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Finales imperfectos en la ciudad

Actualizado: 16 sept

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Diciembre de 2021. La ciudad no era la misma y nosotras tampoco. Pero allí estaban de nuevo: Carrie, Miranda y Charlotte, regresando en And Just Like That, casi veinte años después. Las conversaciones eran las mismas, ahora con más arrugas, nuevas pérdidas amorosas y menos anécdotas sexuales, aunque todavía en tacones.


Eso sí, esta vez la ciudad estaba más callada. Veníamos saliendo de una pandemia y todavía quedaban restos de miedo en la piel y distancias obligatorias. Yo no había vuelto a tener sexo en la ciudad, ni en ningún otro lugar. Quizás por eso retomé el contacto virtual con mi propio Mr. Big. Porque sí, todas tenemos uno: ese hombre intermitente que desaparece cuando más lo necesitas, pero que siempre deja una puerta entreabierta para volver. Una puerta que, a veces, no queremos cerrar. O que, como en la serie, se convierte en ventana: aquella desde la que Carrie se despide de él, despeinada, en pijama, con un cigarro en la mano, diciendo: “Era libre, y no había nada exquisito en eso”.


En su momento tomé nota, porque esa frase encierra una de las grandes paradojas de la modernidad: la libertad, por sí sola, nunca fue suficiente. Y, como Carrie nos recordó, tampoco es cómoda ni glamorosa. A veces, lo que más anhelamos es lo que más nos lastima. Y lo que nos protege puede ser lo que más nos adormece. Lo deseable no siempre es lo saludable. Vivimos en una época que exige coherencia a prueba de balas: que nuestras elecciones sean libres, conscientes, plenas, rentables, feministas, técnicamente impecables y, además, nos provoquen el mismo placer nostálgico que sentimos hace veinte años.


Pedimos madurez, pero queremos que nada cambie.

Por eso Carrie siempre fue una antiheroína incómoda. No por romper esquemas, sino por encarnar nuestras contradicciones: buscar amor y temer al compromiso, querer independencia y anhelar refugio. Su glamour era una armadura; el maquillaje y los vestidos de alta costura, una forma de cubrir fisuras que inevitablemente se asomaban. And Just Like That no ocultó esas grietas: fue torpe, repetitiva, a ratos desesperada por agradar. Pero, como una amiga que regresa con sus defectos intactos, volvió para acompañarnos.


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Vía Gregory Littley


Según declaraciones de Michael Patrick King, director de la serie, y de la propia Sarah Jessica Parker, esta tercera temporada fue la última: Carrie Bradshaw colgó sus tacones para siempre. Con el último capítulo emitido, se cierra el ciclo de And Just Like That, la secuela que llegó para recordarnos que la adultez, incluso en tacones, sigue siendo una coreografía llena de tropiezos.


Mr. Big, el eterno galán, se despidió en el primer episodio de la primera temporada, con una muerte que fue más que un giro de guion: fue la metáfora de un derrumbe íntimo, el desvanecimiento de un tipo de masculinidad tradicional que, en teoría, ya no deberíamos volver a buscar. Recuerdo la noche en que vi su muerte en pantalla. Como a Carrie, me pilló por sorpresa. Y es que la muerte nunca se espera, como tampoco esperaba volver a ver al mío. Esa noche, en uno de mis tantos intentos fallidos por terminar nuestra temporada, lo bloqueé de redes. A los meses le dediqué un texto para una revista con el mismo fin: decirle adiós. Pero no bastó. Cuatro años después, mientras la serie anunciaba su final, yo crucé el mundo hasta su país, Australia, para cerrar nuestro capítulo.


“Hello, it’s me”, fue la canción que acompañó la despedida de Carrie a Big en el funeral. “Hello, it’s me”, escribió mi Mr. Big en su correo para acordar la cita. Paralelismos cinematográficos. Lo encontré en un café de Melbourne, trabajando desde su notebook. Sobre mis tacones, bajé siete escalones que condensaban los siete años que duró nuestra historia. Siete años: tiempo suficiente para una serie. Sex and the City duró seis. Quiero que me digas todo, le pedí. Porque al igual que cuando alguien muere, una necesita escribir un final.


Terminamos afuera de su auto. “Goodbye, Mr. Big” fue lo último que pronuncié. Él sonrió y me abrazó, mientras todo su cuerpo temblaba. And just like that. Era el fin, sin más. Porque las historias, tanto en la ficción como en la vida real, rara vez cierran bien. Ya en los capítulos finales de And just like that, vemos a una Carrie que se enfrenta a la idea de que su final no sea el que esperaba: la posibilidad de terminar a solas. “¿No te asusta pensar en lo que te pueda pasar por vivir en una gran casa sola?” le pregunta la joven que arrienda su antiguo departamento de soltera. Carrie queda reflexiva.


Cuando viajé a Australia pensando en reencontrarme con el Mr. Big australiano, también me asaltó esa pregunta: ¿y si termino sola, sin él, en una gran ciudad del otro lado del mundo? La idea de terminar sin ese gran amor, el Big escrito con mayúscula, para el cual la sociedad nos enseña a esperar, especialmente a las mujeres, es difícil de desarticular, porque no requiere solo de una deconstrucción personal, sino que, sobre todo, cultural. En ese sentido, al instalar otros relatos en la cultura popular mediante series, contribuye a esa desarticulación que va cambiando el imaginario sobre el terminar sola. Ahora, no visto como una tragedia, sino como una posibilidad que merece ser contada.


El tiempo de espera siempre es opaco, porque es el tiempo en que lo que uno desea no se está cumpliendo. Por tanto, no se trata de vestir de cinismo optimista ese tiempo, sino que de cuestionar el por qué esperamos lo que esperamos. Hoy los consumidores parecen esperar que toda serie sea una obra maestra, del calibre de Game of Thrones (al menos, en sus mejores temporadas) o de cualquier otra producción con presupuestos millonarios y guiones milimétricamente pulidos. Queremos tramas impecables, diálogos memorables, giros calculados al milímetro y, además, que reflejen todos los matices de la realidad contemporánea sin un solo tropiezo. Quizás es el efecto colateral de vivir saturados de contenido: sentimos que nuestro tiempo es tan escaso que cada minuto de pantalla debería justificar la inversión. O tal vez es que hemos convertido el consumo cultural en una competencia —una especie de deporte olímpico del buen gusto— donde ganar significa haber visto “lo mejor” y poder opinar sobre ello con autoridad. 


Pero hoy también se busca ganar en el amor, cobrando fuerza la psicología del rico: “no me suma”, “me hace perder tiempo”, “no me sirve”. Como si el amor sirviera para algo, reflexiona la psicoanalista Alexandra Kohan. Y es que el amor nunca ha sido terreno de ganancias, sino que de pérdidas, porque amar es asumir riesgos, por ende, es una experiencia más cercana a perder que a cualquier otra cosa. And just like that perdió, porque tiene como trama el amor. Pero en el afán de ganar algo viendo lo que vemos, olvidamos que muchas de las historias que más nos han marcado no lo hicieron por su perfección, sino porque nos acompañaron en momentos concretos de nuestras vidas.


Con la despedida de Carrie, Miranda, Charlotte, el fantasma de Samantha y las nuevas amigas, Seema y LTW, yo no espero mi final, sino que lo escribo, mientras Carrie enciende un vinilo y acepta su final sin pareja al son de Barry White. Nunca esperé que las chicas cumplieran mis expectativas; solo que estuvieran allí para sostener una copa de vino, encender un cigarro y compartir una lágrima incómoda.


Al día siguiente de mi propio adiós a Mr. Big, me puse zapatos tan altos como los de Carrie, lo suficiente para elevarme —aunque fueran solo ocho o diez centímetros— por encima de mis miserias. Y caminé. Tropecé. Me levanté. También bailé. Porque la vida, como las series, no siempre está a la altura de nuestras expectativas, ni de nuestros zapatos, pero igual hay que ponérselos y salir a recorrer la ciudad. And just like that.

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