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Patricia Rivadeneira: una mujer llena de ideas

Actualizado: hace 1 día

Patricia Rivadeneira siempre ha sido "demasiado": demasiado libre, demasiado intensa, demasiado ruidosa para ciertos oídos masculinos. En esta conversación —donde se cruzan la performance y el feminismo incendiario de Virginie Despentes—, la protagonista de Una mujer llena de vicios, reflexiona sobre los pactos de poder entre hombres y la ilusión de la sororidad en una cultura que aún nos obliga a competir para existir. “No todos somos así”, insisten ellos; pero ella responde: “Eso ya no basta”.


“El lloriqueo y la victimización nos dejan como si nosotras no tuviéramos posibilidad de ser agentes de nuestras vidas y de cambio”. No hay condescendencia en sus palabras. Ni aplausos fáciles. Patricia Rivadeneira (60) es una mujer que no está dispuesta a dejar de hacerse preguntas, ni a repetirse respuestas que no le calzan.


La protagonista de Una mujer llena de vicios, adaptación teatral del libro Teoría King Kong, habla fuera de las tablas sobre las contradicciones que planteaba Virginie Despentes: de cuerpos y de mujeres, de belleza y de erotismo, de violación, de hombres y de deseo. Una entrevista a destiempo con Patricia Rivadeneira, quien llegó corriendo, apurada por una función que se le venía encima. Nos saludamos rápido, como si ya nos conociéramos, y buscamos un rincón en la antesala del teatro para estirar el tiempo un poco más de lo permitido.


Ella se sienta, se acomoda el abrigo, cruza las piernas. Tiene rasgos afilados, como su forma de pensar. Me mira y me estudia. No responde, sino que contra-pregunta. Se toma sus pausas. Se ríe con ganas, con cuerpo, con voz. La entrevista empieza a parecer otra cosa. Una escena, tal vez. El diálogo sigue girando en torno al feminismo punk de Despentes, que no escribe para las Kate Moss, sino para las King Kong. Para las feas, no para las lindas. Pero ahí está Patricia, hablando desde ese lugar incómodo de quien ha sido leída toda su vida como bella, deseable, guapa. Una mujer que sabe que su cuerpo ha sido parte del espectáculo, del deseo ajeno, de la mirada insistente, y que aun así se para en escena para decir lo que no se espera de una mujer como ella.


Patricia Rivadeneira es una de. las protagonistas de Una mujer llena de vicios, una obra basada en el ensayo feminista Teoría King Kong de Virginie Despentes, adaptado al teatro por Manuela Oyarzún. / Ilustración de Juan José León
Patricia Rivadeneira es una de. las protagonistas de Una mujer llena de vicios, una obra basada en el ensayo feminista Teoría King Kong de Virginie Despentes, adaptado al teatro por Manuela Oyarzún. / Ilustración de Juan José León

Es 2006. Ya existen cámaras digitales, teléfonos inteligentes, MP3, dispositivos para medir el sueño, el azúcar, el ciclo menstrual. Pero ninguna tecnología ha sido pensada para protegernos del cuerpo del otro. “No hay —dice Virginie— ni un solo objeto que podamos meternos en el coño al salir de casa y que corte en pedazos la polla del primer imbécil que quiera entrar sin permiso”. Así de brutal. Así de claro. Porque lo que nos dice es que nuestros cuerpos fueron diseñadas para ser penetradas, invadidas, violadas. Y nos entrenaron para eso. Ese es el verdadero carácter sociocultural de la violación. Nadie lo dice más alto ni más lúcido que ella.


“Hay muchos hombres que yo he conocido en mi vida que han sido, de alguna forma, abusadores conmigo. Y está plagada la historia de mis amigas de casos”. Lo dice Patricia.


Treinta años antes de que las redes sociales volvieran mainstream el feminismo y los pañuelos verdes, Patricia ya se colgaba de una cruz en el Museo de Bellas Artes. Era Por la cruz y la bandera, la performance de Vicente Ruiz, que denunciaba la indiferencia hacia las personas con VIH y el pueblo mapuche. Crucificada en pleno museo, mezclaba arte, política, religión, cuerpo y escándalo. Todo lo que aún sigue doliendo.


Han pasado años desde Teoría King Kong y desde esa performance. Pero no han pasado de moda ni el control sobre nuestros cuerpos, ni la hipocresía de una industria que grita empoderamiento mientras nos exige ser flacas, suaves, eternamente jóvenes.


¿De quién es el cuerpo? ¿Es posible escapar de la mirada del otro? ¿Cómo se vive con un cuerpo atravesado por expectativas contradictorias?

Virginie escribe desde los márgenes de la feminidad. Desde ese lugar de la mujer que no alcanza ni el mínimo de lo deseable, que no despierta fantasías masculinas, y que tampoco se resigna al rincón al que la relegan. La fea. La olvidada. ¿Dónde te sitúas tú, Patricia, frente a esa idea de feminidad?


—Cuando era joven, no fui una chica especialmente exitosa con los hombres. Pero creo que hay un punto muy interesante en todo esto: cómo una mujer se atreve a ser más deseante que deseable. Cómo su placer no depende de satisfacer al hombre, al otro que la mira, sino de sí misma. En ese sentido, con los años llegué a ser considerada bella, atractiva, deseable. Sin embargo, eso siempre estuvo vinculado a un espectador, a un otro.


¿Hay un momento en que ocurre ese giro?


—Creo que eso sigue operando dentro de mí. No son cosas que se desarticulen fácilmente. Pero, ¿cómo atreverse a ser más deseante que deseable? (…) Es que los hombres no funcionan así. Están acostumbrados a ser quienes desean, no a embellecerse para resultar deseables. Porque claro, entre los mamíferos pasa lo mismo. Pero, por ejemplo, en el caso de los pájaros, es el macho quien debe ponerse bello para ser elegido.



Una mujer llena de vicios regresa a la cartelera este 13 de junio a Teatro Bío Bío y más tarde, del 8 al 24 de agosto a Matucana 100.


Se plantea que, al haber sido tradicionalmente relegadas del poder económico y político, a las mujeres les quedó el capital erótico.


—Ese era el capital que te enseñaron desde siempre —desde hace siglos— que debías tener. Si no lo tenías, eras, como decía Despentes, una perdedora social: la fea. Y esa quedaba completamente relegada. Durante mucho tiempo, fue uno de los pocos capitales permitidos para las mujeres. Virginie es de mi generación, la primera que pudo tener una cuenta bancaria a su nombre sin necesitar el permiso del padre o del marido. Estamos hablando de algo que ocurrió hace muy poco.


¿El éxito de las mujeres sigue dependiendo de su vínculo con los hombres?


—El éxito profesional y económico de las mujeres sigue siendo cuestionado. Y los hombres, en ese sentido, levantan barreras para impedir que accedamos. Tienen sus pactos, sus cofradías, que a veces salen a la luz y una queda abrumada. Ahí están, por ejemplo, los masones, o aquel grupo de violadores de la Pelicot, o los chats privados que me imagino entre muchos hombres —quizás más de mi generación que de las más jóvenes, pero eso todavía pasa— en directorios, en el mundo empresarial, en la política, incluso en el cine y las artes. Todos esos espacios siguen dominados por hombres. A nosotras nos quedan los papeles secundarios, terciarios, cosificados. Incluso en el teatro shakesperiano, las mujeres ni siquiera podían subir al escenario.


Virginie habla del cuerpo como campo de batalla. ¿Qué lugar ocupan hoy los cuerpos de las mujeres?


—Es que ahí hay un tema sobre la asignación de las feminidades. Es lo mismo que pasa con los cuerpos trans.


¿Es necesario parecer mujer para ser mujer?, ¿qué es lo que te hace mujer o qué es lo que te hace hombre? ¿Alguien cumple, finalmente, con esos ideales?


—Que es bonita, que es rubia, que es flaca, que es guapa, que tiene las pechugas de tal forma, el poto de tal otra, la depilación perfecta… Esa mujer a la que supuestamente debemos parecernos es un constructo cultural. En las representaciones de lo femenino en el mundo precolombino, por ejemplo, las mujeres eran redondas; se entendía que eso era signo de fertilidad, ese era el canon de belleza. Pero luego, con la cultura griega —una cultura profundamente homosexual— se estilizan los cuerpos masculinos y surge una estética homoerótica que después se proyecta sobre los cuerpos femeninos. Hay una historia muy larga detrás de esto. Al final, estos cánones están sostenidos por un sistema que nos impulsa a consumir: tenemos que comprar lo que nos venden para llegar a ser así. Y es algo inalcanzable: la eterna juventud, la eterna belleza. Todo eso que se nos impone. Ahí es donde surgen todas las preguntas sobre qué entendemos por belleza. Existe una belleza apolínea, con cánones de armonía profundamente inscritos en nuestro imaginario cultural, que resulta muy difícil desafiar.


Incluso con discursos como el body positive o el “ámate a ti misma”, el cuerpo sigue al centro. ¿Por qué?


—Es el cuerpo el que nos permite estar en este planeta. Creo que hay un desequilibrio en la idea de amarlo, porque también lo hay en nuestra comprensión del amor. ¿Por qué quiero amar mi cuerpo? ¿Soy capaz de amarme tal como soy? Hay una exigencia constante, una competencia permanente. No podemos dejar de competir: eso también forma parte de nuestra biología, porque competimos por sobrevivir. Entonces, no se trata de negar todo eso, sino de buscar armonía: armonizar el instinto, el mundo emocional, el mundo intelectual. Pero la máquina del deseo es más poderosa que cualquier eslogan pacifista.


¿Y qué lugar le das tú a la sororidad?


—Creo que puede ser algo profundamente rico y poderoso. Pero no creo en la sororidad, no cuando aún nos queda un largo camino por recorrer, porque la competencia entre mujeres sigue siendo muy fuerte. ¿Quién es la más linda, ah? ¿Quién es la más linda? Esa es la pregunta que una escucha desde niña.


¿Y desde la familia también? ¿Desde el amor?


—Te van ubicando en relación a si eres linda o no. En la familia, en el campo amoroso.


¿Quién es la más más...?


—La más cualquier cosa.



Virginie dice: “salir de la jaula ha tenido siempre sanciones brutales”. Ustedes lo hablaron también en un conversatorio: ¿por qué sólo vienen mujeres y disidencias? ¿Dónde están los hombres?


—No, pero ahora hay hartos hombres. Cada vez más. Y eso ha sido muy interesante: ver que hay un público masculino que crece. Dan ganas de quedarse a la salida y entrevistarlos, preguntarles qué les pasa. Ayer, por ejemplo, vino una vecina con su marido, un señor de más de setenta años. También vino mi amigo Rafael Gumucio, que quedó muy impactado y agradecido por el montaje. Mi hijo, cuando la vio en el estreno el año pasado, me dijo: “¿Cuántos de los hombres que están aquí habrán violado a alguien o lo habrán intentado?” Es una pregunta dura, pero necesaria. Muchos hombres que he conocido en mi vida, de una forma u otra, han sido abusadores conmigo. Y las historias de mis amigas están plagadas de casos similares.

Creo que se están abriendo nuevas preguntas, nuevos espacios para que la masculinidad empiece a entender lo que hace, lo que ha hecho, y el lugar desde donde se ha ejercido la violencia machista. Pero también veo un fuerte rechazo a esta ola feminista, una contraofensiva del machismo, como lo vimos en las elecciones de Estados Unidos o en lo que está ocurriendo en Afganistán. Por eso insisto: si no hay diálogo, si no hay un verdadero encuentro, será muy difícil avanzar hacia una convivencia sincera, y corremos el riesgo de caer en una especie de guerra civil simbólica. Muchos hombres me dicen: “Ah, pero no todos somos así”. Pero ese argumento no es interesante. Lo verdaderamente importante es preguntarse: ¿cómo denuncio yo al amigo, al compañero, que sí es así? Cada hombre tiene que dar un paso al lado, un paso adelante, y marcar la diferencia. Porque no basta con decir “yo no soy así”. Eso, en realidad, es ser cómplice.


De hecho, hay una frase que ha salido a partir de esa misma contrarespuesta del “no todos los hombres son así”: pero siempre es un hombre

—Exactamente (Patricia se ríe fuerte)


¿Y cómo dialoga Una mujer llena de vicios con el Chile de hoy?


Esto está siendo increíble, porque además creo que uno de los grandes errores que cometemos muchas veces es caer en la victimización, y eso no es una buena elección, no es un camino fértil. Cuando todo se convierte en drama. Por eso nos gusta tanto Despentes. Por eso su ensayo, su genio y su figura siguen interpelándonos. Y por eso también se siente esta respuesta del público en la sala: porque el lloriqueo y la victimización nos dejan en un lugar donde parece que no tuviéramos posibilidad de ser agentes de nuestras propias vidas, de generar cambio. Seguramente es mucho más difícil ser mujer, sí. Pero como dice Camille Paglia: sin los hombres, no hubiéramos construido esos puentes. O sea, yo encuentro que ellos son regios —pero lo que pasa es que tienen que ubicarse en donde tienen que estar: ¡tienen que estar de adoradores nuestros! (ríe)


Virginie dice: “Yo soy ese tipo de mujer con la que no se casan. Siempre demasiado: agresiva, ruidosa, viril.” ¿Cuál es tu “demasiado”? ¿En qué te excedes?


—En todo. Sí, eso me resonó mucho. No lo pusimos aquí, en el espectáculo de ahora, pero sí en el primer texto que hice. Siempre sentí eso. Bueno, me casé una vez. Mi marido es muy especial, tampoco estaba tan convencido de casarse, como que lo tuve que obligar un poco. No sé si fue bueno para mí (ríe). He tenido personas cerca con las que hemos podido encontrarnos, pero en general yo siempre sentía que para los hombres era difícil aceptar cómo era; aceptar mi deseo de potencia, mi deseo de autonomía, mis discursos, mi querer brillar. Yo sentía que les costaba lidiar.


¿Y eso tuvo algún costo?


—Probablemente sí: me ha cerrado espacios donde es mejor ser más discreta.

1 comentario


esperanzagitana
04 jun

La cultura griega es anterior a la precolombina !

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