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Los colores de chile

  • Foto del escritor: Quiltra
    Quiltra
  • hace 13 horas
  • 9 Min. de lectura

Actualizado: hace 9 horas


Niña chilena en el pasillo del colegio

Estas son las historias de una nueva generación de chilenos: niños que en sus casas escuchan ritmos exiliados y relatos de huidas. Son herederos de memorias de desarraigo, pero no las cargan como un lastre. En Chile estos pequeños corren, estudian, inventan el idioma de su propia infancia. Y mientras levantan aquí sus sueños, obligan al país a mirarse en ellos y aceptar que la identidad no nace de una sola raíz, sino de un entramado de muchas.

Fotos de Valentina Bird


Timoteo (8) tiene la piel negra como la tierra húmeda, los dientes brillantes y los ojos oscuros. Soy chileno de corazón, dice. Es, efectivamente, un niño nacido y criado en Santiago. Fue el primero de su estirpe en llegar al mundo con cédula chilena, aunque en la memoria de sus padres todavía resonaban los sonidos lejanos de Puerto Príncipe: el trino de los jilgueros, el ruido del mar y el murmullo grave del creole. 


Lo que él sabe de Haití, lo que ha aprendido a través de las historias de los grandes, se contrasta con ese paraíso. “Allá queman casas, hay mucha delincuencia, mueren muchas personas”, dice. Y su voz inquieta, llena de energía y color, se desvanece cuando habla de lo que vivió su familia. “Para ellos venir a Chile fue muy difícil”, cuenta.


Dos niños vestidos de gitanos en el pasillo del colegio

Timoteo y Stanley dicen que aman las empanadas, la simpatía de sus vecinos y los parques verdes de Santiago.


Timoteo estudia en el colegio San Alberto de Estación Central, una institución que desde 2017 comenzó a recibir un número creciente de estudiantes migrantes. Dos años más tarde, en 2019, cuando la población extranjera en Chile aumentó un 19,3% respecto al año anterior, el colegio decidió definirse como intercultural. Desde entonces han implementado programas de integración, un taller semanal de español y un registro detallado de las nacionalidades de sus alumnos, el tiempo que llevan en el país y la forma en que ingresaron. Hoy, el 61% de su matrícula corresponde a niños migrantes, mientras que el 39% restante son chilenos, ya sea de padres nacionales o extranjeros.


En el recreo el patio se llena de niños y de tantos otros tonos de piel: diversas tonalidades marrones, ámbar, canela y ébano brillante. Hijos de Venezuela, Perú, Haití, Bolivia, Colombia, pero sobre todo, hijos de Chile, porque han nacido aquí o porque en este suelo han aprendido a caminar y pronunciar sus primeras palabras. En este patio de cemento nadie se pelea por fronteras y las historias del continente entero se cruzan en el camino de la educación.


Stanley tiene ocho años y una forma de hablar pausada y correcta, cuida cada palabra que pronuncia. Cuando sus compañeros dudan con alguna expresión en español, él se ofrece como traductor. Domina el idioma de su tierra, pero también la lengua de sus padres y abuelos. Le gusta la historia y no duda en decir que su personaje favorito es Arturo Prat. Ha viajado a Paine y Valparaíso, destinos que lo entusiasman más que la capital. Se maravilla con los árboles frondosos que descubre en cada visita. 


Habla con calma sobre Chile: aquí se siente seguro, cuenta, con una libertad que sus padres no conocieron en Haití, de donde salieron obligados por la inseguridad y la falta de trabajo. “Me dicen que pasan cosas malas, piensan que me puedo asustar”, reconoce Stanley, bajando la mirada. Sus padres casi no le hablan de Haití; apenas confiesan que lo extrañan, pero nunca mencionan si desean volver. Stanley, en cambio, lo tiene claro: no quiere conocer el país en el que nacieron sus ancestros.


Niño mostrando su capa de caporal

Ben Phael tiene ocho años y tampoco quiere conocer Haití. Cuando se le pregunta si, quizás al crecer, le gustaría visitar el país de sus padres, responde con firmeza: no. Ha escuchado de ellos que “hay mucha violencia allá”.


Raíces con historia


Maranatha (26) llegó a Chile hace 9 años, cuando era una adolescente. Dejó a Haití con la ilusión de empezar una nueva vida aquí. Dice que extraña la playa y el sabor de las frutas, en especial la del mamoncillo, un cítrico caribeño que es dulce y ácido al mismo tiempo. Hace siete años trajo al mundo a María, una niña nacida y criada en Chile, que cuando grande quiere ser profesora.


La pequeña sabe sobre Haití por las historias que cuenta su madre:  “Ella quiere ir a Haití, para visitar mi ciudad y conocer a su abuela”, dice la mamá. Pero asegura que aquí son felices y que en Santiago han construido un hogar. “María es puro chilena”, agrega la mujer.


Una mamá y su hija en el pasillo del colegio
María junto a su mamá, minutos antes de salir al escenario para bailar música de Rapa Nui.

Para el Día de la Chilenidad, María llegó al colegio con un vestido de flores que le cubría hasta los tobillos y una corona de pétalos en la cabeza. Caminó de la mano de sus compañeros hasta el patio, donde la esperaba la música de Rapa Nui. A su alrededor, otros niños lucían trajes típicos del norte y del sur, recreando con telas y colores la diversidad del país. Desde las gradas, los padres seguían atentos cada movimiento, orgullosos, con los celulares en alto para no perder detalle. Cuando sonó el himno nacional, todos niños y adultos, se pusieron de pie. Algunos, con la mano en el corazón, cantaron con la solemnidad de quien entiende que en ese coro compartido también se ensaya un futuro común.


Niña de padres venezolanos con su vestimenta de huasa
Solfanny, de 10 años, dice que se siente chilena y venezolana. Es una de las mejores alumnas de su clase y cuando grande quiere ser doctora.

Solfanny tiene diez años y habla con devoción de Puerto La Cruz, Venezuela, la ciudad donde nacieron y crecieron sus padres, y los padres de sus padres: la abundancia de árboles, el perfume de las flores y el resplandor de los mares que rodean el pueblo. Habla con propiedad, como una conocedora, de la historia del lugar, de su clima, de su gente.


En su colegio, adornado con guirnaldas y banderas chilenas, Solfanny cruza el pasillo con un pomposo traje de huasa y se prepara para bailar cueca. Lo hace con destreza y gracia. Su presentación es impecable, tan prolija como el promedio 6,0 que mantiene en clases. “Me siento chilena y venezolana”, dice con ternura.


Su madre, Orianna, la mira orgullosa. Ve en ella a una niña que crece en Chile con alegría, dejando atrás las memorias de la huida de su familia: el escape de Venezuela, la estadía en el Perú, el miedo de volver a migrar antes de instalarse aquí, en Santiago. Hoy, Solfanny habita un hogar en construcción, aunque su madre confiesa un anhelo persistente: “Queremos volver y que las niñas (Sol y sus dos hermanas) vayan con nosotros. Como están las cosas hoy es imposible, pero no perdemos la esperanza”.


La historia de Solfanny encarna la paradoja de toda una generación: niños que nacen y crecen en Chile, que aquí levantan sus sueños y amistades, pero que en el corazón llevan una herencia que los llama desde larga distancia. Con el pasado allá y el futuro acá, estos nuevos chilenos reinventan la patria con la certeza de que la identidad no nace de una sola raíz, sino de muchas.


Danna, hija de madre venezolana y padre colombiano, tiene cuatro años y en el acto escolar bailó una danza del norte con un vestido amarillo.  Es una niña alegre, de sonrisa amplia y ojos brillantes. Su mamá, Betania, dice que aunque el resto de sus parientes están lejos, han formado una familia con sus amigos del barrio, la mayoría migrantes. 
Danna, hija de madre venezolana y padre colombiano, tiene cuatro años y en el acto escolar bailó una danza del norte con un vestido amarillo.  Es una niña alegre, de sonrisa amplia y ojos brillantes. Su mamá, Betania, dice que aunque el resto de sus parientes están lejos, han formado una familia con sus amigos del barrio, la mayoría migrantes. 


Tatiana tiene cuatro años y es chilena. Su nacimiento aquí no fue un accidente, sino un plan para salvarle la vida. Arturo, su padre, es colombiano y vivía en una de las ciudades más violentas del Valle del Cauca, a pocos kilómetros de Cali. Cuando su mujer y él supieron que estaban esperando a la niña, decidieron moverse para darle un futuro distinto.  “Yo no quería que mi niña creciera viendo muertos en las calles”, recuerda.


Primero fue él el que salió de Colombia. En 2020, tomó un bus hacia Lima y, desde allí, otro más al norte de Chile. El último tramo lo hizo a pie. La voz se le quiebra cuando piensa en esa travesía:  “era quedarse allá y morirse de hambre, o intentar tener suerte aquí”. Caminó tres días y durante esas jornadas no comió, ni tomó agua. Se escondió de la policía tapándose con la misma arena del Atacama y se sacudió el frío de las noches caminando más. Llegó a Iquique y allí lo esperaba una tía, con la promesa de que en la copia feliz del Edén encontraría trabajo. No pudo mover las piernas por una semana.


A los meses llegó su mujer agarrándose la panza, sobreviviendo al mismo recorrido.


Tatiana nació en la ciudad costera y fue recibida por una médico chilena. Es la primera y la única de su familia en tener un rut.  Ahora viven en Santiago, la niña asiste al colegio y el papá trabaja descargando camiones. Arturo cuenta que sale de madrugada y vuelve cuando Tatiana está durmiendo. Y aunque no puede compartir mucho con la niña por los horarios laborales, dice que vale la pena. “Yo trabajo por ella y verla hoy, que es la mujer más feliz del mundo, es mi recompensa más grande”.


Noña con traje típico en las fiestas de la chilenidad
Valeska (8) se muestra tímida, pero sonríe con sus dientes de leche. Su familia es de Bolivia, ella nació en Chile. Cada noche escucha historias relatadas por su hermana mayor, en donde le cuenta como es Bolivia y la vida que tenían antes de llegar a Santiago.  La joven y su padre anhelan volver a Bolivia, él ya está viejo y quiere pasar sus últimos años allá, pero Valeska no, le gusta estar en Chile. Cuenta que adora el pollo con arroz y los parques que se levantan a lo largo de la ciudad. 

El himno de la educación


Gianina Valenzuela (50) lleva 28 años trabajando en el colegio, al que también asistió como alumna. Ha sido observadora y testigo de los cambios que ha vivido la institución. Es una mujer de voz firme y trato tierno, y cuenta que lo más difícil de enseñar en un colegio intercultural es adaptar la metodología a salas tan diversas. Sin embargo, para ella lo esencial siempre estuvo en otro lugar: “Lo primero, y a lo que creo que me aboqué, más allá de las diferencias de lenguaje, fue a que los niños se sintieran felices”, dice.


Relata que muchos de sus estudiantes ingresaron al país por pasos no habilitados, en travesías a pie que dejaron huellas profundas. “Algunos llegaron sin equipaje, porque en el camino les robaron la ropa y todas sus pertenencias. La mayoría llegó con miedo. Mucho miedo”, recuerda.


Su respuesta fue empatizar. “Quise que aquí encontraran un lugar seguro, en el que se sintieran bien, donde pudieran compartir sus experiencias y ponerle nombre a sus emociones, que verbalizaran lo que sintieron”. Entre los niños que cruzaron la frontera, las historias se repiten: noches heladas que calaban los huesos, el temor de quedar al cuidado de desconocidos mientras los padres quedaban atrás, y ese pánico que brotaba durante el trayecto de no volver a verlos. En los niños chilenos, hijos de migrantes, los relatos también comparten un hilo común: la soledad. Con los padres trabajando todo el día, muchos quedan a cargo de hermanos menores, aprendiendo a cocinar y a cuidarse solos, porque no les queda otra.


Profesora y alumnas en el pasillo del colegio San Alberto
"Estos niños son parte de nosotros, ya son parte de nuestra historia, y eso es una realidad, no va a desaparecer con los discursos de odio”, dice la profes Gianni.

Daniela Orellana (28) es profesora de educación básica y llegó en 2022 al colegio San Alberto. Para ella, conocer de cerca la migración y lo que aporta es enriquecedor. Pero reconoce que existe un vacío desde el Estado en materia de inclusión: “Las políticas son carentes o nulas. No lo han visto todavía como una problemática de la que deben hacerse cargo”.


Lo explica con convicción: “El desafío es hacernos cargo: avanzar hacia la multiculturalidad. No basta con que las diversidades convivan; hay que integrarlas. Hoy, la mayoría de los contenidos siguen enmarcados en un estándar chileno, sin considerar cómo sumar realmente a los niños de distintos orígenes”.


Aunque cada vez es más común para las familias convivir con personas migrantes, Daniela observa diferencias en la participación: “En las reuniones de apoderados siempre son las familias chilenas las que más hablan, mientras que las haitianas se mantienen al margen. Me da la sensación de que se sienten ajenos a todo, quizás por el discurso de odio al que han estado expuestos desde su llegada”.


María José Maldonado, profesora de Inglés y encargada del departamento de interculturalidad, avisa que el Ministerio de Educación (Mineduc) no se ha hecho cargo de este proceso. “No existe una preparación completa para escuelas como la nuestra. Siempre se habla mucho desde la teoría, pero en la práctica hay muy poca la información desde el Mineduc. Ni siquiera hay adaptaciones curriculares. La responsabilidad queda en una decisión de cada colegio sobre cómo integrar a los pequeños”.


Estos niños crecen entre tequeños y sopaipillas, recorridos de micro y los recuerdos de mares caribeños que cuentan sus padres. Aprenden a hablar entre historias de exilio y sueños de futuro. Ya son parte de la historia de Chile, aunque muchas veces el país aún no los reconozca del todo.



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