Chilenos buenos pal' Sonny
- Isidora Mardones
- 4 sept
- 5 Min. de lectura

Mucho antes de que el Labubu acaparara videos y vitrinas, unos querubines diminutos ya habían empezado a construir un imperio de lo kawaii. Desnudos, alados y con sombreros temáticos, los Sonny Angel cruzaron océanos para instalarse en repisas, escritorios y mesitas de noche. No son solo figuritas tiernas, sino amuletos, recuerdos y una iniciativa que nació para alegrar a las mujeres profesionales en tétricos contextos laborales. Hoy, además, son un ítem emocional medianamente alcanzable en medio de una economía desoladora.
Por Isidora Mardones y Alexandra Martínez.
En un rincón luminoso de Tokio, hace poco más de veinte años, un fabricante de juguetes se propuso una tarea improbable: crear una compañía que llevara pequeñas satisfacciones a la vida cotidiana de las mujeres. Toru Soeya fundó Dreams Inc. y presentó al mundo a los Sonny Angel, una tropa de querubines desnudos con alas pequeñas y sombreros de frutillas, hongos, conejos, o dulces. Su misión, declarada en cada caja en inglés, era tan simple como ambiciosa: They may bring you happiness (podrían traerte felicidad).
Desde entonces, más de 670 figuras han visto la luz. Cada una con su propio color, gesto y personalidad, organizadas en series o colecciones de temporada, colaboraciones con artistas y ediciones limitadas que convierten a estos pequeños ángeles en objetos de deseo en todo el mundo. Lo que comenzó como un gesto lúdico en oficinas y escritorios pronto cruzó fronteras para instalarse en vitrinas, carteras y mesitas de noche, volviéndose parte de un lenguaje afectivo global.
Hasta que, en 2023, algo cambió. Las redes sociales hicieron lo suyo y Sonny Angel se volvió un fenómeno global. En Nueva York, alrededor de 150 personas se reunieron en Washington Square Park para mostrar, intercambiar y fotografiar a sus pequeños ángeles. Su popularidad era tanta, que en 2024, al otro extremo del mundo, la Guardia Civil española intervinó más de 7.000 réplicas listas para ser vendidas, alcanzando la suma de casi 170 millones de pesos chilenos.
Pero Chile, que al principio los recibió tímidamente, se convirtió en el único país de Latinoamérica con un distribuidor oficial. “Partí vendiéndolos casi en secreto, por Instagram y solo a coleccionistas muy fanáticos”, recuerda Patricia Klein, la administradora de Sonny Angel Chile. “Hoy, después de 10 años, tenemos una comunidad preciosa, diversa y activa”.

La magia del factor sorpresa
En el universo de los Sonny Angel, la verdadera adicción no está solo en coleccionarlos, sino en el instante previo: ese segundo en que se rompe el sello de la caja y el contenido todavía es un misterio. Aunque los compradores conocen de antemano las colecciones y los diseños posibles, nadie sabe cuál vendrá. La única pista es el color del envase, que varía según la serie. Después, todo queda en manos de la suerte. Este sistema, conocido como blind box, convierte cada compra en un pequeño ritual de expectativa y revelación.
Esa incertidumbre, mitad ansiedad y mitad juego, ha transformado a estos querubines en objetos de culto. “Me encantó la sorpresa de abrirlos y no saber qué vendrá”, cuenta Alessandra Lluch, 32 años, coleccionista desde hace cinco, que en un viaje a Estados Unidos vio por primera vez al pequeño ángel en una repisa. Fue el inicio de una devoción que ya suma más de 500 mil pesos invertidos en figuras, y que sigue creciendo.
Macarena Aguilar, diseñadora industrial de 50 años, lo sabe bien. Desde 2015 ha reunido cerca de 600 piezas, y su vínculo con ellas trasciende lo estético. Su primer Sonny Angel lo compró embarazada de su hija Paula. Hoy, ambas comparten la búsqueda, el intercambio y la emoción de cada hallazgo. “Para mí significa un lazo muy importante con mi hija, transmitirle algo que ha sido muy bonito: ir construyendo juntas una colección que, para nosotras, también es una forma de arte”, dice Macarena.
La colección se volvió parte de su vida cotidiana: en cada viaje, además de museos y arquitectura, dedica tiempo a cazar la pieza única, esa edición especial que no llega por delivery sino que obliga a salir tras ella. La pasión tiene cifras: más de seis millones de pesos invertidos y contando, con la certeza de que cada pequeño ángel guarda una historia compartida.

El coleccionismo y la emocionalidad
Los Sonny Angel no solo son piezas de vinilo. Funcionan como dispositivos de memoria y afecto. Así lo descubrió Alejandra Segura, arquitecta y fotógrafa de 30 años, durante un viaje a Estados Unidos. En una tienda encontró la serie dedicada a felinos y decidió comprar una blind box. Para su sorpresa, dentro apareció un ángel que parecía la personificación de su gata recientemente fallecida. Ese hallazgo la marcó.
“Efectivamente uno recibe lo prometido, el they may bring you happiness. Fue súper lindo cuando me salió (...) la dejé en mi pieza, me despertaba y me sentía acompañada”, recuerda.
Desde entonces, Alejandra comenzó a buscar ediciones específicas en plataformas como Ebay o Aliexpress, dejando atrás el azar para elegir piezas que resonaran con sus recuerdos y gustos.
Pero no todos los caminos coleccionistas se orientan a evitar la incertidumbre. Catherine Philp, 40 años, dueña de Riccia Kids en Barrio Italia, insiste en preservar la esencia del juego. Su tienda, especializada en juguetes y objetos didácticos, se ha transformado en un punto de encuentro para fans de Sonny Angel. Allí, las cajas se venden cerradas y el suspenso se vive en directo. “A la gente le gusta compartir esa experiencia de ‘¿Cuál le va a salir?’ (...) no deja de ser bonito comprar un producto que uno ya sabe cuál es, pero el efecto sorpresa tiene su enganche”, afirma.
En esa tensión, entre la necesidad de control y la entrega al azar, se sostiene buena parte de la fiebre coleccionista. Porque al final, cada apertura no es solo la revelación de una figura, sino la posibilidad de conectar con un recuerdo, un vínculo o una emoción inesperada.
Pertenencia e identidad

En un contexto global de sobreestimulación, en donde cada día aparecen nuevas tendencias u objetos por los cuales obsesionarse, el coleccionismo, principalmente de los Sonny Angels, se ha transformado en una forma de conexión, tanto social como emocional, para muchas personas.
Respecto a esto, el sociólogo de la Universidad de Valparaíso, Diego Ramírez (33) reflexionó que: “Las personas están tratando de encontrar mecanismos para poder mantenerse en un mundo con un capitalismo colapsado, con una economía colapsada, con una cultura colapsada”.
Debido a que vivimos en una sociedad en donde todo puede parecer incierto o inestable, las personas dejaron de lado lo que antes se consideraba tradicional, cambiando sus prioridades o intereses personales, pues se han vuelto cada día más inalcanzables o simplemente imposibles, “si antes las personas aspiraban a comprarse una casa, un auto o una cartera cara, ahora con la crisis económica esos sueños o esas metas han ido disminuyendo poco a poco a objetos, acciones o actividades que sean menos caras, pero que aún así tengan cierta carga o símbolo social”, comentó Ramírez.
Por esto cada día es más común que las personas, sean jóvenes o adultos, se integren al mundo del coleccionismo, generando en ellos un sentido de pertenencia, acompañamiento y satisfacción al momento de comprar y adquirir lo que sea de su interés.



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