quería que nos trataran como terroristas. Y lo hicieron.” La recluyeron en la celda número siete. Dos compañeras hicieron huelga de hambre; ella las vigilaba, y fue la primera en beber agua del grifo, para probar si era segura.  Entró el jueves por la noche y salió el lunes. Había firmado un documento para acelerar la deportación, pero no sirvió.  “Salí más convencida que nunca de luchar por un Estado palestino libre —dice—. Me subiría a un barco otra vez, mil veces. No me quebraron.”


Ya en Estocolmo, repite que lo que la impresiona no es lo que vivió, sino lo que sigue pasando.“No puedo creer que vivamos en un mundo donde una población muere de hambre creada por un Estado. Los camiones con ayuda están ahí, pero no los dejan pasar. Nosotros hicimos lo que los Estados deberían hacer.”


Hace una pausa. Luego, con voz tranquila, agrega: “Yo sé que voy a poder mirar a mi hijo a los ojos, y a mis nietos si los tengo, y decirles: hice lo que creí justo”.



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