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  • Un coleccionista fuera de su caja

    Para Óscar Marchant dejar Venezuela fue más que un acto de migración: fue el inicio de una vida más honesta. Lejos de un hogar estricto y heteronormado, pudo convertirse en el coleccionista de muñecos Ken que siempre quiso ser, desde que era un niño que no encajaba en lo que esperaban de él. Hoy, esos muñecos no son un pasatiempo, sino una forma de memoria, un recordatorio de resistir y de reconstruirse lejos de casa. Entre los años 80 y 90, Mattel desató un fenómeno comercial y cultural que arrasó con el mundo entero, y Venezuela no fue la excepción. Las Barbies se convirtieron en iconos omnipresentes en vitrinas y cumpleaños, pero su eterno acompañante, Ken , también tuvo sus propios seguidores, aunque más discretos. Uno de ellos fue Óscar Marchant (@oscar_ken.collection.cl). El futuro coleccionista nació un 18 de abril de 1977, en Caracas, Venezuela . Sus padres trabajaban en un supermercado, hasta que la mamá dejó el empleo para cuidar de él y sus hermanos. Óscar era el del medio: un niño reservado, poco efusivo, pero muy observador. Desde pequeño se sintió diferente y creció bajo las estrictas normas de su hogar en la que tener un muñeco no era una posibilidad. “En Venezuela somos una sociedad en la que se vive de apariencias y donde la homosexualidad es tabú. No se habla de eso”. Pero a pesar de tener a una sociedad en contra, no se olvida de que la primera vez que vio un Ken , tenía seis años. Fue en casa de sus vecinas, mientras ellas jugaban con las muñecas rubias de vestidos rosados y novios perfectos, a Óscar le llamaban la atención los Ken, sus trajes de gala, sus cabellos moldeados y sus portes de galán. Se acercaba con discreción, los miraba y a veces pedía jugar .“En mi infancia no pude tener uno. Me fascinaban, pero tenía miedo de que mi familia se diera cuenta y que no les gustara. Nací en un hogar machista, en el que no es bien visto que un varón juegue con muñecas”, recuerda. Oscar Marchant llegó a Chile desde Venezuela en el año 2015. En la imagen aparece junto a su Mini Mi, un Ken de segunda que él mismo reparó y lo convirtió en una versión Mattel de él. Aunque lo marcó desde niño, durante mucho tiempo se mantuvo lejos de estos juguetes. Los Ken eran “para niñas”, le decían. Y él aprendió a mirar con resignación y distancia. Sin embargo, hoy los Ken son protagonistas en su vida. Y no como juguetes, sino como símbolos de lo que no pudo ser, pero de lo que hoy ya no necesita esconder. Con el paso del tiempo, Óscar tuvo que enfrentar la adultez sin juegos. “Después de graduarme del colegio, me tocó trabajar como mensajero interno en la administración pública. Quería tener algo de independencia financiera”, cuenta. Y fue en ese mundo de pasillos grises y carpetas selladas donde tuvo su segundo encuentro con los muñecos. Ya no desde la orilla del deseo, sino desde la posibilidad. Corría 1999, Óscar tenía 22 años y, por fin se dio un gusto postergado: compró su primer Ken. Era el Príncipe Eric , de la película La Sirenita . *** En 2007, Óscar se despidió de Venezuela con una mezcla de esperanza y tristeza. Antes de partir, tomó una decisión sencilla y simbólica: dejó atrás dos muñecos Ken especiales y se los regaló a su sobrino. El niño, como él a su edad, observaba los muñecos con una mezcla de distancia y curiosidad. Tiempo después, Óscar supo que su hermano los había tirado a la basura. “Ahí entendí que muchas cosas no han cambiado. Que en mi familia aún pesan los mismos prejuicios”, dice. Hace una pausa. Luego agrega, con la voz un poco más baja: “Es muy doloroso. Yo podría haber aceptado otro tipo de vida, hacerlos felices, pero rompí con eso”. En su país, muchos hombres gay se casan con mujeres para sostener una apariencia. “Yo le dije un día a mi mamá que no me gustaría dañar a una persona por complacerlos a ellos. Y no lo hice”, recuerda. La vida en Argentina no fue fácil, pero sí liberadora. Se quedó hasta 2012 vendiendo paquetes turísticos y conociendo gente de todos lados. Entre apuros y aeropuertos, descubrió algo más que paisajes: encontró un universo nuevo, el del coleccionismo. Ya no compraba muñecos por nostalgia. Ahora los miraba como piezas de arte, como testigos silentes de una historia que, por fin, podía empezar a contar.“Hay machismo en todos lados, pero en Venezuela es más fuerte. Allá es más común que no te contraten por tu orientación sexual. Yo lo viví, lo sufrí” , denuncia. Con sus muñecos en la maleta, Óscar volvió a Venezuela. No duró mucho. En 2013, el país se hundía aún más. Nicolás Maduro asumía la presidencia y, con él, se aceleraba la caída.“La situación estaba empeorando. Ya no había dólares. Al año siguiente comenzó la escasez. Primero en los supermercados, luego en tecnología, juguetes, productos eléctricos. Fue un año muy difícil”, recuerda. La incomodidad se convirtió en urgencia. Había que partir otra vez. Esta vez, el destino fue Chile. En la imagen aparece el muñeco del Príncipe Eric, el primer Ken que compró el coleccionista Óscar Marchant. Llegó a Santiago en 2015. Como tantos otros, tuvo un comienzo áspero. Tardó tres meses en conseguir trabajo. Un local en Providencia le dio la primera oportunidad. Desde ahí, fue subiendo con paciencia. En los inicios de la pandemia trabajaba como conserje mientras estudiaba una carrera técnica en contaduría. Tres años más tarde, recibió su título. “Fue duro, pero siempre he sido alguien que se adapta”, dice. Con algo de estabilidad, volvió a su viejo amor por los Ken. Empezó a comprarlos otra vez, a restaurarlos, a cuidarlos como quien recupera trozos de sí mismo. En Facebook conoció a otros coleccionistas, uno de ellos, un entusiasta de Batman, que lo animaron a asumir lo que ya era: un experto. En 2024, en el Barrio Franklin, hizo su debut como expositor en la Expo Venta Muñecas Chile . Se enteró del evento por una página de Facebook. Era la primera vez que se presentaba frente al público con sus muñecos, sus tesoros. Nervioso pero feliz, mostró con orgullo lo que había cultivado durante décadas. “Fue un antes y un después. Sentí que por fin estaba mostrándome como soy”, cuenta. Ya había empezado a mostrar su colección en Instagram con una propuesta original: su Mini Mi . Un Ken de segunda mano, restaurado, que viste como él y lo acompaña en sus viajes. Una especie de alter ego portátil. El Mini Mi  ha recorrido con Óscar lugares tan diversos como Estados Unidos, Puerto Rico, la Isla de Pascua, Argentina y muchos rincones de Chile. Todavía no todos en su familia comprenden su amor por los muñecos. Sus hermanos también viven en Chile, pero el contacto es esporádico. A sus padres los ve menos: siguen en Venezuela. Su madre cuida a su padre, que padece Alzheimer. Desde la distancia, Óscar los lleva en el corazón, aunque ha aprendido a no esperar validación.“Me encantaría que algún día mi familia pudiera admirar mi colección, pero no lo aceptan. Para ellos no son juguetes de hombre. Si fueran robots o autos Hot Wheels, sería diferente.” Aun así, no está solo. Comparte casa con un primo que lo apoya y mantiene una relación cercana con una prima que vive en Estados Unidos. Y, sobre todo, ha construido una vida que le da paz. Trabaja todos los días en la Aduana, como administrativo de facturación, y complementa sus ingresos vendiendo algunos Ken. También colecciona vinos y revistas antiguas de Venezuela. Pero basta con que alguien mencione a los muñecos para que su rostro se ilumine. Hablar de ellos lo transforma. En los estantes de su casa, los muñecos miran hacia el frente. Algunos llevan trajes de gala; otros, ropa hecha a mano. Todos han sido reparados, limpiados, vestidos con cuidado. Óscar los acomoda uno a uno como si tejiera, con cada gesto, la historia que no pudo contar de niño. Una historia que, a fuerza de exilios y renuncias, se volvió suya. No perfecta, pero verdadera. Una vida donde, al fin, puede habitar sin disfraces. Óscar junto a algunos de los muñecos que colecciona / Fotos de Sofía Gálvez

  • Patricia Rivadeneira: una mujer llena de ideas

    Patricia Rivadeneira siempre ha sido "demasiado": demasiado libre, demasiado intensa, demasiado ruidosa para ciertos oídos masculinos. En esta conversación —donde se cruzan la performance y el feminismo incendiario de Virginie Despentes—, la protagonista de Una mujer llena de vicios , reflexiona sobre los pactos de poder entre hombres y la ilusión de la sororidad en una cultura que aún nos obliga a competir para existir. “No todos somos así”, insisten ellos; pero ella responde: “Eso ya no basta”. “El lloriqueo y la victimización nos dejan como si nosotras no tuviéramos posibilidad de ser agentes de nuestras vidas y de cambio”. No hay condescendencia en sus palabras. Ni aplausos fáciles. Patricia Rivadeneira (60) es una mujer que no está dispuesta a dejar de hacerse preguntas, ni a repetirse respuestas que no le calzan. La protagonista de Una mujer llena de vicios, adaptación teatral del libro Teoría King Kong, habla fuera de las tablas sobre las contradicciones que planteaba Virginie Despentes : de cuerpos y de mujeres, de belleza y de erotismo, de violación, de hombres y de deseo. Una entrevista a destiempo con Patricia Rivadeneira, quien llegó corriendo, apurada por una función que se le venía encima. Nos saludamos rápido, como si ya nos conociéramos, y buscamos un rincón en la antesala del teatro para estirar el tiempo un poco más de lo permitido. Ella se sienta, se acomoda el abrigo, cruza las piernas. Tiene rasgos afilados, como su forma de pensar. Me mira y me estudia. No responde, sino que contra-pregunta. Se toma sus pausas. Se ríe con ganas, con cuerpo, con voz. La entrevista empieza a parecer otra cosa. Una escena, tal vez. El diálogo sigue girando en torno al feminismo punk de Despentes, que no escribe para las Kate Moss, sino para las King Kong. Para las feas, no para las lindas. Pero ahí está Patricia, hablando desde ese lugar incómodo de quien ha sido leída toda su vida como bella, deseable, guapa. Una mujer que sabe que su cuerpo ha sido parte del espectáculo, del deseo ajeno, de la mirada insistente, y que aun así se para en escena para decir lo que no se espera de una mujer como ella. Patricia Rivadeneira es una de. las protagonistas de Una mujer llena de vicios, una obra basada en el ensayo feminista Teoría King Kong de Virginie Despentes, adaptado al teatro por Manuela Oyarzún. / Ilustración de Juan José León Es 2006. Ya existen cámaras digitales, teléfonos inteligentes, MP3, dispositivos para medir el sueño, el azúcar, el ciclo menstrual. Pero ninguna tecnología ha sido pensada para protegernos del cuerpo del otro. “No hay —dice Virginie— ni un solo objeto que podamos meternos en el coño al salir de casa y que corte en pedazos la polla del primer imbécil que quiera entrar sin permiso”. Así de brutal. Así de claro. Porque lo que nos dice es que nuestros cuerpos fueron diseñadas para ser penetradas, invadidas, violadas. Y nos entrenaron para eso. Ese es el verdadero carácter sociocultural de la violación. Nadie lo dice más alto ni más lúcido que ella. “Hay muchos hombres que yo he conocido en mi vida que han sido, de alguna forma, abusadores conmigo. Y está plagada la historia de mis amigas de casos”. Lo dice Patricia. Treinta años antes de que las redes sociales volvieran mainstream el feminismo y los pañuelos verdes, Patricia ya se colgaba de una cruz en el Museo de Bellas Artes. Era Por la cruz y la bandera , la performance de Vicente Ruiz, que denunciaba la indiferencia hacia las personas con VIH y el pueblo mapuche. Crucificada en pleno museo, mezclaba arte, política, religión, cuerpo y escándalo. Todo lo que aún sigue doliendo. Han pasado años desde Teoría King Kong  y desde esa performance. Pero no han pasado de moda ni el control sobre nuestros cuerpos, ni la hipocresía de una industria que grita empoderamiento mientras nos exige ser flacas, suaves, eternamente jóvenes. ¿De quién es el cuerpo? ¿Es posible escapar de la mirada del otro? ¿Cómo se vive con un cuerpo atravesado por expectativas contradictorias? Virginie escribe desde los márgenes de la feminidad. Desde ese lugar de la mujer que no alcanza ni el mínimo de lo deseable, que no despierta fantasías masculinas, y que tampoco se resigna al rincón al que la relegan. La fea. La olvidada. ¿Dónde te sitúas tú, Patricia, frente a esa idea de feminidad? —Cuando era joven, no fui una chica especialmente exitosa con los hombres. Pero creo que hay un punto muy interesante en todo esto: cómo una mujer se atreve a ser más deseante que deseable. Cómo su placer no depende de satisfacer al hombre, al otro que la mira, sino de sí misma. En ese sentido, con los años llegué a ser considerada bella, atractiva, deseable. Sin embargo, eso siempre estuvo vinculado a un espectador, a un otro. ¿Hay un momento en que ocurre ese giro? —Creo que eso sigue operando dentro de mí. No son cosas que se desarticulen fácilmente. Pero, ¿cómo atreverse a ser más deseante que deseable? (…) Es que los hombres no funcionan así. Están acostumbrados a ser quienes desean, no a embellecerse para resultar deseables. Porque claro, entre los mamíferos pasa lo mismo. Pero, por ejemplo, en el caso de los pájaros, es el macho quien debe ponerse bello para ser elegido. U na mujer llena de vicios regresa a la cartelera este 13 de junio a Teatro Bío Bío y más tarde, del 8 al 24 de agosto a Matucana 100. Se plantea que, al haber sido tradicionalmente relegadas del poder económico y político, a las mujeres les quedó el capital erótico. —Ese era el capital que te enseñaron desde siempre —desde hace siglos— que debías tener. Si no lo tenías, eras, como decía Despentes, una perdedora social: la fea. Y esa quedaba completamente relegada. Durante mucho tiempo, fue uno de los pocos capitales permitidos para las mujeres. Virginie es de mi generación, la primera que pudo tener una cuenta bancaria a su nombre sin necesitar el permiso del padre o del marido. Estamos hablando de algo que ocurrió hace muy poco. ¿El éxito de las mujeres sigue dependiendo de su vínculo con los hombres? —El éxito profesional y económico de las mujeres sigue siendo cuestionado. Y los hombres, en ese sentido, levantan barreras para impedir que accedamos. Tienen sus pactos, sus cofradías, que a veces salen a la luz y una queda abrumada. Ahí están, por ejemplo, los masones, o aquel grupo de violadores de la Pelicot, o los chats privados que me imagino entre muchos hombres —quizás más de mi generación que de las más jóvenes, pero eso todavía pasa— en directorios, en el mundo empresarial, en la política, incluso en el cine y las artes. Todos esos espacios siguen dominados por hombres. A nosotras nos quedan los papeles secundarios, terciarios, cosificados. Incluso en el teatro shakesperiano, las mujeres ni siquiera podían subir al escenario. Virginie habla del cuerpo como campo de batalla. ¿Qué lugar ocupan hoy los cuerpos de las mujeres? —Es que ahí hay un tema sobre la asignación de las feminidades. Es lo mismo que pasa con los cuerpos trans. ¿Es necesario parecer mujer para ser mujer?, ¿qué es lo que te hace mujer o qué es lo que te hace hombre? ¿Alguien cumple, finalmente, con esos ideales? —Que es bonita, que es rubia, que es flaca, que es guapa, que tiene las pechugas de tal forma, el poto de tal otra, la depilación perfecta… Esa mujer a la que supuestamente debemos parecernos es un constructo cultural. En las representaciones de lo femenino en el mundo precolombino, por ejemplo, las mujeres eran redondas; se entendía que eso era signo de fertilidad, ese era el canon de belleza. Pero luego, con la cultura griega —una cultura profundamente homosexual— se estilizan los cuerpos masculinos y surge una estética homoerótica que después se proyecta sobre los cuerpos femeninos. Hay una historia muy larga detrás de esto. Al final, estos cánones están sostenidos por un sistema que nos impulsa a consumir: tenemos que comprar lo que nos venden para llegar a ser así. Y es algo inalcanzable: la eterna juventud, la eterna belleza. Todo eso que se nos impone. Ahí es donde surgen todas las preguntas sobre qué entendemos por belleza. Existe una belleza apolínea, con cánones de armonía profundamente inscritos en nuestro imaginario cultural, que resulta muy difícil desafiar. Incluso con discursos como el body positive  o el “ámate a ti misma”, el cuerpo sigue al centro. ¿Por qué? —Es el cuerpo el que nos permite estar en este planeta. Creo que hay un desequilibrio en la idea de amarlo, porque también lo hay en nuestra comprensión del amor. ¿Por qué quiero amar mi cuerpo? ¿Soy capaz de amarme tal como soy? Hay una exigencia constante, una competencia permanente. No podemos dejar de competir: eso también forma parte de nuestra biología, porque competimos por sobrevivir. Entonces, no se trata de negar todo eso, sino de buscar armonía: armonizar el instinto, el mundo emocional, el mundo intelectual. Pero la máquina del deseo es más poderosa que cualquier eslogan pacifista. ¿Y qué lugar le das tú a la sororidad? —Creo que puede ser algo profundamente rico y poderoso. Pero no creo en la sororidad, no cuando aún nos queda un largo camino por recorrer, porque la competencia entre mujeres sigue siendo muy fuerte. ¿Quién es la más linda, ah? ¿Quién es la más linda? Esa es la pregunta que una escucha desde niña. ¿Y desde la familia también? ¿Desde el amor? —Te van ubicando en relación a si eres linda o no. En la familia, en el campo amoroso. ¿Quién es la más más...? —La más cualquier cosa. Virginie dice: “salir de la jaula ha tenido siempre sanciones brutales”. Ustedes lo hablaron también en un conversatorio: ¿por qué sólo vienen mujeres y disidencias? ¿Dónde están los hombres? —No, pero ahora hay hartos hombres. Cada vez más. Y eso ha sido muy interesante: ver que hay un público masculino que crece. Dan ganas de quedarse a la salida y entrevistarlos, preguntarles qué les pasa. Ayer, por ejemplo, vino una vecina con su marido, un señor de más de setenta años. También vino mi amigo Rafael Gumucio, que quedó muy impactado y agradecido por el montaje. Mi hijo, cuando la vio en el estreno el año pasado, me dijo: “¿Cuántos de los hombres que están aquí habrán violado a alguien o lo habrán intentado?” Es una pregunta dura, pero necesaria. Muchos hombres que he conocido en mi vida, de una forma u otra, han sido abusadores conmigo. Y las historias de mis amigas están plagadas de casos similares. Creo que se están abriendo nuevas preguntas, nuevos espacios para que la masculinidad empiece a entender lo que hace, lo que ha hecho, y el lugar desde donde se ha ejercido la violencia machista. Pero también veo un fuerte rechazo a esta ola feminista, una contraofensiva del machismo, como lo vimos en las elecciones de Estados Unidos o en lo que está ocurriendo en Afganistán. Por eso insisto: si no hay diálogo, si no hay un verdadero encuentro, será muy difícil avanzar hacia una convivencia sincera, y corremos el riesgo de caer en una especie de guerra civil simbólica. Muchos hombres me dicen: “Ah, pero no todos somos así”. Pero ese argumento no es interesante. Lo verdaderamente importante es preguntarse: ¿cómo denuncio yo al amigo, al compañero, que sí es así? Cada hombre tiene que dar un paso al lado, un paso adelante, y marcar la diferencia. Porque no basta con decir “yo no soy así”. Eso, en realidad, es ser cómplice. De hecho, hay una frase que ha salido a partir de esa misma contrarespuesta del “no todos los hombres son así”: pero siempre es un hombre .  —Exactamente (Patricia se ríe fuerte) ¿Y cómo dialoga Una mujer llena de vicios con el Chile de hoy? — Esto está siendo increíble, porque además creo que uno de los grandes errores que cometemos muchas veces es caer en la victimización, y eso no es una buena elección, no es un camino fértil. Cuando todo se convierte en drama. Por eso nos gusta tanto Despentes. Por eso su ensayo, su genio y su figura siguen interpelándonos. Y por eso también se siente esta respuesta del público en la sala: porque el lloriqueo y la victimización nos dejan en un lugar donde parece que no tuviéramos posibilidad de ser agentes de nuestras propias vidas, de generar cambio. Seguramente es mucho más difícil ser mujer, sí. Pero como dice Camille Paglia: sin los hombres, no hubiéramos construido esos puentes. O sea, yo encuentro que ellos son regios —pero lo que pasa es que tienen que ubicarse en donde tienen que estar: ¡tienen que estar de adoradores nuestros! (ríe) Virginie dice: “Yo soy ese tipo de mujer con la que no se casan. Siempre demasiado: agresiva, ruidosa, viril.” ¿Cuál es tu “demasiado”? ¿En qué te excedes? —En todo. Sí, eso me resonó mucho. No lo pusimos aquí, en el espectáculo de ahora, pero sí en el primer texto que hice. Siempre sentí eso. Bueno, me casé una vez. Mi marido es muy especial, tampoco estaba tan convencido de casarse, como que lo tuve que obligar un poco. No sé si fue bueno para mí (ríe). He tenido personas cerca con las que hemos podido encontrarnos, pero en general yo siempre sentía que para los hombres era difícil aceptar cómo era; aceptar mi deseo de potencia, mi deseo de autonomía, mis discursos, mi querer brillar. Yo sentía que les costaba lidiar. ¿Y eso tuvo algún costo? —Probablemente sí: me ha cerrado espacios donde es mejor ser más discreta.

  • Bienvenido a los chinos gay

    En sus casi 50 años, el restaurante de Monjitas 386 ha sido frecuentado por artistas y políticos de izquierda. En el Hao Hwa han comido desde Pedro Lemebel, quien le dedicó una crónica, pasando por figuras del espectáculo y la televisión, hasta el presidente Gabriel Boric. Pero contar la historia de este espacio del progresismo es también la de su dueña: Alejandra Cai, una mujer que a mediados de los 90 llegó a Chile desde la provincia de Cantón, China, sin hablar español, con el único objetivo de mantener en pie un local familiar que, sin proponérselo, se transformó en un ícono para la comunidad LGBTQ+. Fotos de Valentina Bird. El restaurant de Monjitas 386 tiene historia rebelde. Inaugurado en 1977, en sus inicios no se parecía nada a lo que es ahora: el acuario estaba donde está el bar, la caja donde está el sushi y unos muebles tapaban la ventana. Era malo el negocio, no vendía mucho. Era, además, poco querido por los chinos porque en el barrio, explica su dueña Alejandra Cai , no había nada. Era un escondite. Un refugio contra las miradas que recibía la diferencia marica: un hombre sentado con otro hombre, una mujer comiendo con otra mujer. En la oscuridad tránsfuga del local de Bellas Artes, chiquillos se conocían, maridos traían a su amigo secreto, parejas terminaban y se armaban otra vez. Clientes que comenzaron a llamarle “ los chinos gay ”.  De ahí el nombre que usó Pedro Lemebel , comensal insigne, para titular la crónica sobre el asalto que vivió el 30 de diciembre de 2003. Esa noche terminaron él, la Jovana –su agente literaria– y la Pacita Fernández de Castro junto a los chinos y locas en el subterráneo, a punta de ¡no levantís la cabeza, conchetumadre! , con las canciones de Luis Miguel de fondo. Alejandra se encontró con esa sorpresa: el restaurante vacío, las luces y la música encendidas. Unas sombras le quitaron el reloj, sus aros y la empujaron hasta abajo. Sólo pensaba en sus hijos, que en cualquier minuto su mamá se los traería para que durmieran con ella en el segundo piso. “Gracias a ese artículo se hizo mucho más conocido el local, pero cada vez que me preguntan me hace entrar en malos recuerdos”, sincera.   “Los clientes venían escondidos, siempre como amigos y como aquí los acogimos bien, siguió  viniendo mucho. En el 94 llegaban grupos, todos los sábados lleno de clientes gays. Hacían sus cumpleaños, todo. Pero con el tiempo se fue muriendo mucha gente”, recuerda Alejandra. Un local donde, describía Lemebel, “se puede conversar, brindar y pololear en rosa sin que nadie se espante”, en el que “se mezclan maricas clase media, artistas del beso negro e intelectuales de parrandera tolerancia con amigas de las amigas”. Alejandra cuenta que ella no hace reparos con sus comensales. “Son todos iguales para mí, ni siquiera se me pasa por la cabeza: ¿será gay o lesbiana? Yo con todo el mundo soy muy cariñosa”. Alejandra Cai llegó a Chile en los años 90 para hacerse cargo del Hao Hwa, el icónico restaurant conocido popularmente como "los chinos gay". Y en eso pienso: ¿Qué diría Lemebel de la actual clientela? ¿A qué apuntaría con su lengua filuda? ¿A los Smartfit, OnlyFans, el popper o Grindr? ¿Si supiera de nuestra fauna coliza en términos gringos? ¿De que en ninguna librería del sector están disponibles sus crónicas? ¿O de que las actuales figuras del progresismo almuercen en “ los chinos gay ”? A sus comensales diversos hay que sumar políticos como el ministro Mario Marcel, la candidata Carolina Tohá o el Presidente Gabriel Boric, y figuras del mundo del espectáculo y la tv como el periodista José Antonio Neme, la actriz Josefina Montané, la cantante Francisca Valenzuela, la fotógrafa María Gracia Subercaseaux o el crítico gastronómico Álvaro Peralta Sáinz, el famoso Don Tinto . En el Hao Hwa Alejandra conoció al animador Pancho Saavedra, al productor William Geisse -con quien va a Fausto discotheque-, a la recordada transformista Francis Françoise y al mismo Pedro Lemebel. Ella cuenta que aquí ha conocido a muchos amigos y que todos le dicen que es una china atípica. Una lengua extranjera  El 22 de marzo de 1994 llegaste desde Zhaoqing, una ciudad-prefectura de la provincia de Cantón. Aterrizaste en Santiago de Chile, a tus 21 años, sin hablar una palabra de español. Llegaste sin ser Alejandra todavía. “ Mi nombre es Ruiru, Alejandra es mi nombre artístico ”, dices, sobre una decisión que muchos orientales deben tomar al llegar al país: elegir su nombre occidental, uno que puedan  pronunciar sin dificultad los hispanoparlantes. “En ese tiempo había pocos chinos y los nombres después los pronunciaban chin chu lan cha . Así que para evitar eso preferí uno con el que me pudieran llamar fácilmente”. Uno que tampoco escogiste, sino con el que te bautizaron las garzonas de esa época: la María, la Inés, la Julia y la Paula.  El Hao Hwa fue el tercer chino en abrir en Santiago, después del Palacio Danubio Azul y el Lung Fung –donde filmaron “ Una mujer fantástica ” y que cerró tras un incendio en 2019–. Inaugurado hace 47 años por los abuelos de tu marido, se trata de una tradición familiar. No había herederos que quisieran seguir este camino y entonces llegaste con Jintao, con quien te casaste acá. “Porque cuando necesitan ayuda hay que venir”, declaras. Tu padre ya había llegado el 87, también a ayudar. Tu padre, que por un malentendido con el idioma se aventuró a abrir otro local en San Fernando, en lugar de San Bernardo, perdiendo esa inversión.  Quizás fue ese hecho el que te llevó a practicar tanto el español hasta incorporar el po  y el cachai . Y apoyada en unos libros de castellano que había dejado la familia anterior, aprendiste más del idioma desde la trinchera que era la atención de la caja. “Los clientes se reían de mí, donde yo decía ‘aloz’. Así que empecé a aprender el rrr rrr.  Fueron días de trabajo, hasta que un día rrrrrrrr  salió. Y dije ARROZ, por fin. No soportaba que la gente se riera de mí. Me sentía tan mal… Uno pensaba que el mundo occidental era más avanzado, pero no”.  El Hao Hwa fue el tercer chino en abrir en Santiago, después del Palacio Danubio Azul y el Lung Fung –donde filmaron “ Una mujer fantástica ” y que cerró tras un incendio en 2019. Los chinos gay se convirtió en un espacio seguro para la comunidad LGBTQ+. Es que en China podrías haber tenido otra vida. Fuiste criada en una aldea en el campo, rodeada de árboles que crecen entre uno de los brazos del Río Perla y casitas de madera, donde no hablaban ni mandarín ni cantonés, sino huilong, un dialecto local que hoy sólo sigues practicando con Jintao. Él, un hombre favorecido con un físico que lo hacía destacar entre la precariedad de la época. “China estaba muy atrasada, hasta el 90 todo estaba muy caro, nunca crecimos con leche líquida, sino con polvo. Mi marido y todos sus hermanos son altos, una de la muy poca gente así tan bonito ”, recuerdas.  A pesar de tu seguridad, de la facilidad con que respondes un pedido que vienen a retirar y de saber el nombre de casi todos tus clientes y sus platos favoritos, tuviste dudas. “Uno se desespera y se pregunta si tomé bien la decisión, porque estaba en la universidad y si no hubiera venido, mis compañeros, mi familia, dicen que habría sido muy grande. Sería, no sé, gerente de una empresa”. Ibas en segundo año de diseño industrial cuando te marchaste. “Pero no me arrepiento porque la experiencia que aprendí en Chile –pausas– allá nunca la iba a tener. Hoy China está muy desarrollado, pero para las personas importantes está restringido: no puedes salir, te retienen el pasaporte, hay cosas que uno no puede hacer porque piensan que te vas a arrancar”.  “Los clientes se reían de mí, donde yo decía ‘aloz’. Así que empecé a aprender el rrr rrr.  Fueron días de trabajo, hasta que un día rrrrrrrr  salió. Y dije ARROZ, por fin. No soportaba que la gente se riera de mí. Me sentía tan mal… Uno pensaba que el mundo occidental era más avanzado, pero no”, dice Alejandra. Pero no me arrepiento, declaras. Aquí criaste a tus hijos, que tantas veces detrás de la caja hacían las tareas del colegio. Hoy tienen 28 y 24 años: ella vive en París, él estudia ingeniería en la Universidad Católica. “Todas las cosas que quería yo, las dediqué a ellos. Imagínate, todos los chinos juntando plata para comprar propiedades y yo no, siempre junté plata para llevarlos de viaje. Creo que esa fue la mejor inversión”, aseguras confiada, optimista, sacando cuentas alegres. Ruiru migró para que Alejandra pudiese mantener en pie un local que, sin proponérselo, se transformó en un ícono para la comunidad LGBTQ+, que en 2018 fue premiado como " Lugar más popular" por Gaydatos , y orgullosa señalas una G transparente que destaca en una vidriera repleta de teteras, budas, guerreros y santos, bonsáis y bambús. Quizás en China, la joven Ruiru no hubiese conocido a ningún chino gay. “Había escuchado de hombres gays, pero nunca había visto en mi vida”. Y aquí estás viendo a otro más que te pregunta por tu pasado. Pero en este rincón del mundo encontraste lo que traduces como Hao Hwa: prosperidad. en 2018 el restaurant fue premiado como Lugar más popular por Gaydatos, y Alejandra orgullosa señala una G transparente que destaca en una vidriera repleta de teteras, budas, guerreros y santos, bonsáis y bambús. Menú presidencial Pasando los letreros de neón, entre cuadros de pavos reales y el aroma que dejan los wantán recién fritos, está el Presidente Gabriel Boric, la tarde de un domingo de marzo. A solas en el salón que da a la calle, custodiado por un biombo de madera, alejado de la polémica por la casa de Allende o de la pregunta por quién llevará el rumbo del país por los siguientes cuatro años, usa jockey y lentes negros, como si nadie lo fuera a reconocer. De todo lo que hay en el restaurante, si se trata de comida china, entonces su favorito son los baos de cerdo. Si hay que elegir de la carta japonesa o la thai, el crispy roll y el sake ebi o el pad thai. “Ahora la Ale empezó a hacer unos sushis especiales de varias mezclas, no el estilo nikkei, que también son increíbles”, responde con naturalidad, como un conocedor, mientras que para otras respuestas hace una pausa antes de adoptar el tono discursivo que lo caracteriza.  –¿Qué hay acá que no hay en otros lugares del sector o de comida china?  “Hay algo que sólo se construye con el tiempo que es la sensación de pertenencia, de complicidad y de poder ir a un lugar y que sepan lo que quieres. Yo vengo hace años con harta frecuencia, conozco a la Alejandra y siempre es muy agradable. Sentirse en casa es para mí muy importante. Es un espacio de confianza donde uno puede comer tranquilo, la calidad de los ingredientes es muy superior en general al promedio. La ubicación es muy rica. Casi siempre vengo solo y puedo tener un espacio tranquilo en el Hao Hwa ”.  –¿Qué encuentra cuando viene solo?  “Encuentro un espacio de paz para leer, para poder estar harto rato sin que haya una presión por irte rápido para desocupar la mesa. Encuentro la buena onda de Alejandra y la gente que trabaja con ella, el Dani, la Luna, que son siempre muy amables. Para mí es un espacio de calma en medio de la ciudad”.  –En estos más de 10 años, ¿qué es lo que ha cambiado del Hao Hwa y qué se ha preservado?  “Yo creo que la gracia del Hao Hwa es que la calidad se ha mantenido muy consistente en el tiempo, cosa que no pasa muchas veces con los restaurantes que les va bien, que empiezan a privilegiar rendimiento, producción y precio por sobre calidad. Ha habido mucho prejuicio con el barrio últimamente, o sea, en los últimos años después del estallido y la pandemia, pero creo que el barrio se ha ido recuperando y va a ir cada vez más para arriba”.  Sentado en diagonal al mandatario con mi bolsa de baos para llevar, le cuento que hace un año me vine a vivir cerca de Baquedano y que me parece surreal –aunque surreal no era la palabra adecuada– que los viernes sigan quemando cosas un grupo de señoras vestidas de negro: un colchón, un sillón, una rama, y él agrega que la última vez actuaron con más fuerza. Tan surreal –ahora sí– como conversar con el Presidente un domingo en los chinos gay.  Semanas después, Alejandra contará que el mandatario viene desde cuando era dirigente estudiantil. Días antes del 11 de marzo de 2022, ella le dijo “chao, Presidente, qué le vaya súper bien”, pensando en que no volvería, pero él respondió “voy a venir siempre”. Un hecho que ella describe como un honor: “Yo no sé qué tengo, pero siempre me ha querido. Me escribe, me pregunta por mi salud”. Lo dirá harto después porque para contar esta historia tuvimos que agendar la entrevista con anticipación, es que tiene menos tiempo que el Presidente o algo así dirá Gabriel Boric, horas antes de viajar a la India. China próspera  En los últimos años han cerrado clásicos del barrio como el Squadritto o Les Assassins. Mantenerse en pie después del estallido social y la pandemia fue difícil. “En octubre de 2019 bajó el 60 por ciento, tuvimos que despedir un barman, un sushero y un garzón”, dice la dueña del Hao Hwa. “El día de la marcha más grande de Chile, se juntaron miles de personas a apedrear como si demolieran un edificio”, describe sobre lo que ocurrió con las oficinas de la Cámara de Comercio y una época que marcó un antes y un después para ella. A lo que luego se sumó el Covid-19, el FOGAPE y un préstamo de 60 millones del que vienen saliendo.  Antes de que Chile fuera otro Chile, para luego decidir seguir siendo el país que era antes, el Hao Hwa vivió su época de oro: desde el 2012 al 2019. “Estaba a full, día y noche. Los jueves nunca había asientos. Se llenaba por la Nelly Richard, todo el mundo la seguía, llegaban como 30 a 40 personas. Y había muchos más grupos: pintores, actores, artistas”, recuerda Alejandra sobre esas mesas repletas entre las que se sentaba la crítica cultural.  Con su marido habían hecho cambios. Tras el asalto dejaron el segundo piso, en 2007 se sumó el chef del primer Kintaro, hasta que se fue y ella tuvo que aprender a preparar las salsas para el sushi, tal como la letra de un nuevo idioma. Dos años después vino la remodelación. Finalmente, se sumó la cocina thai. El Hao Hwa vivía, como lo indica su nombre, prosperidad.  –¿Dirían que ustedes están en un modo de resistencia? “Yo creo que sí. Mira, él venía con Lemebel”, señala a Víctor Hugo Robles, conocido como el Che de los gays, quien se sienta a comer en otra mesa.  Le pregunto qué espera. “El Presidente dice que se va a poner mejor el barrio, ojalá. Creo que la delincuencia en algún momento va a llegar a su peak. Todas las cosas tienen un ciclo. No sé si un día va a volver a suceder lo de antes”, responde pensando en la edad de oro y en cómo celebrar los 48 años del restaurante en agosto. A lo mejor un evento con drag queens, pero podría llegar mucha gente y eso le preocupa porque el segundo piso no está habilitado.  – ¿Cómo quieres ser recordada? Cuando en el futuro alguien piense en el Hao Hwa.  “No sé”, ríe. “Yo me pregunto, ¿cómo será Hao Hwa si algún día tenemos que irnos? Siempre pienso eso. La gente me tiene mucho cariño. Porque yo entrego cariño sincero y la gente también me quiere por cómo soy. Antes era tímida y hoy no, soy otra. De hecho mi familia en China me dice ‘ahora estás diferente’. Porque los clientes me educaron con muchas cosas y yo carecí de todo eso cuando chica: historia, política, a nadie le importaba”.  De esas visitas al otro lado del mundo, Alejandra siempre regresa con una receta nueva, con ganas de incorporar alguna preparación a la carta. Dice que a pesar de lo complicado que está acá con la seguridad, Chile le dio la posibilidad de crecer, no se arrepiente. “Allá está muy desarrollado, pero no es mío. Lo mío está acá”.   Al final de esta conversación, en su celular se acumulan notificaciones escritas en chino y, antes de salir disparada a comprar aceite de semillas de sésamo, agrega que va a La Vega dos veces a la semana, que ella escoge las verduras, que corre todo el día porque “siento que los clientes de aquí se merecen buena comida, buen ambiente. Ellos siempre me dicen ‘Alejandra, muchas gracias por el espacio’, pero ustedes mismos hicieron eso, yo no”.

  • Arianna de Sousa: “No hemos entendido la crisis migratoria como una problemática humanitaria”

    La periodista venezolana Arianna de Sousa-García comenzó a escribir ‘Atrás queda la tierra' en 2017 con dos objetivos. Primero, deseaba sentir que estaba logrando algo significativo en Chile y combatir ese diálogo interno que le sugería que su estancia en este país no estaba siendo productiva. En segundo lugar, y quizás el más importante, quería dejarle a su hijo un testimonio sobre el origen de ambos y lo que significa ser migrante. La idea era que él no olvidara que hay miles de otros niños que nacieron en su tierra, pero se vieron obligados a crecer en otra. Cuando la periodista venezolana Arianna de Sousa-García comenzó a promocionar su primer libro ‘Atrás queda la tierra’, habló con diarios, revistas y fue a radios. Casi de inmediato recibió más de 50 mensajes en su cuenta de Instagram de personas que ella no conocía y que no quiso revisar.  Hace un tiempo que la escritora tiene bloqueadas palabras como ‘venezofacha’, ‘veneca’, ‘fuera’ y justamente la aplicación le avisaba que estas solicitudes contenían algunos insultos.  Se le apretó el corazón. Fue en ese momento en que recordó que a través de su texto no sólo estaba contando la historia de su pueblo, sino abriendo una ventana a su vida privada y a la de su hijo: un niño venezolano que está creciendo en este país y al que ella le escribe este libro como un recordatorio de que forman parte de los más de 8 millones de personas que dejaron su hogar en búsqueda de una mejor vida fuera de las fronteras. “El libro lo comencé en 2017 y me estremece mucho ver que en todos estos años, en lugar de mejorar las cosas, pareciera que empeoraron, y que los discursos de odio y la precariedad se han fortalecido. Me parecía hasta hipócrita no exponer mi historia y el dolor de tantas personas. Me costó un montón recordar, reconstruir, hablar con mis padres, mis abuelos, con amigos mayores que yo y que podían contribuir a escribir este relato de la Venezuela de antes que yo naciera, del país en el que crecí, de la gente de la que aprendí y el hogar que tuve que abandonar con mi hijo. Mi experiencia como migrante me ha hecho entender la vida desde otro lugar: que se puede armar y desarmar. Que lo definitivo a veces es transitorio y al revés ", di ‘ Atrás queda la tierra ’ (Six Barral, 2024) incluye las vivencias crudas de otros venezolanos, pero también las reflexiones que Arianna hace sobre su nación desde el periodismo, el ser extranjera y la maternidad. Hay partes ensayísticas, de registro, que cuentan las discriminaciones y dolencias sociales que viven los migrantes venezolanos en nuestro país, y también es una crónica en la que la autora cuenta cómo abandonó su tierra, empezó desde cero, la mira con distancia y cría a un niño en otra cultura.  La periodista y autora venezolana escribió 'Atrás queda la tierra', un libro que dedica a su hijo y en el que registra su experiencia como migrante. Ante el acoso xenófobo que contabas, pensaste incluso en dejar de dar entrevistas. ¿No te parece que tu libro es justamente un antídoto contra el odio? “Para mí existir en Chile también ha sido eso. Trabajo en una librería donde hablo con muchísima gente y desde que trabajo con público esto pasa todos los días de mi vida: recibo comentarios que no son malos, pero sí ignorantes, odiosos, y trato de contestar lo mejor posible. Es extraño y es bonito también porque la calma como respuesta ante la violencia los deja desarmados y ahí, algunas veces, se siembra la curiosidad. Pero claro, tiene un costo grandísimo y yo me desarmo fácil. Mientras escribía este libro estuve en dos oportunidades con licencia psiquiátrica porque no podía no sentir angustia e impotencia ante todo lo que encontraba sobre las muertes y situaciones difíciles que tuve que reescribir. Y cuando reconstruí mi propia historia. No quiero caer en cama, quiero ser responsable con el libro y ser fuerte para él. Eso significa parar para seguir. Seguir para educar. Educar para que otros no pasen por lo mismo ” ¿Cómo han recibido desde la comunidad migrante tu relato? “Han pasado cosas curiosas. Se me acercó alguien en la librería para decirme ‘ yo también soy hija de un chavista’ . Me lo dijo como algo prohibido. Como si se tratara de un secreto. Y no lo es. La mayoría de nuestros padres fueron chavistas y creyeron en un proyecto que fracasó. Hay una vergüenza en asumir eso, pero a conciencia, no quise dejar de demostrar cómo lo político permea en la vida doméstica y cómo fue mi experiencia creciendo con un padre chavista. Me quedé corta incluso. Y además que son experiencias que no sólo ocurrieron en Venezuela, sino que han vivido otros seres humanos que se han apasionado por alternativas políticas. He encontrado mucha literatura y uno podría hacer un estante sólo de esa temática. Autores de Rumania, Albania, China, que sienten esa frustración o a veces vergüenza. Es muy interesante ver y registrar qué pasa con las pasiones: a quiénes afectamos cuando estamos tan apasionados, qué hacemos con ella cuando le ponemos límites y cuando no”.  ¿Cómo se vinculó tu hijo con el texto? “No lo he leído todavía. Lo tiene en su biblioteca con la promesa de que a los quince años lo va a leer. Ahora es muy chico. Pero él aparece en el texto. Hay personas que no me creen que él haya hecho esa reflexión, cuando menciona que no es de allá, no es de aquí, es multipaís. Lo tengo grabado (se ríe). Es sensible, inteligente, rápido de mente y quiero que cuando tenga dudas sobre su origen e identidad, tenga las respuestas. Posiblemente estaré allí para responderlas, pero este libro tiene el pulso del momento. Lo escribía de madrugada, cuando él dormía, porque tengo una crianza muy vívida y me gusta estar con él la mayor parte del tiempo que pueda. Él no tiene el acento, ni el pelo como yo, ni mi color de piel. Está creciendo bajo el sol chileno, que pega menos. Va a pasar desapercibido. Va a vivir una experiencia muy distinta. Pero va a ser el hijo de una migrante ”.  ¿Cuál es tu relación con Venezuela hoy, desde la distancia? “No tengo dudas de mi amor por Venezuela. Lo que sí tengo es un miedo enorme sobre lo que voy a sentir  cuando vuelva. No he vuelto ni una vez. Entonces percibo que ese retorno se acerca, no sé si definitivo, yo pienso que no: yo he construido una vida aquí, sobre todo una para mi hijo y no se la voy a romper tan fácilmente. Es necesario un retorno simbólico. Una primera cita. Quiero recordar mi aire, ver el mar. Pero no queda casi nadie, ni mi familia, ni amigos. entonces, ¿para qué volver? ¿Volver a qué? Esas son las preguntas. Para mí es un sueño, como un paisaje precioso, idílico, que no es posible. Qué miedo volver y que la realidad de lo que está pasando allí no me permita ser o que mis recuerdos se aclaren y sean otra cosa, de otro color, más crudo incluso de lo que guardo en la memoria. Eso me asusta. Encontrar una historia distinta a la que me he contado, para bien o para mal.” ¿Y cuál es tu relación con Chile? ¿Lo consideras tu hogar? “Es el hogar de mi hijo. Estamos con un gobierno en el que muchos migrantes apoyamos porque garantizaba respeto y se han incumplido con promesas . Más bien se instaló un discurso de otros ex presidentes o que fueron adoptados desde la derecha. Es súper doloroso. Me rompió el corazón. Entonces yo estoy intentado valorar que aquí vive parte de mi familia: mi abuela, mi madre, mi hermana y mi tía. Tengo una pareja chilena. Y sus hijos, quienes se han convertido en los míos. Mi esfuerzo hoy es apreciar eso. En que estoy en un mismo lugar con toda esa gente que amo y que me ama, pero la verdad es que el país se ha transformado en un lugar hostil”.  ¿Cuál es la relación entre los gobiernos locales y la xenofobia?  “Que los gobiernos instalen discursos contra la migración o hagan ver que la violencia y la delincuencia vienen desde allí cuando los estudios nos muestran otra cosa me parece súper problemático. La mayoría de los crímenes no viene de la migración, sino que es a esos a los que se les da cobertura porque funcionan mediáticamente  y fortalecen una identidad nacional. El país se une en un único relato. Pero que te estén culpando todo el tiempo, y que seas el cuerpo responsable de todo lo malo, es muy frustrante . Es doloroso también ver cómo hay otros migrantes que adhieren a ese discurso para estar a salvo. Y parece que existimos unos buenos y unos malos. Hace poco se me acercó una señora  y cuando me iba a saludar me dijo ‘ay pero tú eres venezolana’ y se alejó. Le dije que sí y me dijo “ah, pero tú eres de las buenas, no viniste a delinquir, ni a dañar nuestra raza’. Yo tuve que salirme del lugar y dejar que mis compañeros se encargaran, pero a lo que voy con este ejemplo es que esos discursos se validan cuando el oficialismo, que prometió hacer lo contrario, cae también en instalar esas narrativas. Los latinos no hemos entendido la crisis migratoria como una problemática humanitaria ”. ¿Cuál es la evaluación que hace sobre la labor del presidente Boric en el área de migración? “No sé cuál es la dinámica en el poder, pero qué lástima que ceda a las cosas. No creo que tenga un problema de identidad, sino que más bien es valórico, de principios. Hay cosas que no se transan y al final lo que él transó es lo que no lo toca: ser migrante. Si hay que lanzar a alguien por la borda, ¿a quién?, por supuesto, tiramos a los extranjeros. Es muy decepcionante que esta persona haya sido el político que cuando estaba en búsqueda de firmas, le escribió a organizaciones migrantes para buscar apoyo. No sé a que se ha enfrentado él como presidente, pero ha dejado claro que tiene principios móviles”.

  • El país de mujeres que no duermen

    Un nuevo estudio de Activa Research reveló que el 56% de los chilenos descansa peor que el promedio mundial. Pero para las mujeres, las noches son más largas y el sueño, un lujo cada vez más caro: entre jornadas laborales extenuantes, maternidades en solitario, ciclos hormonales ignorados y un modelo que exige sin tregua, el cuerpo pide pausa, pero la cabeza no se apaga Son las 14:30 de la tarde y, sentada en una silla que da directo a la vereda, Gina —de estatura baja, rostro serio y unos treinta y tantos años— sostiene la mirada, pero prefiere no decir su apellido. Llegó desde Venezuela hace cinco años y desde hace tres trabaja en una confitería en la calle Covadonga, pleno centro de San Bernardo. Gina es madre. Y lo es mientras cobra dulces, acomoda bandejas y mientras mira de reojo a su hija. La maternidad, como muchas veces pasa, le consume el día y también la noche. Dormir bien es un lujo. “No duermo bien. Me imagino que por el mismo estrés del día a día”, dice. “Yo vengo con mi hija, y aunque estoy trabajando igual me preocupo por ella: que almuerce, que no le falte nada, que llegue al colegio. Vivo con ese estrés constante”, recapitula. Cuando el reloj marca las 19:10, Gina se alista para salir corriendo: tiene que buscar a su hija al colegio. La niña, que la espera todos los días para ir juntas a cerrar el local y volver a casa, ya forma parte de la rutina en la confitería. Pero ahí no termina la jornada. “Tengo que estar pendiente de sus tareas, la cena, todo eso del día a día”, enumera. Si se hicieran las cuentas, como esas que ella misma hace en la confitería con las monedas en la caja, Gina duerme menos de seis horas por noche. Muy por debajo de las siete u ocho recomendadas para una mujer de su edad. Pero no es un caso aislado. En su insomnio cabe también el de muchas otras: mujeres que duermen poco porque trabajan mucho, porque crían solas, porque el cuerpo cambia y nadie lo nombra, porque el sistema no perdona. El 56% de los chilenos duerme peor que el promedio mundial. Pero las mujeres, una vez más, llevan la peor parte. Gina aprendió a vivir con el descanso a deuda, quedó en pausa y en su lugar se instaló esa vigilia que tantas otras comparten. El cuerpo lo resiente. Y no es metáfora: estudios comparan la falta de sueño crónica con los efectos de una intoxicación alcohólica. Pero a diferencia del alcohol, el insomnio de Gina no lo eligió nadie. El pago en cuotas de ser mujer Un estudio reciente sobre la calidad del sueño, elaborado por Activa Research y WIN, reveló que el 56% de los chilenos duerme significativamente peor que el promedio mundial . Pero, como suele ocurrir, las mujeres cargan con la peor parte: representan el 25% de quienes reportan un descanso deteriorado, frente al 15% de los hombres. La privación de sueño, dicen los expertos, no es un detalle menor: afecta la concentración, ralentiza los reflejos, altera la coordinación. Médicamente, sus efectos se comparan con los de una intoxicación alcohólica. Pero aquí no hay fiesta ni celebración: solo jornadas eternas, cuerpos agotados y un sistema que exige mientras el cuerpo pide pausa. Álvaro Jeria, psiquiatra y director médico de la Clínica de Neuromodulación, NeuroMod, señala que hay diversas hipótesis que pueden darle respuesta a este fenómeno, como el rol social y la multiplicidad de funciones de las mujeres: “Hoy día las mujeres estudian trabajan, mientras son madres, esposas e hijas. Con una demanda en el modelo imperante de vivir en Chile. Una demanda social muy fuerte”, asegura.  En ese sentido, Jeria señala que en la sala de espera de los profesionales de salud mental, es posible que hasta un 80% de los pacientes que consultan sean mujeres. u Así, la falta de sueño podría considerarse tan solo la punta del iceberg  en problemáticas derivadas al bienestar emocional de ellas. El psiquiatra explica que hasta poco antes de la adolescencia es común que las tasas de depresión o de ansiedad sean relativamente iguales entre hombres y mujeres; sin embargo, después de la adolescencia se produce un cambio donde por cada uno o dos hombres enfermos, hay de tres a cuatro mujeres.   Cifras que quitan el sueño. ¿Cuál es la hora ideal para dormir y llegar a un descanso idóneo? El especialista señala que la respuesta es sencilla, ya que, hay un reloj natural: El sol. Por lo que, lo óptimo sería hacer nuestro día en base al propio ciclo de este. Asimismo, en la edad adulta, según Bupa Latinoamérica, se sugiere dormir entre siete y ocho horas dependiendo de la salud mental de la persona, ya que, hay personas que para funcionar de forma productiva durante el día necesitan de al menos nueve horas de sueño. Valentina Vallejos, de 28 años, vende bajo su toldo azul también en la calle Covadonga, y sin saberlo, comparte con Gina la falta de sueño debido a la ocupada vida laboral y los gajes del oficio de la maternidad. Empezó a trabajar hace seis años gracias a su hermana, en el lugar donde llega diariamente a las nueve de la mañana y se va a las siete de la tarde.  Es menos detallada al hablar, pero tiene un tono amable, y al igual que muchas madres, Valentina tiene que equilibrar la balanza entre su rol de mamá y los, muchas veces, desordenados ciclos del sueño: “Llego a casa, tengo que hacer las cosas, el aseo y todo eso, las cosas de mi hijo. Ahí recién me acuesto, pasada la media noche más o menos, luego me despierto a las siete”, explica.  Sin embargo, Valentina hace hincapié en que esto se vuelve más difícil en épocas de invierno debido al horario. Esto, al tener que levantarse aún más temprano para alcanzar a trabajar más tiempo, a diferencia del verano, dejando en segundo plano la construcción de una sana relación con su ciclo de sueño.  Las dificultades del invierno no se limitan únicamente a esas, el psiquiatra Álvaro Jeria explica la existencia de un cuadro denominado “trastorno afectivo estacional”, el cual afecta a las personas debido a la falta de luz durante el cambio de estación, produciendo un trastorno del ánimo que puede derivar a depresiones clínicas en el invierno . El cese de un ciclo y el inicio de otro El factor hormonal más intrínsecamente ligado a las cuotas que se pagan por ser mujer tampoco es un caso aislado en esta problemática. Aun con clientela esperándola, María Tiznado, quien ha trabajado de comerciante toda la vida, cuenta cómo llegó a vender en esta avenida tras haber sido ambulante en el pasado: “Arrancando de los carabineros”, recuerda. Puntualmente, a las nueve de la mañana está lista para vender . Su mayor motivación para trabajar son sus hijos de nueve y 21 años. María confiesa que recientemente no concilia el sueño por motivos distintos a la maternidad o el trabajo, relacionados directamente a algo natural e involuntario de la naturaleza humana: La menopausia.    Admite no dormir muy bien debido a esto, volviéndose una dificultad más allá de su ajetreada vida laboral: “Tengo un desorden para dormir porque despierto con calor, me llegó la menopausia, así que es totalmente complejo para una mujer, porque despiertas acalorada y con sudor como cuatro o cinco veces para ir al baño”, expresa, “en definitiva, no duermes de largo, eso pasa a todas las mujeres yo creo”.  El psiquiatra Álvaro Jeria explica que los desafíos de los vaivenes del ciclo hormonal en las mujeres son factores determinantes en su salud mental, y por ende, en su sueño: “Las mujeres tienen el milagro de la vida, pero va de la mano de un montón de desafíos y uno es el desafío hormonal”.  Gina, tras hacer malabares entre preparar a su hija para el colegio en el trabajo, ir a dejarla, trabajar, ir a buscarla y realizar las labores del hogar se enfrenta cara a cara con la noche, donde se supone, debiera haber un tiempo de sueño reparador, cosa que no sucede: “Cuando llega la hora de acostarme, como que mi mente y mi cuerpo están ya colapsados, y creo que es eso lo que no permite que el descanso”.

  • La tortuga de mar que espera en Rancagua volver a su hogar

    A comienzos de marzo, en una playa de Ancud, Chiloé, los vecinos se encontraron con una escena inesperada: una tortuga olivácea, herida y varada, luchando en silencio por sobrevivir. Sin saberlo, intentaron devolverla al mar, arriesgando su vida. Pero el destino —y la pronta intervención de un equipo técnico— le dio otra oportunidad. Desde el extremo sur de Chile, cruzó el país: pasó por Puerto Montt, luego Santiago, y hoy descansa en Rancagua, bajo cuidados médicos, mientras espera su regreso a las aguas cálidas del norte que siempre fueron su hogar. Fue el 10 de marzo cuando el mar arrastró a la orilla un ser que parecía de otra era. Una tortuga olivácea, especie catalogada en peligro de extinción y que generalmente transita por las aguas tropicales o cálidas, pero esta vez apareció varada en la fría playa de Pupelde, en Ancud . Inmóvil, exhausta y con los ojos apenas entreabiertos, yacía en la arena como si el océano la hubiera devuelto con pesar. A su alrededor, se congregó una pequeña multitud. Eran vecinos, curiosos y turistas. Gente con buenas intenciones, pero sin conocimiento. Algunos se inclinaban sobre ella con ternura; otros, con apuro, intentaban devolverla al mar, creyendo que así estarían salvando su vida. No sabían que aquel impulso podría condenarla para siempre. La tortuga no tenía fuerzas para resistirse. Su temperatura corporal era baja y su energía casi nula.  Pasaron apenas unos minutos hasta que llegó al lugar el equipo de Sernapesca. Al ver la escena —la tortuga rodeada de gente y algunos aún intentando devolverla al Pacífico— intervinieron de inmediato. Era evidente: el animal no estaba en condiciones para volver al agua. Inmediatamente los funcionarios activaron el protocolo y en menos de cinco minutos ya estaban en contacto con el centro de conservación Chiloé Silvestre, ubicado en la Reserva Marina Pullinque. Abundan en el Pacífico oriental; predomina una mayor concentración de ellas en Venezuela, México, Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica, al sur de Panamá y Colombia. También se encuentra en Ecuador, Perú y el norte de Chile. “Me acuerdo que recibí un WhatsApp de Sernapesca: ‘vamos en camino con una tortuga, llegamos en menos de una hora’”, recuerda Javiera López, encargada del área de Medicina y Rehabilitación de Chiloé Silvestre. No hubo tiempo para dudas. Apenas leyó el mensaje, Javiera y su equipo comenzaron a preparar lo necesario para recibir al nuevo paciente. En el centro, acostumbrado a trabajar con recursos limitados, la rutina del rescate siempre implica algo de improvisación. No hay equipos de última generación ni grandes instalaciones, pero sí hay compromiso. Lo importante era actuar rápido, ofrecer atención médica básica y confirmar que la tortuga estuviera fuera de peligro.  Eran las 14:08 cuando Javiera López vio entrar la camioneta por el acceso del centro Chiloé Silvestre. Lo recuerda con exactitud. Dentro del vehículo, sobre una caja, venía la tortuga. Desde su posición, apenas podía distinguir su silueta, pero algo en el ambiente se volvió solemne. En ese instante, todo el equipo se activó con un mismo propósito: salvarla. Entre varios la sacaron con cuidado. Javiera fue quien notó primero la gravedad del estado en que venía. El animal estaba letárgico, como si estuviera atrapado en un sueño profundo. No reaccionaba a los estímulos y mantenía los ojos cerrados, cubiertos por una delgada capa de secreciones. Su cabeza colgaba, vencida por  la fatiga. Javiera se acercó lentamente y la tocó. Por un breve momento, la tortuga parpadeó. Era apenas un gesto, pero suficiente. Estaba viva. Sin perder tiempo, comenzó el examen. Pesaba 37,7 kilos. Era una hembra adulta, con una edad estimada entre los 30 y 50 años. Sin embargo, su condición corporal no era buena, estaba por debajo del peso ideal, aunque no al borde del colapso. Con paciencia, Javiera recorrió cada rincón de su cuerpo, como quien lee una historia escrita en cicatrices. Había una herida antigua y profunda en la aleta izquierda, el caparazón comenzaba a pelarse, y cerca de la cola, la coloración era distinta, quizás señal de una infección. La bautizaron con cariño: la tortu . Y tras el examen inicial, Javiera y Darlyn —encargada de Educación Ambiental del centro Chiloé Silvestre— comenzaron a preparar el espacio donde la paciente pasaría sus primeros días de rehabilitación. La acomodaron en una piscina plástica, el único lugar disponible que podía contenerla con seguridad. Al principio, el agua tibia que necesitaba para regular su temperatura la calentaban con hervidores eléctricos, uno tras otro, sin pausa. Luego, cuando el rescate dejó de ser una emergencia y se convirtió en rutina diaria, consiguieron comprar calefactores. “Con la tortuga tuvimos distintos tipos de gastos. Arreglamos el calefont que no usábamos hace tiempo para tener agua caliente, comprar gas, mangueras y otras cosas que ella fue necesitando”, cuenta Darlyn. Con el paso de los días, la tortu comenzó a mostrar signos de mejora. Su cuerpo recuperaba lentamente la energía perdida. La mantenían sumergida en agua tibia a la que agregaban sal para imitar las condiciones del mar. Le ponían algas en la piscina, el único alimento que aceptaba por sí sola. El resto, se lo administraban de forma forzada, con paciencia y cuidado. También recibía inyecciones con medicamentos que ayudaban a su recuperación. La mejoría se volvía visible: sus heridas cicatrizaban, su cuerpo ganaba fuerza, y empezaba a mover las aletas con determinación. Cada movimiento era una señal y cada parpadeo una esperanza.  Fueron 18 días los que la tortu  pasó en el centro de conservación Chiloé Silvestre. Pero Javiera sabía que, si bien había progresos, el viaje de esta tortuga aún no había terminado. Por eso, mientras ella seguía recuperando fuerzas, Javiera comenzó a gestionar un traslado. Su plan era llevarla a la Universidad de Antofagasta. Ya había enviado una tortuga allí antes y conocía el lugar: al norte del país, con aguas cálidas y las condiciones ideales para una especie como la olivácea. Además, el centro contaba con tortugueras especializadas y un equipo preparado para continuar con el proceso de rehabilitación. El plan sonaba perfecto. Incluso hablaron con Sernapesca para plantear la propuesta. Pero, como ocurre muchas veces en estas historias, el desenlace tomó otro rumbo. Una semana después, el destino no fue Antofagasta, sino Rancagua. Más específicamente, el Parque Safari y su área de conservación, Safari Conservation , encargados de la rehabilitación y, si el proceso lo permite, la futura reinserción de los animales. El 28 de marzo, a las seis de la mañana, comenzó la travesía. Fue Sernapesca quien se encargó del traslado. La tortu  partió en avión desde Chiloé hacia Puerto Montt, luego voló hasta Santiago, y desde ahí fue llevada por tierra hasta Rancagua. A las 18:30 horas llegó a su nuevo hogar.  Durante los primeros procedimientos médicos en Safari Conservation , los veterinarios notaron que la tortuga —identificada oficialmente como PSRM0229 y ya no como la tortu — presentaba signos de deshidratación. La decisión fue inmediata: fluidoterapia. Le administraron suero, un paso necesario para estabilizarla antes de llevarla a su nueva piscina, una estructura acondicionada con calefactores que imitaba, una vez más, el mar que había perdido. Pasaron nueve días. Era un sábado gris, cerca de las cuatro de la tarde, cuando llegó el momento de una nueva curación. En el lugar estaban Diego Peñaloza, Claudia Rojas y Sebastián Castillo, médicos veterinarios.El objetivo era trasladar a la tortu  desde la piscina hasta la sala de procedimientos. El aire olía a mar y dentro de la sala había una camilla al centro, estanterías con medicamentos, un computador cubierto de polvo que parecía no haber sido usado en semanas. En una esquina, una jaula rompía el silencio de tanto en tanto con suaves ruidos. Dentro un conejo —espectador involuntario— acompañó la curación sin protestar. Cada movimiento del equipo era meticuloso. Sabían que, aunque la tortuga mostraba signos de mejoría, seguía siendo frágil. Su cuerpo respondía pero con límites. Antes de traerla, lo prepararon todo: lo primero fue colocar un neumático, el mismo que aún conservaba tierra en los bordes y que serviría como soporte, porque la tortuga necesitaba ese espacio entre su cuerpo y el suelo para poder respirar. Abrieron todas las puertas porque necesitaban espacio, libertad de movimientos y aire. En el fondo del patio, bajo un toldo azul, estaba ella. La tortu.  Reposaba dentro de una piscina celeste, cubierta por una malla café que la aislaba del mundo exterior. Cuando fueron a buscarla, los tres —Claudia, Diego y Sebastián— sabían que cada movimiento debía ser cuidadoso. Desde lejos, apareció su cuerpo verde, robusto, que se movía con fuerza entre brazos humanos. La traían tomada del caparazón. Las aletas golpeaban el aire, su cabeza iba de arriba a abajo, como si reconociera que algo importante estaba por suceder. Cuando la depositaron sobre el neumático, sus aletas no dejaron de moverse. Nadie hablaba. No debía acostumbrarse al sonido de las voces humanas: podría interferir con su rehabilitación. Solo se escuchaban, a ratos, las interferencias de las radios con las que los médicos se comunicaban. Y el zumbido de las moscas, que distraía incluso a Claudia, la veterinaria encargada de sus curaciones, quien, con mascarilla y guantes, batallaba contra insectos y detalles minúsculos a la vez. L a tortu  permanecía quieta. Excepto por su boca, que se abría y cerraba constantemente, dejando escapar una baba espesa. A veces parecía suspirar. Su caparazón se inflaba lentamente, como si con cada respiración se dijera a sí misma que podía aguantar un poco más. La curaron con devoción, le retiraron escamas en mal estado, le revisaron las aletas y también su cuello, grande y abultado, que sobresalía entre la cabeza y el plastrón. Le aplicaron medicamentos, analgésicos, antibióticos. A veces, el dolor la hacía moverse. Azotaba las aletas contra la camilla con violencia. Más de tres veces. Su destino aún es incierto, la tortu s igue a la espera de que le realicen una endoscopia apenas se desocupe la agenda, la cual determinará su estado de salud de una manera más detallada y esta definirá si logrará su retorno al mar. Es un proceso largo, podría llevar meses, y sólo la opinión del médico, la coordinación y decisión de Sernapesca, serán las incógnitas de la ecuación que dará como resultado el regreso a su hogar.

  • ¿Qué tan pedropascalizados estamos?

    Pedro Pascal no solo es el actor del momento, también es el rostro de una nueva forma de ser hombre: más sensible, lector, abierto a hablar de salud mental y activismo. Pero… ¿esto es realmente un cambio o solo una moda? Hablamos con un psicólogo experto y con varios chilenos de distintas edades para entender cómo están cambiando (o resistiéndose a cambiar) las masculinidades hoy. Y las respuestas son tan diversas como impactantes. En 2024, la prestigiosa revista Men’s Health  encendió una conversación que ya venía gestándose en redes sociales, en universidades, en grupos de terapia masculina y en sobremesas familiares. La portada no mostraba músculos tensos ni miradas rudas: era Pedro Pascal, el actor chileno que ha conquistado Hollywood con papeles complejos y carisma dulce. Pero más allá del estrellato, lo que destacó la revista fue su papel como símbolo de una nueva masculinidad. Una que es tierna, lectora, reflexiva y socialmente comprometida. La publicación argumentaba que Pascal está desafiando el machismo y estableciendo un nuevo ejemplo para los hombres latinos. A algunos les pareció una afirmación exagerada. A otros, un reflejo de los tiempos que corren. La pregunta que subyace es profunda: ¿Estamos frente a una reescritura real de la masculinidad o simplemente ante una moda pasajera? ¿Qué tan dispuesto está el hombre contemporáneo —en especial el latinoamericano— a repensarse? Pedro Pascal fue elegido por la revista Men's Health como el nuevo hombre. La publicación destacaba en 2024 su rol en el quiebre de los estereotipos. Decía que el actor chileno es un nuevo ejemplo para los hombres latinos. Un nuevo guion para "ser hombre" Pedro Uribe, psicólogo chileno, especialista en género y director del colectivo Ilusión Viril , lo plantea con claridad: “Estamos atravesando una transición en torno a las masculinidades. Hay una redefinición de lo que entendíamos por ‘ser hombre’. Los hechos históricos que hemos vivido recientemente —como el estallido social o la pandemia— han desafiado nuestra cultura, y cuando eso ocurre, también se cuestionan los significados que le damos a las cosas”. Según Uribe, estas transformaciones no son meramente discursivas: “Hoy, la cantidad de hombres que asisten a terapia es la más alta registrada. Vemos también un aumento sostenido en las solicitudes de vasectomías. Estos son indicadores tangibles de una mayor conciencia sobre la salud mental y reproductiva”. Pero, como todo cambio profundo, este no es lineal. Hay avances y también resistencias. Un estudio publicado en 2023 por La Vanguardia   reveló que uno de cada cinco jóvenes españoles es más machista que su propio abuelo. Este fenómeno, lejos de ser marginal, evidencia un retroceso preocupante en generaciones que se asumen “despiertas” o “progresistas”. Uribe lo explica como un efecto colateral del cambio cultural: “Cuando las estructuras tradicionales se ven amenazadas, muchas veces se produce una reacción contraria. Algunos hombres, en lugar de adaptarse, se atrincheran en formas más rígidas y agresivas del machismo. Es una forma de resistencia ante el avance de los derechos sociales”. Este panorama muestra que el concepto de masculinidad hoy es un territorio en disputa. La figura de Pedro Pascal, con su mezcla de sensibilidad, humor y activismo, se vuelve disruptiva precisamente porque encarna lo opuesto a ese machismo reactivo. No se impone desde la fuerza, sino desde la vulnerabilidad y la empatía. Voces desde Chile En ausencia de Pedro Pascal, conversamos con distintos hombres chilenos para entender cómo viven ellos esta transición. Las respuestas, diversas y a veces contradictorias, ilustran el estado actual del debate. “Yo he cambiado como hombre en los últimos años: soy más reflexivo, me he vuelto más sentimental y empático”, dice Patricio Trigo, de 68 años. Óscar Franco, de 39 años, cuenta que creció bajo el mandato de la fortaleza: “A mí me enseñaron que ser hombre era sinónimo de no llorar, de no mostrar debilidad, pero ya no creo eso: yo soy un osito sensible”. En el otro extremo, Vicente Espinosa (33) pone en jaque incluso la necesidad de definirse en términos binarios: “No me acomoda decir que soy hombre, prefiero identificarme como persona”. Su perspectiva refleja una mirada post-identitaria, más común entre generaciones más jóvenes o en círculos queer. Pero no todos los testimonios hablan de cambio. Rodrigo Espinoza (32) es tajante: “Los chilenos no hemos cambiado nada: entre nosotros nos tratamos con violencia o con burlas”. Alejandro Mejías (23) apela a su fe como brújula de masculinidad: “Para mí, ser hombre significa ser tal cual como Dios me creó. Él me guía y me dice el hombre que debo ser”. Claudio Sáez (36) expresa una sensación de pérdida y persecución: “Se han perdido los valores que nos enseñaron nuestros abuelos. La tenemos difícil, se nos juzga por todo”. Esta visión es común en discursos que sienten que el feminismo o los nuevos movimientos les “quitan algo”. Por último, Rodrigo Marambio (29) comparte una historia íntima: “Mi mamá me enseñó a ser hombre y tal vez por eso soy más sensible”. Lo que queda claro es que no hay una única respuesta. Ser hombre, hoy, es una identidad que se moldea en la fricción entre el pasado y el presente, entre la tradición y la transformación. Los discursos conservadores suelen apelar a una idea esencialista del hombre, asociada a la fuerza, el liderazgo y la autoridad. En cambio, las nuevas miradas —como la que encarna Pedro Pascal— apuestan por una masculinidad afectiva, que se atreve a dudar, a llorar, a pedir ayuda. El fenómeno de la “pedropascalización” no es, en sí mismo, la solución. Es apenas una figura visible que ayuda a desestigmatizar otras formas de ser hombre. Como todo símbolo pop, puede ser adoptado de forma superficial o profunda. Lo relevante es que está sirviendo de excusa para abrir conversaciones incómodas pero necesarias. "La masculinidad no se define en una revista ni en una red social. Se construye todos los días, en las decisiones cotidianas, en los afectos, en los silencios y en las palabras", dice el experto.

  • El desalojo tocó la campana del colegio

    El 4 de junio, Benjamín, un niño de nueve años, vio cómo retroexcavadoras derribaban su casa en una toma de Quilicura. En ese instante perdió su hogar y la continuidad de sus estudios. Junto a su madre tuvo que mudarse a otra comuna, lejos del liceo al que asistía cada día y la educación quedó en la cola de las prioridades. Hoy es uno de los más de 50 mil niños fuera del sistema educativo, expulsado de las aulas tras ser desalojado de su barrio. Sentada en el borde de una silla, con las manos temblorosas, Fabiola evita el contacto visual mientras cuenta esta historia. Su voz es baja, quebrada, como si en cada palabra existiera una posibilidad de perder una de las únicas cosas que le quedan. No quiere que nadie sepa su nombre ni el de su hijo.  “Fui a pedir ayuda a la municipalidad porque ya no cachaba qué más hacer”, susurra, “le conté a la trabajadora social que Benjamín ya no podía ir al liceo desde el desalojo y me respondió que si no iba al colegio, me lo iban a quitar”. Lo último que le recomendó, antes de darle la espalda, fue “ si no puedes con él, quizá sea mejor que lo cuide alguien que sí pueda ”.    El 4 de junio a las 8:30 de la mañana, el campamento Mauricio Fredes de la comuna de Quilicura, fue desalojado . El rugido de las máquinas resonó en cada rincón de las viviendas de hojalata, mezclado con los gritos y las órdenes de las autoridades. Los vecinos, aferrados a quedarse, levantaron barricadas y expresaron su descontento, acompañados por un viejo e inquebrantable miedo a un círculo de pobreza del que pensaron haber salido. Fabiola dice que su hijo de nueve años expresó con frustración: “ No sé por qué me pasa esto ”, como si él tuviera algún tipo de responsabilidad en el desalojo. Ella lo abrazó fuerte. El desmantelamiento del campamento marcó el inicio de una serie de traslados para él y su madre. Se acurrucaron bajo tres techos distintos en menos de dos meses. Pero su mochila de Spiderman   siempre estuvo tal y como se encontraba el día en que se vieron forzados a salir de Quilicura: con sus útiles listos. Benjamín tiene nueve años y en los últimos meses ha vivido en más de tres casas transitorias con su mamá, mientras encuentran un hogar. Él ya no va al colegio. Y aunque la preocupación durante toda esa temporada fue encontrar un lugar dónde resguardarse, otro problema que surgió ante cada reubicación fue el retroceso en su proceso de reintegración en el sistema educacional. Generando su primera deserción escolar . “Al principio, cuando entendió que no iba a volver, me miraba con esos ojitos llenos de preguntas que yo no podía responder … ‘¿Y mis compañeros, mamá?’, me preguntó harto tiempo por esos cabros”, recuerda Fabiola. Hoy, esta madre soltera y su hijo viven en un nuevo campamento ubicado en la periferia de Lampa. Son pocos los parques cercanos, los paraderos de locomoción pública son casi inexistentes y el liceo más cercano está a kilómetros. Fabiola dice que ya no sabe qué hacer, que su trabajo como auxiliar de aseo en un Cesfam le consume todo el día y cuenta que le angustia no poder llevarlo a un liceo. “ Están tan lejos (los establecimientos educacionales) y no me dan los tiempos. Me encantaría poder salir a dejarlo y a buscarlo después, pero si hago eso olvídate de la comida ”, cuenta la mamá. Anotación negativa para el sistema Benjamín abandonó las clases y su deserción escolar es una herida abierta en el tejido de la sociedad que ilustra una red de protección estatal que no fue capaz de sostener la escolaridad de los niños y niñas de ese asentamiento ilegal. La académica UDD y especialista sobre impacto social de la Pontificia Universidad Católica, Macarena Mackay, explica que la deserción escolar es la interrupción prolongada e indefinida del sistema educacional, producido por diversos motivos, ya sea económicos, laborales, sociales o derivaciones de adicciones. Sin embargo, existe la deserción “forzada”, la cual se produce por la reasignación de un lugar para vivir, priorizando la disponibilidad geográfica por sobre la educación, agregó. Según las últimas cifras de 2023 del Ministerio de Educación (MINEDUC) la tasa de desvinculación escolar chilena es de 1.66%, lo cual corresponde a 50.814 estudiantes que no están registrados en el sistema educacional, l​​o que representa un incremento de 0,2 puntos porcentuales respecto a la tasa del año 2022. Dibujo que hizo Benjamín sobre el día en el que fueron desalojados del campamento. La Organización de Naciones Unidas (ONU), aseveró en su informe sobre “ Desalojos Forzosos ” (2014) que estos son desconcertantes para toda familia, pero son “especialmente traumáticos para la estabilidad de los niños”. Señalaron cómo la violencia, el pánico y la confusión que rodean estos desahucios dejan una huella profunda, que a menudo desencadenan trastornos postraumáticos que dificultan enormemente su aprendizaje y desarrollo sociocognitivo. La madre explica que Benjamín se queda solo en casa, que ya no confía en dejarlo con otras personas, porque en ocasiones anteriores fueron imprudentes con su cuidado, aunque no quiso detallar de qué manera. A pesar de lo difícil que puede ser para un niño enfrentar esta soledad, a Fabiola le genera una paz amarga.  El niño se levanta temprano todos los días, cuando su mamá se va al trabajo y cuando el sol se abre paso entre las paredes de madera y latón. Su rutina es siempre la misma: sale a caminar por los caminos polvorie ntos que bordean la toma. Ha aprendido a inventarse juegos, a veces con piedras, a veces con palos. En su improvisada pista, donde esquiva y vuela sobre escombros, con los brazos extendidos y sus puños al frente, lanza telarañas soñando con ser Spiderman en bicicleta. Hace tiempo que dejó de jugar a la pelota, aunque siempre ha querido jugar en la cancha de la toma, pero es tímido y no se acerca a los otros niños. Isidora García, Directora Social de la fundación Techo-Chile , enfatizó en que el tema de niñez en campamentos es una cifra borrosa, donde no se sabe ni cuántos niños hay, ni en qué condiciones se encuentran. Lo que por ende, según la especialista, genera la falta de medidas y protocolos que protejan integralmente a los menores que residen en asentamientos ilegales. “¿Que sucede después, cuando los desalojan?, ¿A dónde se van? Lamentablemente esa respuesta nadie esta siendo capaz de darla” , señala con preocupación. “ No hay una coordinación entre los distintos servicios del Estado para poder generar una respuesta integral para abordar las consecuencias sociales que estos desahucios traen a las familias”, agrega García. Las matemáticas todavía le encantan a Benjamín, aunque se confunde con las divisiones. “Juego con palitos en el patio (gran terreno cercano a su casa con altos pastizales). Los pongo en el suelo, los cuento y los agrupo, como cuando la profe nos enseñaba en clase. Es bacán porque así no voy a repetir cuando vuelva al liceo ”.

  • Las tías organizadas: mujeres trans mayores en Argentina por la reparación histórica

    Para las personas trans en América Latina, tener más de 40 años es ser una sobreviviente. Desde hace una décadas, adultas mayores travestis y trans de Argentina se organizaron para reclamar por una ley de reparación histórica que contemple las violencias estatales que han sufrido a lo largo de los años, además de tejer redes en las que construyen memoria y resistencias cotidianas. – Ustedes nos pegaron, violaron y asesinaron, ¿qué más quieren?- le grita Patricia Rivas a unos cien policías acorazados detrás de cascos y escudos.  Es 24 de mayo de 2024, la tarde está helada y la Plaza de Mayo, donde está la Casa de Gobierno, está rodeada de uniformados para impedir que la Segunda Marcha Plurinacional por la Reparación Trans y Travesti circule por la calle hasta el Congreso de la Nación, donde espera un escenario. El Ministerio de Seguridad del gobierno de Javier Milei publicó un protocolo que sólo permite manifestarse por la vereda , sin cortar el tránsito, además de habilitar varios mecanismos para criminalizar la protesta. Manifestación frente al Congreso argentino por una ley de Cupo Laboral Travesti Trans Foto: Ariel Gutraich/Agencia Presentes Patricia tiene el pelo rubio platinado vaporoso y avanza con tacos plateados, cubierta de un saco negro por el que asoma un gran escote. Tiene 58 años, es alta y robusta, parece fuerte pero guarda en el cuerpo  y la memoria las cicatrices del odio y la violencia de las fuerzas de seguridad. Ella forma parte de Históricas Argentinas , una organización de trans adultas mayores que se reconocen como víctimas del terrorismo de Estado y de múltiples violencias institucionales en democracia. Son sobrevivientes y exigen ser oídas.  A las trans mayores las acompañan activistas de Derechos Humanos y de la diversidad. Hay infancias y adolescencias trans, personas no binarias, lesbianas, maricas y mucha familia elegida. Frente al despliegue policial desproporcionado con armas largas y motos que rugen, el grito fue uno solo:   – ¡No tenemos miedo! La violencia institucional es una herida histórica en los colectivos travestis y trans. Durante la última dictadura cívico-militar argentina (1976-1983), las personas de la diversidad sexual, y con especial saña las travestis y trans, fueron perseguidas y encarceladas por su identidad. Pero para ellas los calabozos continuaron bien entrada la democracia, por la criminalización presente en los edictos policiales de varias provincias  que habilitaba la caza de “los travestidos” en las calles. Estos edictos estuvieron vigentes hasta 1998 en Ciudad de Buenos Aires y hasta una década después en Provincia de Buenos Aires y otras provincias. Las personas trans y travestis suelen decir que para ellas la democracia comenzó recién 2012, con la aprobación de la  Ley de Identidad de Género. Hace una década comenzó la militancia por una ley de reparación histórica para las trans y travestis sobrevivientes y también el pedido de una pensión graciable.  Para eso se formaron distintos grupos: además de Las Históricas Argentinas, existe el el Archivo de la Memoria Trans Argentina, un proyecto artístico y político de recuperación histórica que dio la vuelta al mundo y ha sido replicado en varios países.  Además de la reparación históricas, estos colectivos exigen que se cumpla el derecho a recibir salud integral para una vejez digna. Pero los proyectos de ley siguen durmiendo en los cajones del Congreso mientras van perdiendo estado parlamentario. Marlene Wayar  es activista, escritora, psicóloga social, egresada de la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo y comunicadora. En un programa de radio, ella explica : "Lo que queremos es que esta sociedad se sienta a discutir y reconozca que tenemos un promedio de vida de 32 años mientras, el de las personas cis es de 76 y subiendo y que esto constituye un genocidio. Después podemos ver los puntos de la ley, pero esto es mucho más complejo que una una mísera jubilación. Como dice Wanda, el Estado en algún momento tiene que reconocer todo lo que nos ha sacado, nos ha sacado la vida". Actualmente en Argentina solo la provincia de Santa Fe tiene una Ley de Reparación . Es un logro y un antecedente, pero las voluntades políticas actuales no abren diálogos nuevos. Este 1 de noviembre organizaciones como Futuro Trans y el Archivo, en compañía del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) presentaron un amparo para que el Estado les reconozca su derecho a la seguridad social. “Buscamos también que se reconozca y repare la violencia institucional que sufrió la población travesti y trans desde la recuperación de la democracia hasta el presente”, explica Marlene . Las protagonistas de este reportaje en orden de aparición : Marcela, Carola, Teté, Wanda y Sonia. Las marcas de la dictadura  “La reparación histórica consta de dos pasos: uno es que el Gobierno salga el balcón y reconozca todo el maltrato que hubo hacia las personas trans, y lo segundo es un resarcimiento económico que no sea una jubilación mínima, a nosotras nos tienen que resarcir por la vida que nos hicieron pasar”, dice Patricia un domingo por tarde, meses después de aquella Marcha por la Reparación donde la policía amenazó y reprimió.  Estamos en la terraza de su amiga Eugenia, en el partido de San Fernando, provincia de Buenos Aires, cerca de su casa. Su voz es el relato que entre carcajadas y angustias recompone esa memoria histórica que desde hace un tiempo decidió recuperar para seguir reclamando.  – En un tiempo me puse en pareja, fui peluquera y todo ese pasado lo sepulté. Al volver a hacer activismo volví a padecer y a tener las pesadillas de las persecuciones, de cuando corría con mis amigas escapando de la policía y que una caiga muerta atropellada por los autos. Es horrible vivir todo eso de vuelta.  Patricia también recuerda los ruidos, las voces, y estar detenida y vendada en la Comisaría de Tigre, provincia de Buenos Aires. “Esa que ahora tiene una placa conmemorativa que dice que ahí hubo un centro de detención durante la dictadura”, agrega.  En 1981, cuando tenía 14 años, estuvo secuestrada allí.  "Fueron cinco días pero para mí fue una eternidad. Estuve vendada y lo que se escuchaba eran las puertas, los ruidos de una puerta pesada que abrían y te agarraban. Me llevaban a otro lugar y me hacían la tortura en la que me metían la cabeza bajo el agua. A veces te apuntaban y gatillaban. Otras veces era violarte mientras me decían: ‘¿te gusta ser puto?’. Siempre eran dos y cuando el primero terminaba de violarme yo caía desvanecida al piso, y ahí me daba el otro". En abril de 2023, por primera vez en la historia, un  juicio de lesa humanidad  tuvo como voces fundamentales a un grupo de mujeres trans víctimas de la dictadura.  Carla Fabiana Gutiérrez, Paola Leonor Alagastino, Julieta Alejandra González, Analia Velázquez y Marcela contaron lo que vivieron en el Pozo de Banfield , uno de los centros clandestinos de detención, tortura y exterminio que funcionaron durante el terrorismo de Estado. Marcela Viegas declaró con un collar de cadenas gruesas, pulseras y una boina. Frente a ella la mesa estaba cubierta por la bandera del Archivo de la Memoria Travesti Trans Argentina. Allí contó que cuando estaba por cumplir 15 años fue secuestrada en Camino de Cintura, provincia de Buenos Aires y torturada sistemáticamente.  "Me ponían una capucha. No sé adónde iba. Teníamos una venda y yo podía espiar por abajo. Me tiraban en una cama. Me ataban. Y me ponían 220 (volts de electricidad)” contó en su declaración. Y agregó: “Es una hijaputez que nos pongan prostitución y vagancia. Yo iba a trabajar todas las noches porque por ser travesti no me iba a dar trabajo nadie”. En marzo de 2024 los jueces condenaron a los represores a prisión perpetua por delitos de lesa humanidad en el marco de genocidio.  Por primera vez en la historia argentina  personal militar fue condenado por los delitos de privación ilegítima de la libertad, tormentos, abuso sexual y reducción a la servidumbre a personas del colectivo travesti trans.  De las sobrevivientes no todas pudieron tener acceso a los documentos que registran esas detenciones. A veces ni siquiera las anotaban, o las ponían con nombres distintos. Para ellas también era muy difícil acercarse a una comisaría a preguntar por alguna compañera, primero porque podían quedar detenidas ellas y después porque, ¿por quién preguntaban? La astucia travesti y el humor como músculo que ayuda a sobrevivir hicieron que en “la zona” estén todas con sus nombres elegidos, los de fantasía y los apodos que eran mezcla de amor y picanteada.  Pero nada de eso las detenía, si una estaba presa, las demás encontraban la manera de hacerle llegar “el bagayo”, así le decían al envío de cosas fundamentales para los días que faltasen. Patricia sabía que al ser detenida no tenía que firmar lo que le daban sino que debía encontrar las maneras de negociar. A la hora de firmar, tenía que poner: “apelo señor juez”. “Me das asco, me haces perder el tiempo, no quiero verte más acá o nunca más vas a ver la sol“, le dijo el juez en esos años.  Memoria trans Pasaron cuatro meses de la Segunda Marcha por la Reparación y sobre Avenida de Mayo la puerta de un edificio de estilo francés conduce al Archivo de la Memoria Trans. En este lugar, además del trabajo de archivo y edición hay un espacio de serigrafía, una librería con títulos LGBT+ y una sala de estar dónde las chicas tienen reuniones, hacen terapia y ahora entre facturas, café y mates dan entrevistas. A veces acá o en otros espacios invitan a más sobrevivientes adultas para compartir recuerdos, charlas y ver las necesidades de cada una. En el Archivo, unas 20 adultas mayores buscan y reúnen fotos, cartas y artículos de prensa que arman la memoria travesti trans de un país que las quiso y quiere invisibilizar. Con todo esto arman muestras, souvenirs, libros y crónicas que luego venden para vivir y hacer sobrevivir esa memoria travesti colectiva. Ellas espantan las miradas de condescendencia y traen a la luz las vidas trans con todos sus matices, colores, injusticias, amores, celebraciones y vínculos. Sus vidas y biografías recorren muchos espacios contando lo que han vivido.  A sus 59 años, Wanda Sánchez comparte las violencias estructurales de muchas personas travestis y trans de su generación. "Vi morir a tantas compañeras, recordar el montón que éramos. Yo sobreviví a todas ellas, a todo lo que nos pasó. Me tuve que ir de mi casa a los 13 años para empezar a ser yo, ahí no podía". En ese deambular comenzó a ser detenida por la policía y un periplo por juzgados de menores, institutos y hasta una clínica psiquiátrica. “Allí una mujer santa, una médica me dijo que no estaba mal ser homosexual, que quien necesitaba cambiar era mi madre”. Allí se tendió un puente entre ella y su madre, aunque duró poco porque a los meses su mamá falleció.  En la clínica cumplió 18 y cuando salió ya era democracia en Argentina pero su calvario no se terminó. "Me han llevado presa por existir. Me han ido a buscar a mi casa para llevarme detenida. A vece terminaba en la comisaría con las bolsas del mercado porque recién había salido de comprar y me detenían". Es su voz pero es la historia de muchas, de tantas.  En una mesa, bolsas de tela y remeras con imágenes sacadas de fotos, frases que alguna compañera gritó en una marcha o en una persecución y ahora se convirtieron en proclama conviven con libros de editoriales amigas y los de producción propia. El primer libro editado por el Archivo de la Memoria Trans está agotado pero otros siguen disponibles y se pueden comprar en su página web: ‘Nuestros Código s’; “Si te viera tu madre”, sobre la vida de la activista trans y una de las fundadoras del espacio, Claudia Pía Baudracco; y el más reciente: ‘Kumas’, una palabra que significa “amigas, compañeras, hermanas” proveniente del carrilche , ese lenguaje travesti que en la década del ‘40 nació para permitirles comunicarse entre ellas y sobrevivir a la policía y los ataques. Mónica, de 71 años, cuenta que a ella la ayuda mucho tener casa propia. La construyó con el dinero que le daba la prostitución. “Yo no derrochaba nada”, dice.  A diferencia de la mayoría, tiene una familia que la apoya, pero este lugar compartido es el que la “saca del pozo de depresión, por estar con todas y no pensar tanto” . A ella también le decían “la gringa”. Su relato en el libro “Kumas” está atravesado por historias familiares, de amistades pero también de detención y tortura. Pero además de los relatos de violencias sobreviven las noches de brillos y diversión: los carnavales, los shows en bares.  Teté tiene 60 años, luce su delantal blanco impecable con el que cumple tareas de archivista. Tiene el pelo corto y canoso y una voz firme que no oculta la tristeza. No se quiebra, transmite la seguridad de saber quién es y fue. "Era una situación fea, porque a mí con 13, 14 años me gustaba salir porque siempre fue muy independiente, y que te llevaran presa, que te sienten en un patrullero y te paseen para que todo el pueblo te vea, que vos era maricón". Nació en un pueblo del norte de la provincia de Santa Fe y en sus palabras se difuminan los límites entre la dictadura y la democracia. En ese momento ella se juntaba con amigos más grandes, pero a ellos también los perseguía la justicia. "Un juez llamó al tribunal a ese chico gay y le dijo que si se seguía juntando conmigo lo iban a detener porque por corrupción de menores. Así perdí amistades". Todo ese contexto de discriminación hizo que tampoco pudiera terminar sus estudios: “Fue muy difícil terminar el colegio primario. El último año fue séptimo grado y fue una cuestión de supervivencia”.  Recién en 2013 pudo retomar sus estudios secundarios para culminarlos en 2016. Y siguió. L ogró hacer dos años  de la carrera de Psicología Social en la escuela de Psicología Social de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE). Luché mucho para conseguir trabajo”, explica.  En el año 2000 se acercó a militar en la organización política Movimiento Evita y desde 2008 trabaja en el Hospital Público Provincial Magdalena V. de Martínez, en Pacheco. Comenzó haciendo limpiezas y ahora se desempeña en el área administrativa. Desde 1992 está en pareja y desde 2018 trabaja en el Archivo. "Este es mi espacio, es mi lugar, el que elegiría siempre. Más allá de que yo tengo a mi familia que me acompaña y a mi pareja, esto es otra cosa. Acá estamos entre pares. Podemos tener diferencias, nos divertimos, la pasamos bien, levanta el ánimo. A mí me llena el alma, la verdad es un espacio que yo elegiría siempre para estar es este lugar". Lo dice en voz alta pero también lo cuenta con cada gesto de complicidad y cada risa. Están en la mesa y las reúne el contar anécdotas, alegrías, carnavales y un adn travesti trans infinito. Una cadena de palabras, herramientas, referentes, conceptos y orgullos que trascienden las décadas y geografías. “Nunca pensé que a la edad que tengo algún día iba a poder contar mi historia”, dice Carola.  El 29 de septiembre Carolina “Carola” Figueredo cumplió 62 años, casi el doble del promedio de edad que vive una persona trans. Ahora ella está sentada junto a su compañera del Archivo de la Memoria Trans, Marcela Navarro, en la biblioteca de la Alianza Francesa  de Buenos Aires. El espacio es inmenso, está lleno de libros, es la biblioteca francófona más grande de Latinoamérica pero lo que no está ahí es lo que ellas van a presentar en este encuentro: l os libros del Archivo con sus historias , contadas por ellas mismas, con sus vidas y las de quienes ya no están. “Yo lo único que escuchaba eran siempre reproches. Nos juzgaba todo el mundo, nos condenaban, pero nunca nos daban la oportunidad de expresar quiénes realmente éramos. Nunca se nos entendió”, explica Carola, y en sus palabras la curva deriva en orgullo al explicar cómo el Archivo se instaló como ese proyecto de redención dónde pudieron tomar la palabra y visibilizarse. "Este espacio fue una segunda oportunidad. Acá nos volvimos a encontrar todas pero en un momento y una situación diferente, ahora éramos libres porque a partir del 2012 obtuvimos la Ley de Identidad de Género. Nunca pensé que iba a tener esa libertad de poder contar mi historia, que todo el mundo te escuche, que te presten atención, y eso te hace sentir importante”, va decir frente a una audiencia que escucha, pregunta, lagrimea y sonríe. Su cuerpo parece frágil, a veces parece tímida, y en un momento, de repente, se le suelta la biografía y empieza a tejer en el aire relatos que deberían estar en todos los libros de educación nacional, su historia también es la historia de un colectivo". A su lado Marcela irradia la presencia de una directora de escuela. Su pelo negro hacia con una cola hacia arriba parece coronarla como el casquete de una vedette. Ella hablará de todos los procesos que se realizan en el Archivo, le va pedir más testimonios a Carola y trata de manera maternal.  ‘Ésta se fue, a ésta la mataron, ésta murió’ se llamó la primera muestra del Archivo  realizada en 2017 que se pudo ver en el Centro Cultural Haroldo Conti de Buenos Aires, dentro del predio de la Ex Esma. En este ex centro de detención clandestina ellas lograron hacer de sus recuerdos un manifiesto. Esa vez no entraron forzadas sino siendo ellas la fuerza y resistencia. Tiene una voz pausada y muy presente, con ella explica: “recibo el material y lo voy separando: vida cotidiana, trabajo sexual, carnavales”, y cuenta cómo va uniendo las conversaciones y reconstruyendo las historias. Además de fotos hay cartas, documentos, tarjetas, volantes y “muchos tickets de avión y viajes”, y no es que ellas se daban la gran vida, esos vuelos se traducen en exilios, escapar para sobrevivir. – Completo las planillas y anoto el año y nombre de las compañeras de las fotos. Si está fallecida tratamos de buscar a otra que pueda ayudarnos a armar su historia; después de eso me encargo yo misma de escribir su propia biografía. Cuando la compañera aún vive trato de ubicarla para que nos cuente su propia historia”, sigue Marcela. Del otro lado de la gente hay una mesa con algunos de los libros y objetos que producen. Necesitamos traVajo “Tenemos vida para tirar, pero necesitamos un trabajo. Necesitamos algo para poder vivir, para poder seguirla”, explican las integrantes del Archivo. Sonia Torrese comparte su historia y explica que estuvo “rodando por todos lados, donde pude, como una golondrina”.  Ella también es una de esas hijas expulsadas del hogar familiar por ser trans. Hoy a sus 64 años volvió a esa casa pero para cuidar a sus padres. “Mi hermana y mi hermano no me aceptaban. Tenían mucha vergüenza de mí”. Los rulos rubios de Sonia le enmarcan las palabras que con timidez aparecen para retratarla. Cuando dice que antes era “muy cerrada, muy burra”, las compañeras la frenan y le recuerdan que ella es la que mejor memoria tiene. Si alguien ve un rostro en una foto y no se acuerda quién es la respuesta seguro la tiene Sonia. Como es enfermera explica que un vecino le pidió que fuera al geriátrico dónde estaba su madre para hacerle curaciones. Las primeras veces no hubo problema, pero luego las enfermeras le contaron al dueño del lugar que ella era una persona trans: “Automáticamente me cerraron las puertas, me echaron”. Esto pasó hace aproximadamente siete años, en un país con Ley de Identidad de Género y sin edictos policiales. Actualmente algunas cobran una jubilación o pensión, muy pocas. Y como eso tampoco alcanza tienen otros trabajos y buscan ayuda en los espacios disponibles. Wanda cuenta que tiene una pensión, a eso le suma el Archivo, los sábados trabaja en la  Biblioteca Claudia Pía Baudracco  y retira mercadería donde le den. La mayoría comenta situaciones similares. En ese momento todas se largan a hablar al mismo tiempo pero todas dicen lo mismo, nombran alguna compañera y cuentan su desesperación por no tener ingresos.  “Sandra tiene casi 70 años y sigue ejerciendo la prostitución. Es una pena que a su edad tenga que estar parada en una esquina”, dicen sobre otra compañera que tampoco tiene ningún tipo de reconocimiento del Estado. Según datos del Instituto Nacional de Estadística (INDEC), el 80% de las personas travestis y trans está vinculada a la prostitución. Y sólo el 32% terminó estudios secundarios, según una investigación de las organización ATTTA y Fundación Huesped.   Para paliar esta brecha, en Argentina se aprobó en 2021 la  Ley de Cupo Laboral Travesti Trans  Lohana Berkis – Diana Sacayán. Esta norma establece la contratación de personas trans en el Estado Nacional a través de un cupo mínimo del 1 %, además de medidas de acción positiva orientadas a lograr la efectiva inclusión laboral tanto en el sector público como en el privado. Pero la llegada del nuevo gobierno  frenó los avances  de esta ley incluso sumando personas trans a las cifras del desempleo.  La Ley de Cupo Laboral Travesti Trans lleva el nombre de las dos activistas históricas que la impulsaron y es sólo un primer paso. Hoy no se aplica, además de que corre peligro la ley.  El cupo laboral trans lamentablemente no es para las compañeras de cincuenta años”, explica Teté. “Con esta edad no te quieren para nada, y menos a nosotras”, dice haciendo intersección entre ser adulta mayor y trans. El cielo bonaerense de la tarde tiene de estrella a Patricia. Toma mate y comparte un bizcochuelo con amigas. "Tengo una pensión por discapacidad, que actualmente es mi única entrada porque yo tengo problemas con la silicona que me aplique hace años. Me debilitó los huesos, la cadera, por ejemplo, me comió el cartílago que une el fémur con la cabeza de la cadera y ahí se metió la silicona, también en la columna. Siento un ardor constante en la espalda y en la altura de los riñones”, cuenta. La aplicación de silicona industrial es una práctica bastante frecuente entre las personas trans que no pueden recurrir a implantes. Esta no es una cuestión de vanidad sino una construcción identitaria, es parecerse más a quien una es. Pero al estar excluidas de los ámbitos laborales y de salud terminan recurriendo a estas opciones nada seguras y con grandes consecuencias a largo plazo.  En Argentina, el  informe “Condiciones Sociosanitarias de Personas Trans”  publicado en 2019 por Ministerio de Salud y Desarrollo Social de la Nación, el 83% de las feminidades trans modificó su cuerpo para adecuarlo a su identidad de género autopercibida. La mitad de ellas se inyectaron materiales en el cuerpo: 66% silicona líquida y 17%, de aceite de avión.  “Hace poquito este año murió una amiga mía, como Silvina Luna, porque la silicona te estropea los riñones”, continúa Patricia, citando  el caso de la modelo  y conductora que trajo a los medios el debate del metacrilato y la silicona líquida.  La diferencia es que a las compañeras travestis y trans no las debate ni recuerdan de esta manera, solo entre ellas lo hacen.  Madres, Abuelas y Tías En las marchas muchas veces hay un cartel que dice: “ Madres de la Plaza, las travas las abrazan ”. Esa frase también es grito cuando marchan las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, esas mujeres que aún hoy con sus más de 80 y hasta 90 años, siguen activando por los Derechos Humanos reclamando por sus hijos desaparecidos y nietos apropiados de la última dictadura militar. Las personas travestis y trans saben lo que es marchar para exigir que se cumplan estos y por el derecho a la identidad.  “ Memoria, verdad y justicia ”, es la frase que reclama por las violaciones de derechos humanos en la dictadura argentina.  Las travestis arman memoria al encontrarse, buscar las fotos y vidas de compañeras, y hacerlas circular. Pero también verdad al poner las historias en su propia voz. Entonces, ¿qué pasa con la justicia? El tiempo en que la justicia, el Estado y la sociedad se demoran en responder y accionar no alcanza para cuidar a las personas trans adultas mayores que han sobrevivido. Ellas recorren programas de radio, televisión, podcast, libros, revistas y encuentros. Lo hacen para encontrarse, mantener viva esta voz, pero también para que toda la sociedad acompañe su reclamo. Michelle se vino a Buenos Aires desde Rosario, provincia de Santa Fe, porque en su casa de allá estaba sola, acá encontró una familia. “Yo pensaba que iba a morirme a los 52”, dice y todas la preguntan por qué, “porque a esa edad murió mi mamá”. Y al hablar sus uñas largas parecen dirigir la batuta de sus palabras. Cuesta imaginarla triste, porque ahora sonríe y es parte de esta mesa de compañeras travestis y trans.  “En la quiniela el 52 es la madre”, dice una de las chicas, y todo tiene un aire de revelación y charla de café. La de los 52 años era la madre de nacimiento de Michelle, porque en la vida LGBT+ cuando dicen que hay una familia elegida los títulos ganados son reales. Marcela tiene mucho aire de madre. “Le digo vení a casa y trae las fotos ue tengas, después vino al archivo, empezó a trabajar y se ganó su lugar”, explica con orgullo. Ahora viven juntas pero separadas, ¿cómo es eso? y “es que vive en la casa de un amigo gay que esta enfrente de mi casa, pero también en la mía”, y el tema del orden y hacer la cama y todos esos cotidianos que crean la vida en familia.  “Las tías”, como muches les dicen, son muy queridas. Sea en un evento o juntada, si una de ellas se pone a contar algo, las juventudes se calman y se dejan llevar por sus voces. “A mí en lo personal lo que me llama es el afecto, el respeto, que te brindan. Es lo que menos teníamos antes. Hay respeto y amor, yo soy muy sensible. A mí me mostrás, cariño y yo te voy a dar cariño, me mostrás agresión y es lo que viví toda mi vida”, cuenta Carola con los ojos siempre emocionados y agradecidos. Pero al amor que las rodea lo debe acompañar un Estado presente. Mucho más que un nombre Esa segunda marcha por el pedido de reparación, la de mayo, luego de recorrer toda la Avenida de Mayo, terminó con un festival de música y discursos frente al Congreso Nacional. Al look escotado de taco plateado quebrado por los empujones policiales Patricia ahora le sumó unas antiparras de natación por si en la represión decidían arrojar gases. Las juventudes LGBTNBQ+ que están ahí también se llevan una lección de lucha y resistencia, de lo que ellas gritan: ¡Furia travesti!. En organizaciones, archivos, familias elegidas y más espacios de adultas siempre hay juventudes de la diversidad trabajando en temas urgentes que van desde la logística y el registro, hasta acompañar a algunas de las “tías”. A veces es escucharlas, otras ayudarla a hacer un trámite, pero el entretejido generacional confecciona una red amorosa que de nuevo desafía todo terror. Antes que termine la marcha Patricia les va dejar una postal de lucha, mira a le fotógrafe Valen Iricibar y le muestra las tremendas tetas cargadas de historia. Lo hace con el cordón policial detrás suyo.  Un par de meses después, cuando la entrevista parece haber terminado y en esa terraza de San Fernando mientras todo se está acomodando para cerrar el día Patricia, Pato, la tía Pato increpa: –  ¿No me preguntas el nombre completo? En ese momento todas las maneras de llamarla dan paso a lo que hoy, 12 años después de aprobada la Ley de Identidad de Género: “Patricia Alexandra Rivas” . El pecho se le infla de orgullo, los ojos le brillan más fuerte, y el dije de corazón que tiene alrededor del cuello le parece latir. No es solo un nombre, es parte fundamental de la biografía de un colectivo. Para las personas trans en América Latina tener más de 40 años es ser una sobreviviente. Desde hace una décadas, adultas mayores travestis y trans de Argentina se organizaron para reclamar por una ley de reparación histórica que contemple las violencias estatales que han sufrido a lo largo de los años, además de tejer redes en las que construyen memoria y resistencias cotidianas.

  • Artesanas: mujeres que hacen historia con sus manos

    Ahora mismo, en alguna casa chilena, hay una mujer artesana usando sus manos para hacer arte. Prepara el desayuno, viste a sus hijos, estudia una carrera, trabaja en una fábrica, sale con sus amigas, habla por teléfono; pero en algún momento, toma sus instrumentos de trabajo y hace lo que le enseñó su madre, su abuela, su bisabuela y todas las que estuvieron antes. Un oficio que le enseña a sus hijas y que, tiene la esperanza, seguirá traspasándose en un linaje infinito. Fotos de Carola Vargas y Ly López La greda la extrae en verano. Tiene que estar la luna menguante para poder guardarla, sino se transforma en tierra. Nayadet Núñez lo sabe, porque ella misma lo puso a prueba. Cuando ya tiene la materia prima, la mezcla con arena y greda amarilla, creando una pasta firme y consistente. Esa tradición se la enseñaron Marcela y Ramón, sus padres, que a su vez la aprendieron de los suyos, y es el secreto del oficio en Quinchamalí.  Con ese barro ancestral moldea torsos de mujeres desnudas, diseños con los que rompió el esquema del arte milenario, ese que instaló en el imaginario colectivo al tierno chanchito o a la famosa guitarrera con sombrero. “Todavía sigue siendo chocante para algunas alfareras que son más conservadoras, recibí muchas críticas”, cuenta desde su casa en Llahuen, a 15 minutos de Quinchamalí, la tierra alfarera del centro sur de Chile.   A esas tierras volvió en 2017, después de haber vivido en Concepción y Santiago. Volvió para sanar tras una depresión postparto: “La conexión con la tierra fue una forma de terapia que me sanó muy rápido”.  Nayadet heredó de sus bisabuelas el arte de trabajar con la greda. Sus bisabuelas, Berta Caro y Etelinda Osorio, eran médicas, parteras y alfareras. Llenaban sus canastos con losa y saltaban de pueblo en pueblo para curar a la gente. A sus 33 años, Nayadet le traspasa la tradición a su hijo: Matías tiene 10 años y grabó un video para CNTV infantil, un tutorial para hacer un pocillo de greda. “Aprendió a hacer chanchitos de greda antes de caminar”, ríe su mamá. Pero formar nuevos cultores es un desafío. De las ochenta alfareras de Quinchamalí, más de la mitad son muy mayores.   El momento más feliz de su carrera fue cuando mostró sus piezas en el Museo de Arte Contemporáneo de Chile, en 2017. También ha expuesto su arte en el Museo de Bellas Artes y otras galerías y museos. Los talleres a adultos y niños son la herramienta para cumplir la meta que se propuso junto a sus compañeras en 2021, como presidenta del Comité Alfareras de Quinchamalí: formar a las generaciones que tomarán el relevo. La tradición no se puede perder. Es parte de la historia de las que, hace cientos de años, sacaban la greda en cada luna menguante. *** La primera de la familia en contar historias con retazos de tela fue su abuela Gloria, que empezó en la dictadura chilena gracias a una mujer que le enseñó a las pobladoras a hacer bolsas de pan para vender. Ellas veían lo que pasaba a su  alrededor y lo retrataron en sus obras. Cindy Palomino, la nieta, tiene 36 años y es arpillerista de Lo Hermida, Peñalolén. Junto a su madre Rosario y su hija Antonella de seis años, suman cuatro generaciones que comparten el mismo lenguaje: “Es un tipo de denuncia que mantenemos hasta hoy”, dice la artesana.  La arpillera es un trabajo con retazos de telas que se van uniendo a través de bordados con distintas puntadas contando una historia. Las ollas comunes, lavanderías y desapariciones eran las historias de su abuela. Algunas de las suyas, por ejemplo, son violencia de género y los ojos perdidos en la revuelta social de 2019. Su abuela nunca firmó sus obras. Llevaban las arpilleras a la Vicaría de la Solidaridad, donde las mandaban al extranjero y las vendían los exiliados políticos para ayudar a las pobladoras. “De esa manera mi abuela sacó adelante a sus cinco hijos”, dice Cindy. Cindy y su mamá hacen talleres para que otras mujeres puedan expresar sus emociones en las arpilleras. Muchas de ellas son madres, cuidadoras, trabajadoras, y necesitan un lugar para desahogarse. Entre ellas también se juntan a “arpillerear”, como le dicen al ritual de tomarse un té y compartir mientras bordan y recortan telas que salvaron de ir a la basura. Antonella también participa de esas sesiones, donde fue aprendiendo la tradición familiar: “Ve las telas en la mesa, los colores, lo tiene todo muy cerca. Sabe qué género sirve, cuál es la lana correcta. Se ha pinchado con la aguja y nunca ha llorado”, cuenta su mamá.  Gloria, Rosario y Cindy; abuela, madre y nieta. Las tres fueron reconocidas c omo patrimonio cultural y material . Las huellas dactilares de la mayor ya están borradas de tanto coser, pero su influencia sigue presente en su descendencia y en las arpilleras que un día salieron al exilio, y hoy adornan algún living con la denuncia de las pobladoras de Lo Hermida.  *** Mariela Merino cree que su amor por la artesanía viene desde la guatita de su mamá, que se aferró al tejido mientras se preparaba para criarla sola. “Yo creo que ahí me traspasó todo ese cariño, el amor por la artesanía”, dice desde su cara en Rari, en la Región de Maule. A sus 45 años, es hija, nieta y bisnieta de tejedoras de crin, una técnica ancestral de entrelazado del pelo del caballo, en ocasiones teñido con fibras vegetales. Trenzan el crin en el armazón de ixtle -que funciona como una especie de alambre-, sacado de una planta mexicana llamada lechuguilla. Cuando vivían todas juntas en el cerro, Mariela aprendió el oficio de las mayores, las que repetían una y otra vez que no dependieran de los hombres, que tenían que ser independientes. En el cuadro de la videollamada aparece Isidora, la hija de 15 años. Sus primeros recuerdos del tejido son con su ‘mami’: “mi abuela me ponía entremedio de sus piernas y se ponía a tejer”. Y ella, pequeña, la miraba con una mezcla de orgullo y curiosidad. En esta familia la pandemia fue el mundo al revés. Al mismo tiempo que negocios cerraban, Mariela cumplía su sueño de abrir una tienda presencial, donde recibía a sus clientes con jugos naturales mientras veían a su abuela Amelia tejer bajo la parra. Querían volver a la tradición de antes, donde las artesanas tejían con un mate y una churrasquita. Hasta el marido tuvo que aportar en el oficio para dar respuesta a los pedidos. Pero no todo es bueno. Las artesanas tienen escasez de crin porque ya no se crían caballos blancos con colas tupidas y la sequía está afectando a las fibras vegetales para teñir, que las traen desde México. En Chile se han hecho pruebas para probar nuevos materiales, como la pita, que les permitan no depender de otros para mantener la tradición. Pero nada es igual, dice Mariela, que ahora incluso es parte de la Asamblea de Tejedoras de Crin, donde están preocupadas por preservar la costumbre a través de un banco de materias primas. “Ven, ven”, le dicen. Hortencia, la mamá de Mariela, se suma con timidez a su hija y su nieta tras la cámara. Muestra un pétalo de camelia rosado a medio tejer, fino, pequeño. Tiene 65 años, casi 60 tejiendo. No quiere dejar de trenzar, ahí deja sus penas y alegrías. Es su identidad. “Nosotras arreglamos el mundo, lo desarreglamos y lo armamos de nuevo”, sonríe Mariela.

  • Las mujeres de Puñaca que reinventan el agua

    Las mujeres de Puñaca Tinta María han visto desaparecer no solo el lago Poopó, sino también su fuente de agua, sustento económico y vínculo ancestral. La sequía, agravada por denuncias de contaminación minera, las ha obligado a reinventar la vida con cada vez menos recursos hídricos: han gestionado cañerías desde zonas urbanizadas, cosechan agua de lluvia y han conseguido la instalación de tanques. A pesar de la adversidad, migrar no es una opción: su arraigo a la tierra es más fuerte que la escasez. Evarista Flores se refresca llevando a su rostro un poco del agua turbia que tiene almacenada en un balde de plástico. El termómetro indica 10 grados, pero es una mañana calurosa de septiembre en el altiplano. El sol pega en la nuca. No hay árboles a la vista donde guarecerse. El suelo es árido. Hay surcos por doquier como en sus mejillas que, tras la pausa, retoma su tejido. Sentada en el piso, en la puerta de su casa, reposa con la vista al frente del que un día fue el segundo lago más grande de Bolivia. “Aquí voy a morir”, vaticina sin esbozar tristeza.    Ella vive en el Ayllu (unidad territorial indígena) San Agustín de Puñaca a 225 kilómetros de La Paz, capital política del país. Su casa es la primera en una hilera de construcciones fabricadas con una combinación de técnicas ancestrales y modernas. Ocho comunidades indígenas están en este lugar, a las riberas del lago Poopó. En Puñaca Tinta María, hogar de Evarista y la comunidad más pequeña dentro del Ayllu, las mujeres que se han quedado en su territorio se han organizado para hacer posible la vida, ideando maneras de obtener agua limpia. Evarista Flores trabaja tejiendo artesanías que vende en municipios cercanos a su hogar. Foto de Esther Mamani La minería hace cuesta arriba el camino pues los residuos de esta extracción a cielo abierto son depositados en los afluentes de agua del sector. Según pruebas gubernamentales, el agua tiene al menos cuatro tipos de metales. Los y las pobladoras están intoxicadas según el estudio de laboratorio adjuntado a la demanda que este Ayllu hizo contra Estado buscando reparación a los daños. La situación no es esperanzadora por lo que muchas familias han migrado. Según el Censo Nacional del año 2012, en la comunidad había 125 personas. Ahora tan solo quedan doce familias según datos de la alcaldía  indígena. Esas 12 familias representan unas  65 personas. Es decir, la mitad de su población ha migrado. Las mujeres indígenas en este territorio trabajan en casa haciendo artesanías en tejido de paja y, a la vez, se encargan de la crianza de los niños y niñas. Los hombres salen cada día a buscar empleo como jornaleros, cuidadores de ganado u obreros de construcción en otros municipios; y vuelven cuando cae el sol. “La gente ya no hay (se van) en la comunidad, algunos nomás se quedan. El lago era nuestro sustento, como si fuera nuestro padre y madre. Ahora nos encontramos huérfanos. Yo no pensaba que iba a secar, pero mis padres decían ‘se va a secar un día hijos, aprendan a hacer estas cosas (artesanías en paja y lana) nos decían, pero no sabíamos su importancia ”, explica Evarista de 59 años.  En esta región habitan las culturas milenarias Uru Murato, Uru Chipaya y Uru Iruito . Esta comunidad pertenece a la primera. La pesca era la principal actividad económica de sus habitantes, pero desde 1995 a la fecha, el lago Poopó ha reducido  el 70% de su superficie.  Desde diciembre de 2015, el lago disminuye drásticamente su tamaño y aunque las lluvias posteriores permitieron una “recuperación” no volverá a su versión original, según un estudio del Instituto  de Hidráulica e Hidrología de la estatal Universidad Mayor de San Andrés. Vista satelital del Lago Poopó a lo largo de los años. *** “Me gusta el pejerrey ”, cuenta y sonríe Evarista. La última vez que comió esa especie de pescado fue cuando llegó de visita su hijo que emigró a Cochabamba, centro de Bolivia, en febrero de este año. Ese platillo ahora es una ostentación. El pejerrey (Odontesthes bonariensis) tiene carne blanca, alta en nutrientes, y fue parte de la dieta de estas mujeres hasta que el lago se secó en las orillas donde viven estas mujeres. Los peces han desaparecido para Evarista y para el resto de poblaciones cercanas. Aunque el Lago Poopó llegó a abarcar más de 3.500 kilómetros cuadrados según datos gubernamentales (1986), los pronósticos científicos anticiparon lo inevitable de su muerte y, con ello, de la pesca. La revista científica Journal of Hydrology de Países Bajos publicó en 2021 un estudio acerca de las razones climáticas de la desaparición.   “Al ser poco profundo, es muy sensible a los cambios en los componentes del balance hídrico y principalmente a los aportes de las subcuencas Titicaca, Mauri y Desaguadero, que representan el 79 % de los aportes totales. En este lago, la evaporación en todos los meses es mayor que la precipitación”, indica el documento.   Para Evarista la única verdad es que la carne, no solo de pescado, es un lujo. “Ya es hora de comer”, dice e ingresa a su vivienda. A los pocos segundos sale con un plato hondo de sopa de fideo con verduras e incluye dos trozos de carne de res para invitar a los que llegan de fuera,  aún en momentos de carencia. Cristina Mauricio bebe de la pileta pública de agua que tiene la comunidad La falta de agua preocupa y el futuro parece desolador, pero eso no quiebra a Evarista. “Qué pasará, no nos vamos a poner a llorar. Yo estoy sin tiempo, tengo mucho que hacer”, asegura.  La dirigencia indígena decidió actuar y demandar al Estado. El  proceso está activo  y llegó incluso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Según el desglose del ente internacional, la audiencia  del   8 de julio   se convocó  para que el gobierno ejecute diferentes acciones como el control riguroso a las operadoras mineras, la atención en salud especializada a las personas intoxicadas por metales pesados y el acceso a agua en cantidad y calidad para consumo humano y agricultura. Desplazamiento a causa de la minería La matriz energética de Bolivia se basó durante más de 20 años en la venta de hidrocarburos, ingresos ahora en caída pues el gobierno ha reconocido que el recurso se agotó . En segundo lugar está la venta de minerales. El  49%  de las exportaciones del país, según el Instituto Boliviano de Comercio Exterior, corresponde a este mercado con cifras comparativas entre 2023 y 2024.  Evarista Flores camina hacia la casa de otra mujer indígena. Ella como esposa del alcalde comunal asume roles diferenciados de liderazgo. Oruro, donde está el Ayllu San Agustín de Puñaca, tiene una larga tradición minera. Esta región de Bolivia explota zinc, oro, plata, estaño y plomo y emplea a los propios comunarios o pobladores. Los datos del Ministerio de Minería del año 2019 indican que la industria generó hasta 140 mil  empleos.  La Journal of Mining & Enviroment, revista científica, publicó en 2023, una investigación sobre la “basura” que deja la industria minera específicamente en el Lago Poopó. Cada día se vierten 39 kilos de cadmio, 3.969 de zinc, 821 de arsénico y 73 de plomo, indica el documento .  Las concentraciones de metales en el lago Poopó en comparación a otros lagos del mundo son altas como muestra este cuadro extraído del informe   Degradación ambiental de los recursos pesqueros, del Instituto para el Estudio de la Cultura y Tecnología Andina (IECTA) .  La gestión medioambiental de la explotación y tratamiento de los residuos es deficiente según el estudio Evaluación de la gestión socio-ambiental del sector minero en Bolivia, el caso de la cuenca del lago Poopó . Muchas de las operadoras mineras no tienen diques de colas (espacios para la disposición de residuos) y los descargan directamente al lago, según el mismo estudio.  Al año 2000 en Oruro estaban registradas 954 operadoras mineras de las cuales 437 están en este sector Poopó según datos de la Secretaría Nacional de Minería y Metalurgia citada en este informe . Las empresas privadas son japonesas, canadienses y estadounidenses, pero también estatales y de cooperativas. Cuadro comparativo de la presencia de metales en el lago Poopó en comparación con otros lagos del mundo. Pablo Solón, activista e investigador ambiental, es crítico con la gestión del agua y el medio ambiente en Bolivia. Desde la Fundación Solón, entidad que dirige, habla de la gravedad de la situación, subrayando que la sequía es un fenómeno que se ha intensificado debido al cambio climático, la deforestación, y la mala gestión de los recursos hídricos. “Se puede manifestar que los efectos de la presencia de metales pesados, deriva en situaciones de peligrosidad mayor al no ser química ni biológicamente degradables, pudiendo una vez emitidos, permanecer en el ambiente durante cientos de años. Además, su concentración en los seres vivos aumenta a medida que son ingeridos por otros, por lo que la ingesta de plantas o animales contaminados puede provocar síntomas de intoxicación”, explica.  Inventar agua limpia Las mujeres de Puñaca Tinta María han inventado formas para conseguir agua limpia ante el panorama adverso. Una de las primeras medidas que aplicaron fue cavar pozos en sus casas. Entre 2013 y 2020, calculan las autoridades comunales, todas las familias tenían un pozo en casa, pero también se secaron. El pozo en la casa de Evarista está seco y lleno de tierra por el desuso. En su lugar están apilados baldes y recipientes de plástico con agua que se usó al lavar la ropa. Es parte de la rutina darle diferentes usos al agua. Pero la falta de agua potable llevó a los pobladores a dar el siguiente paso: solicitar agua por cañería. Evarista relata con mucho entusiasmo todos los trámites cumplidos e insistentes pedidos a las autoridades municipales para lograr una tubería de 30 kilómetros, desde el municipio de Poopó hasta la comunidad.  “Hemos discutido y nos hemos dado el gusto. Aquí ahora hay (tuberías)”, cuenta la lideresa al mismo tiempo que reconoce que no se trata de agua totalmente limpia y potabilizada. Las gestiones las hizo en conjunto con su esposo Rufino Choque en su calidad de alcalde comunal.  Fueron tres años llevando documentos y firmando trámites con autoridades del municipio de Poopó. Las mujeres fueron protagonistas al no abandonar el caso. “Nosotras nos hemos movido porque aquí vivimos, sabemos lo que necesitamos”, detalla Evarista. Con una inversión de 4,5 millones de bolivianos compartida del Programa Mundial de Alimentos (PMA) y la Alcaldía de Poopó, Puñaca Tinta María conoció por primera vez el agua potable en 2023.  La instalación fue un éxito que a veces queda opacado cuando la cañería se rompe debido a las actividades mineras a cielo abierto: el peso de las volquetas con carga dañan la infraestructura durante su tránsito. “Los volqueteros aplastan la cañería”, sintetiza Evarista. En otros casos, el suministro de agua se corta sin mayores explicaciones de las autoridades municipales. A unos metros está Cristina Mauricio Flores, otra de las comunitarias que ha decidido no migrar,  y asiente con la cabeza. “No sé cuántos años tengo”, indica la mujer. 55 a 60 años, responde su amiga Evarista. “Es enfermita, por eso no ha podido crecer. Su papá le ha criado, pero no la ha llevado al doctor, así no más ha crecido”, explica Evarista. Cristina es una mujer menuda, de menos de metro y medio. Viste pollera, falda abultada originaria, y trenzas como peinado permanente, igual que todas las mujeres originarias que son cholas. Ella sonríe, camina a prisa, lleva un bocado de hojas de coca a la boca y platica en quechua con su amiga Evarista.  Las hojas de coca son sagradas en las culturas indígenas de Los Andes. Se les atribuye poderes curativos y tienen un simbolismo ancestral muy arraigado en estas zonas. Pijchar (mascar hojas de coca) equivale a curarse de los males o paliar los síntomas para estas familias ajenas al estigma que tiene la planta en otras partes del mundo. Aquí se pijcha para olvidar el hambre y la sed.  “Tengo un tanque de agua. A veces salgo (en taxi) a comprar (agua) a Poopó. Después vuelvo, aquí estoy acostumbrada a vivir”, detalla Cristina y señala una casa, su única propiedad.  Otra de las formas de conseguir el agua limpia es comprarla. Algunas mujeres ahorran el pasaje de salida desde su municipio, ocupando el bus escolar que sin falta sale cada día a las 13:15 llevando a niños y niñas de otras comunidades, lo que les permite llegar a lugares donde hay puestos de venta. Sin ese apoyo de transporte tendrían que pagar 35 bolivianos, equivalentes a cerca de 5 dólares, aunque el municipio ordenó al transporte local no hacer cobros por encima de los 20 bolivianos (3 dólares) a los comunarios indígenas. Cada dos litros de agua se venden a diez bolivianos, un poco más de un dólar. Las familias dicen que no pueden costear todos estos pagos. Las artesanías que hacen se venden entre 1 y como máximo 20 dólares, pero son ventas que se hacen solo cuando salen a ferias en las ciudades, que apenas ocurren una cada dos meses con suerte.  Candi Moya Mauricio, otra de las mujeres indígenas, también depende de este ingreso económico. De 44 años y con siete hijos, cinco menores de 18, ella no puede comprar galones de agua y opta por la cosecha de agua de las lluvias. “Esperamos lo que cae para llenar baldes”, cuenta. Las láminas metálicas acanaladas de los techos, conocidas como calaminas, sirven para conducir el líquido a los recipientes.  Los hijos más pequeños de Candi revolotean entusiastas a su alrededor mientras brinda la entrevista. Cuando uno de ellos toma agua de la única pileta pública su mamá lo reprende. “En la casa hay agua hervida, eso se tiene que tomar”, explica. Candi no tiene un tanque de agua individual en casa como sus otras amigas. “Me regalan no más si necesito, cualquiera (de las otras comunarias) que tiene agua pasa a otras”, señala. Habla de tanques de 1.200 litros de capacidad que fueron instalados en 2021 por el Programa Mundial de Alimentos (PMA), de la Organización de Naciones Unidas. Como Evarista, esta mujer se abre paso por cuenta de las artesanías que prepara con paja y que vende cuando hay ferias en las ciudades o interciudades. Si no puede ir “me lo lleva mi amiga”, detalla. Avelina Choque Flores es de las pocas mujeres jóvenes que viven en este poblado boliviano. De 24 años y con una hija de uno. Ella también trastea el agua pero en vez de comprarla embotellada y potabilizada opta por comprar bidones a 20 bolivianos equivalentes a tres dólares y para el costo de taxi destina otros 5 dólares. “Es complicado porque el agua de los pozos ya no es para tomar. Está todo contaminado y el agua de la pileta igual. Yo lo dejo asentar el agua. Dejo que esté días hasta que abajo se quedan las piedritas o tierra. Lo de encima hay que hacer hervir y eso ya puedes tomar”, cuenta la joven. Los tres bidones que compra durarán al menos dos semanas. No solo las mujeres ven las formas de conseguir agua limpia, también los niños y niñas. Puñaca Tinta María tiene el orgullo de contar con una Unidad Educativa para todas las comunidades del Ayllu San Agustín.  La directora del colegio Uru Murato, Rosmery Vásquez cuenta que esa escuela representa esperanzas de mejores días para todos y todas. “Ya son tres generaciones de bachilleres”, indica. La falta de agua es paliada con botellas de dos litros que cada estudiante debe llevar cada día, tanto para su consumo como para las plantas que riegan en la clase de ciencias naturales. De los 105 alumnos, pocos corresponden a esta comunidad.  La misión es que los estudiantes puedan salir de la comunidad mediante becas de estudio, al pertenecer a una etnia indígena como indica una normativa gubernamental de fomento a la educación de la población indígena.  Como una forma de preparación al futuro, dentro de la currícula está el aprendizaje de cómo hacer artesanías, igual que la mayoría de las mujeres en este territorio. En los dibujos de niñas y niños se proyecta el deseo de ver el lago con peces, pequeñas balsas y animales. Por la justicia climática Bolivia tiene un gobierno que discursivamente reivindica a los pueblos indígenas en este territorio, pero que es muy criticado por la sociedad civil  debido a su política extractivista. En San Agustín de Puñaca las y los pobladores reclaman por justicia climática frente a las actividades mineras.  En 2021 los pobladores, junto a un equipo de abogados que costearon gracias al Centro de Comunicación y Desarrollo Andino (CENDA), iniciaron una acción popular ante el Tribunal Departamental de Oruro para pedir resarcimiento por la contaminación del agua que aseguran es por la actividad minera. El Tribunal Nacional ordenó  al Ministerio de Medio Ambiente y Aguas hacer una investigación con un muestreo en siete puntos de agua para verificar la relación entre metales pesados y la actividad minera.  En 2023 se obtuvo  los resultados. “Fue un informe incompleto y en una de las conclusiones hay algo aberrante. Señala que no existe contaminación por la mano del hombre. No hacen una valoración sobre los efectos en la salud”, reclama Sergio Vásquez, asesor jurídico del Ayllu y parte del equipo de CENDA.  Evarista luce la manta representativa del pueblo Uru Murato. “De acuerdo a los resultados de la calidad del agua de las fuentes utilizadas para el consumo humano en el sector no existe contaminación generada por la mano del hombre, por lo tanto corresponde al gobierno municipal velar por los servicios de agua potable”, indica el informe técnico  gubernamental que despertó la molestia de los comunarios indígenas.  El abogado Vásquez  cuenta que decidieron impugnar la respuesta ante el Tribunal Constitucional y con ese recurso de queja optaron por realizar un estudio de análisis de sangre y orina de metales pesados para demostrar la afectación de los y las comunitarias.  “Enviamos las muestras al Centro Toxicológico CETOX de Perú y en el informe sale a la luz que hay intoxicación por arsénico, plomo y cadmio”, detalla el jurista explicando que el estudio se hizo con 20 personas al azar.  El 100% de las personas evaluadas presentó concentraciones de arsénico y plomo. La Unión Europea determina un máximo de 15 miligramos por litro de sangre de estos metales y los resultados arrojaron entre 17.6 y 215.64 miligramos por litro de sangre.  Las consecuencias van desde dolores de cabeza, estomacales y vómitos. El arsénico y el cadmio son considerados cancerígenos por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y el plomo está calificado como posible cancerígeno.  Una de las abogada de la defensa, Mishkila Rojas, indicó: “Durante décadas hemos sido receptores de la contaminación minera que degrada, contamina y destruye el agua, suelo, aire y nuestros medios de vida como la ganadería y la agricultura”.  “Nadie nos ha recordado aquí”, reclama Evarista. Su hijo, sin ser parte del muestreo, presentó esos males y migró junto a su esposa a Cochabamba, centro de Bolivia, para lograr atenciones médicas, según su mamá. “Se quejaba de (dolores de) su barriga y se ha ido, hemos pensado que se iba a pasar, pero seguía”, recuerda Evarista. ¿Tiene problemas de salud? “A veces el agua es picante”, responde.  El Tribunal Constitucional Plurinacional de Bolivia reconoció en septiembre de 2023 que los derechos al agua, a la salud, a la alimentación y a un medio ambiente sano de los habitantes del Ayllu San Agustín de Puñaca están siendo amenazados. El camino hacia la justicia climática no ha terminad o. Mientras tanto Evarista persiste en organizarse con sus compañeras para cuidar que todas “estén bien”. En sus palabras es “no vives solo, por eso estamos en comunidad”. Tras una temporada de incendios forestales en el otro extremo del país se espera que la sequía sea más intensa en la siguiente gestión para lo que estás mujeres y sus familias ya se preparan.

  • Parteras: alumbrar vidas en medio de la oscuridad

    En los lugares más alejados y recónditos donde las mujeres empobrecidas y racializadas mueren dando a luz, el saber ancestral de las parteras resulta decisivo entre la vida y la muerte. Visitamos cinco municipios en el departamento de Chocó, Colombia, y pudimos evidenciar no solo la complejidad de esta práctica, sino su importancia para la dignidad de las mujeres gestantes y sus hijas e hijos.  Texto y fotos de Daniela Díaz Entre las sombras de la madrugada y a hurtadillas, una niña de ocho años decidió averiguar por qué su abuela se levantaba, a cualquier hora de la noche, para recibir a mujeres que llegaban afanosas en su búsqueda. El día en que la curiosidad venció a la pequeña, descubrió algo que marcaría su destino: en medio de la sala de su casa, vio a una mujer sudorosa que gritaba mientras daba a luz, guiada por su abuela, una partera reconocida en Lloró, Chocó. Ese fue el primer nacimiento que presenció María Visitación (hoy 63 años). Y ahora, 48 años después desde que decidió seguir el camino de sus ancestras, ya ha atendido más de 500 partos. Con el pecho en alto, orgullosa, cuenta que ningún bebé ni madre se han muerto en sus manos. Por el contrario, ella y las miles de mujeres que han heredado esta práctica se han convertido en enlaces locales claves para evitar la muerte de las mujeres gestantes en los lugares más recónditos del país. Su presencia ha resultado decisiva para prevenir la mortalidad materna y neonatales en Colombia, el país de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) con mayores índices en toda la región.  Maria Visitación ha traído al mundo a más de 500 niños. "La partería nace del corazón. Siento que lo llevo en la sangre y mi deber es enseñárselo a las mías. No hay nada más lindo en el mundo que recibir una criatura… secarlos, limpiarlos”, dice Aleida, partera hace casi 40 años. Como si las comadres —otra forma de referirse a las parteras— tuvieran un magnetismo especial suelen estar rodeadas de niños y niñas, la mayoría, a quienes ellas mismas han alumbrado, es decir a quienes han asistido en su nacimiento. Además de sus hijos y nietos consanguíneos, estas mujeres tienen enormes familias extendidas en las que han recibido hasta tres generaciones. Esa es la historia de Aleída (57 años), una mujer robusta, amable. Ofrece esta entrevista mientras cuida a sus nietos, a quienes también alumbró: uno hace ocho meses, la otra hace 3 años. También trajo a la vida a otros vecinitos que juegan afuera de su casa en Condoto, a cuatro horas de Quibdó, capital del Chocó. “La partería nace del corazón. Siento que lo llevo en la sangre y mi deber es enseñárselo a las mías. No hay nada más lindo en el mundo que recibir una criatura… secarlos, limpiarlos”, señala con convicción, luego de 37 años de ser partera. La práctica del comadreo es tan antigua como los mismos embarazos, una labor que ha sobrevivido en el tiempo gracias a la tradición oral. En el Chocó, el departamento con mayor proporción de nacimientos atendidos por parteras —un 28,09% del total en 2021, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE)— hasta el alcalde del Cantón de San Pablo, donde vive otro partero, Alci Efrén Hurtado (60 años), fue alumbrado por una partera. El día que este medio visita a Alci, un líder de los parteros en la zona, la temperatura llegaba a los 36 grados y, al menos en el casco urbano, no había electricidad. Para nadie en ese municipio parecía ser una novedad. Esa desconexión eléctrica es una de las razones por la que el centro de salud no presta sus servicios permanentemente, y si una parturienta, como llaman a las mujeres gestantes, iniciara su labor de dar a luz este día, tendría que ser atendida por un partero o ser remitida hasta Istmina, a un poco más de una hora por una vía a medio asfaltar. Esa sería la opción siempre que no haya ninguna complicación que implique un riesgo para la madre o el feto; de lo contrario, tendría que ser redirigida a 60 kilómetros, hasta la capital Quibdó, al Hospital San Francisco, un centro de segundo nivel de complejidad. El único hospital de este nivel en todo el Chocó, una región con más de 600.000 habitantes. Esto, pese a que hace cuatro años ese hospital está intervenido por la Superintendencia de Salud a causa de déficit en atención, medicamentos y una honda crisis financiera.  En el caso particular del Chocó, su ubicación geográfica atravesada por varios ríos y una ínfima inversión para el desarrollo vial, ha dejado muchas zonas con accesos remotos. Al norte y al sur, los ríos Baudó y Atrato funcionan como únicas vías de entrada y salida. Y en los municipios con acceso terrestre, también hay numerosas comunidades lejanas y dispersas. Alci menciona la zona rural del municipio del Cantón de San Pablo, donde viven mayoritariamente pueblos indígenas emberá que pueden estar a tres o cuatro días caminando selva adentro. En ambas situaciones, las parteras y los curanderos tradicionales son la única presencia médica. Aunque la Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda un mínimo de 23 médicos por cada 10.000 habitantes, en regiones como el Alto y Medio Baudó hay solo cinco médicos para casi 30. 000 personas, de acuerdo con datos recolectados por Médicos Sin Fronteras.  A la carrera de obstáculos se suma un problema aún mayor: la reconfiguración del conflicto en Colombia. Los dos principales grupos ilegales que operan en el departamento, la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el grupo narcoparamilitar del Clan del Golfo, han impuesto una misma estrategia de control territorial: prohibir a las comunidades andar río abajo en horas de la noche. Hay horarios demarcados y motivos específicos para poder moverse. Eso únicamente en caso de poder salir, ya que, como lo ha advertido la Defensoría del Pueblo , este departamento representa el 79 % de los confinamientos forzados en el país. Para las mujeres que gestan en medio de desplazamientos y confinamientos forzados, enfrentamientos entre grupos ilegales y negligencia estatal las parteras de sus comunidades pueden representar la diferencia entre vivir o morir.  Esa presencia tan significativa les ha traído tanto satisfacciones personales como amenazas y extorsiones de diferentes grupos ilegales, intimidaciones por parte de las bandas de delincuencia común y hasta extorsiones del Clan del Golfo, la estructura criminal más grande del país. Así lo cuenta como susurrando una de parteras, quien tiene más de 70 años y ha tenido que ceder ante las presiones de los ilegales.  — ¿Tiene miedo? — Ya hemos entregado mucho. Si me toca irme a la tierra, lo hago. Alguien tiene que romper esas cadenas que hemos tenido las parteras. Esa visión de la juntanza y el trabajo colectivo ha sido su forma de resistir y de que su labor perviva. María Visitación, Aleida y Alci hacen parte de ASOREDIPAR-Chocó, una asociación interétnica de parteros que ya suma más de 1.000 integrantes. La necesidad de agruparse inició hace nueve años en cabeza de Manuela Mosquera, quien ha liderado el proceso de consolidación de esta red que a su vez sembró la semilla para el nacimiento de la Asociación de Parteras Unidas del Pacífico. Manuela declara que la idea de formar una red surgió porque ella, comadre, veía con preocupación como las parteras pasaban décadas prestando un servicio comunitario y al final, terminaban sus días en la precariedad y sin ningún tipo de apoyo gubernamental. La mayoría de las comadres de la asociación no dimensionaban el impacto de la partería en la salud pública y en la garantía de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, en especial, las más pobres y las racializadas. De acuerdo con un informe del Instituto Nacional de Salud de Colombia (INS), la mayoría de víctimas de muertes maternas en Colombia tienen dos características particulares: son mujeres con pertenencia étnica: afrodescendientes o indígenas y de clase social baja.  Nadie debería morir dando vida Ya casi era la media noche en Condoto y mientras Aleída lavaba los platos, irrumpió en su casa una gestante urgida. Dejó los trastes, corrió, tomó su kit, y le preguntó: “¿Qué sientes? ¿Tienes visión borrosa? ¿Escuchas zumbidos?”. Le tomó la presión, le hizo un tacto. Recuerda que, tras examinarla, supo que algo no andaba bien y que la atención en su casa no sería suficiente. Llamó a una ambulancia y se subió al carro con la mujer camino a Quibdó, donde la parturienta logró dar a luz sin arriesgar su vida. Un hecho similar vivió María Visitación en su casa en Yuto. En un pequeño cuarto contiguo a la sala, donde tiene una maleta preparada para cualquier urgencia, una materna le pidió atender su alumbramiento. María Visitación la revisó de arriba abajo y luego se negó. Fue tras examinar que determinó que el feto era tan grande que la mujer necesitaría una cesárea y debía hacerse en un centro médico. La parturienta, fiada plenamente en su palabra, se dirigió al hospital y como lo había advertido la partera tuvo que someterse a una cesárea. “ Nosotras sabemos hasta qué punto podemos llegar y hasta donde va nuestro trabajo. Hemos aprendido a identificar riesgos a tiempo ”, reflexiona María Visitación. En esa confianza y primer enlace con sus las comunidades radica el valor transcendental que tiene la partería para mitigar la mortalidad materna. El INS ha señalado que dos de las principales causas asociadas a las muertes maternas son el trastorno hipertensivo y hemorragia obstétrica, ambos prevenibles y tratables.  Recientemente, hubo un momento cúspide para el reconocimiento de esta práctica, pues finalmente tras décadas de invisibilización, la importancia de la partería tradicional volvió al debate público. Durante la pandemia por COVID-19 la tasa de mortalidad materna se disparó en el mundo, y Colombia no fue la excepción. Las embarazadas evitaban ir a un hospital o simplemente no podían salir de su comunidad producto de la crisis sociosanitaria. A quienes acudían por cercanía y familiaridad eran a las comadres. Eso empezaron a notarlo algunos organismos de ayuda humanitaria en el Chocó. Incluso mucho antes que el mismo Estado colombiano que aún no logra garantizar plenamente los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres; ni tampoco ha podido garantizar el acceso total de los pueblos étnicos a la salud. En medio de la pandemia, estas oenegés decidieron apoyar esta labor. De esa forma arrancó en 2020 el programa “ Partera Vital” del Fondo de Poblaciones de las Naciones Unidas (UNFPA). Durante cuatro años se han enfocado en fortalecer la práctica de las comadres formándolas en diversas áreas de la medicina y suministrando kits básicos. “Apoyar la partería tradicional étnica es una de las estrategias más eficientes para reducir la mortalidad materna”, destaca Luis Mora, representante de la UNFPA en Colombia. Añade que esto ya ha sido probado por años en otras regiones del mundo como África Occidental. El programa ha tenido tan buenos resultados que se busca replicarse en otros departamentos con altas tasas de mortalidad materna como La Guajira y Nariño. “Nadie debería morir dando vida”, sentencia el hombre.Ante la desidia estatal y gracias a la interlocución de ASOREDIPAR, al impulso de la partería tradicional en Colombia se han ido sumando otros aliados claves como la Organización Panamericana de la Salud (OPS). Esas alianzas les han ido dotando de elementos básicos como tensiómetros o pantalones médicos antishock —necesarios en el manejo de la hemorragia postparto—. Las parteras señalan que por muchos años adquirir algunos equipos resultaba económicamente imposible para ellas.  La lucha por un trabajo digno  Mujeres que pasaron décadas alumbrando a otros ahora viven sus últimos días en la oscuridad. O lejos de sus comunidades y familias extendidas. Así ha sido la trágica realidad para varias parteras — mujeres de más de 70 años — quienes al llegar a la vejez sufren de ceguera y otros males propios de décadas de trabajo en la precariedad, como lo recuerdan las hijas y nietas que heredaron sus saberes. Los malestares físicos empeoran ante la situación de empobrecimiento en la que viven la mayoría de las parteras de la tercera edad que ni en sus sueños más locos contemplaron una pensión ante años de esfuerzo físico y aporte comunitario . A ello se suma la violencia en sus territorios, donde producto de esa precarización y el conflicto armado salen huyendo.  Ese es el caso de Petrona Mosquera, quien salió huyendo hace dos décadas de su natal Chocó y se ubicó en las periferias de Bogotá, en Ciudad Bolívar. Aun en medio del exilio Mosquera quería mantener viva la práctica de la partería . Con esa decisión en mente, en los últimos años se ha dispuesto a mantener viva esa práctica. Atiende en su casa, o en las salas de sus vecinas en el barrio, a mujeres racializadas y desplazadas por la violencia que siguen buscándola por sus saberes y porque muchas tampoco cuentan con un servicio médico en la capital. Mosquera no es la única, pero sí la líder de Las Comadres, un grupo de mujeres que se agruparon, entre otras, para mantener viva esa labor tras salir expulsadas de su tierra.  Ninguna de la docena de parteras entrevistadas había concebido su labor como un trabajo remunerado, más bien para ellas ha sido un servicio que estaban destinadas a prestar en sus comunidades. Cuando deciden cobrar no suelen tener tarifas fijas, sino que depende de la capacidad económica de las mujeres que atienden, las cuales viven en su misma vulnerabilidad. Por atender un parto pueden recibir desde 5 dólares (20.000 COP) o 25 USD (100.000 COP) en los mejores y más excepcionales casos.   trona Mosquera salió huyendo hace dos décadas de su natal Chocó y se ubicó en las periferias de Bogotá, en Ciudad Bolívar. Aun en medio del exilio Mosquera quería mantener viva la práctica de la partería. “La partería nace del corazón. Pero vivir de esto es difícil, no tenemos apoyo y nosotras no podemos abandonar a una parturienta que nos necesita, no la podemos dejar morir”, asegura Aleída. Frente a su casa hay un letrero donde anuncia que toma la tensión por 2.000 pesos colombianos (aproximadamente 50 centavos de dólar). Esa es apenas una de sus muchas formas de rebusque diario. Cuando el río Condoto crece se va a buscar pescado para vender, o vive de lo que le pagan para hacer bebidas medicinales con plantas. Con la intención de evitar que una tradición tan significativa desaparezca o se convierta en un mandato de pobreza para quienes la practican, hace dos años ASOREDIPAR en conjunto con Ilex, una firma de abogadas afrodescendientes, instauraron una acción de tutela que resultó en un falló histórico: la sentencia T-128 del 2022. En ella, la Corte Constitucional le ordena al Ministerio de Salud integrar a las parteras al Sistema General de Seguridad Social.  La decisión fue el primer paso para caminar hacia la dignificación de ese trabajo de cuidado, pues desde allí ha sido una odisea lograr que lo consignado en el fallo se materialice en la vida de las parteras. De acuerdo con Audrey Mena, subdirectora de Ilex, la decisión tiene implicaciones en muchos niveles, pero principalmente cuando se trata de una garantía real de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres rurales, las afro e indígenas. “Desafía las estructuras de exclusión, pero también muestra la resistencia que han venido haciendo ellas para que se reconozca su rol como agentes comunitarios de la salud. Para mí se configura como un escenario de lucha contra la discriminación racial, de género, de clase”, afirma Mena.  Durante la pandemia por COVID-19 la tasa de mortalidad materna se disparó en el mundo, y Colombia no fue la excepción. Las embarazadas evitaban ir a un hospital o simplemente no podían salir de su comunidad producto de las crisis sociosanitaria. A quienes acudían por cercanía y familiaridad eran a las comadres. El mismo año de este fallo, el Congreso de la República aprobó la Ley de parto digno, humanizado y respetado, otro logro histórico para las personas gestantes en el país que luchan día a día contra la violencia obstétrica. En el artículo 11 de la ley, precisamente, hay un espacio dedicado a la partería tradicional y a la obligación del Estado que se compromete a promover la capacitación de las parteras y apoyar su formación. Con ambas decisiones, Colombia se convierte en vanguardia legal y jurisprudencial. Sin embargo, los marcos legales no resuelven los problemas estructurales.  El obstáculo más grande es otro: trascender lo simbólico para convertirlo en una realidad material. Mientras se hacía este reportaje, en el Alto Baudó murió otra una materna por hemorragia postparto, un antecedente que ya tenía de embarazos previos, pero que de tener acceso fácil a controles prenatales en su comunidad en el río Dubaza, se hubiese podido evitar. Ella fue apenas una de las 161 que murieron solo la primera semana de octubre. En Colombia, a diario siguen muriendo mujeres negras, indígenas, pobres, mientras el Estado colombiano avanza a un ritmo tardío y deja las soluciones en manos de la cooperación internacional.  Esa batalla se la han echado al hombro las abogadas afro y las parteras, quienes buscan conciliar las visiones médicas occidentales, la burocracia estatal y las necesidades territoriales. Pero las dilaciones en los escritorios de las grandes ciudades siguen sin cobrar sentido para María Visitación, Aleída, y Alci, quienes reclaman lo mínimo: seguridad social para seguir dando y protegiendo vidas en condiciones dignas. Enfatizan en que su afán no es entrar en disputa con los médicos rurales que atienden en los centros de salud de sus municipios, por el contrario, todos coinciden en que lograr una articulación ampliaría el impacto de su oficio. “Lo que no sabe el médico occidental, lo sabe el ancestral, por eso hay que trabajar de la mano”, reitera Aleída. De hecho, así lo ha hecho Alci, quien ya ha buscado establecer diálogo y alianzas con el médico del Cantón de San Pablo, lo que derivó en que ya han atendido partos juntos.  Si bien las necesidades de las parteras tienen un componente económico, no es el único ni el más central para ellas. Sus sueños son más grandes, son colectivos, son comunitarios. En todos los municipios del Chocó donde hay parteras el anhelo de sus parteras es el mismo: su propio nicho, como le llaman a los consultorios de partería. Anhelan que en cada municipio del Chocó exista una “Casa de la Partería”  donde los cuidados sean el centro de la atención sanitaria, donde pueda converger la medicina ancestral y la medicina occidental. “No queremos llevarnos estos conocimientos a la tierra. Quisiéramos transmitirlos, que podamos capacitarnos unas a las otras”, apunta María Visitación sobre sus planes en un nicho. Insiste en que sus saberes no se pueden perder, por eso ha estado transmitiéndoselo a dos de sus hijas.   “Ángeles que van pal’, ángeles que van pal’ cielo dénmele un saludo a dios, que me guarde mi cupito para cuando vaya yo”, canta Petrona, Yolanda la sigue. Fidelino y Aleída continúan los cantos mientras baila, y ella sostiene una caja blanca que antes estaba en un altar lleno de flores. De esa forma despiden las parteras y las comunidades afro a los recién nacidos que mueren tras el parto: en un Gualí. Ese acto fúnebre no solo tiene un componente de tradición, sino también de gestión del duelo para las recién paridas que, por diferentes circunstancias, pierden a sus hijos. Así lo cuenta Yolanda, otra partera. En la cultura chocoana y afro pacífico la pérdida de un recién nacido no se conmemora igual que la de un adulto, sino que los alabaos’ tienen un tono festivo en honor a un alma pura que va al cielo. En el ritual no solo participa la familia, sino que toda la comunidad canta, rodea y apoya a la madre.  Las comadres son expertas también en ese tipo de ceremonias. Su acompañamiento es fundamental para la salud mental de las madres en estos casos. Ellas preparan detalle a detalle, conocen qué plantas y flores usar para el ritual. Se convierten en un sostén emocional para las familias. Para las comadres la visión de la salud es holística, no solo se trata del bienestar físico. De nuevo, su presencia se vuelve determinante para el bienestar de las comunidades donde habitan, en el nacimiento y en la muerte. Quizá por ello se resisten a irse, a rendirse, a ceder ante la precariedad de su labor o ante el miedo. Se saben acompañadas por una red extensa de cientos de niños y niñas que han recibido sus manos y miles de madres que pueden contarlo gracias a ellas, las guardianas de la vida: las parteras tradicionales.  ---- Este artículo fue desarrollado durante #CambiaLaHistoria  , un proyecto de la DW Akademia y Alharaca

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