top of page

El último invierno del Oso

Su historia es la de un perro viejo que encontró cariño en un bar del centro de Santiago, pero su partida también revela que, incluso en un país endurecido, la ternura aún encuentra por dónde colarse.



No soy de perros. No lo fui nunca. Me daban miedo, especialmente los que vivían en la calle. Les temía a sus ojos amarillos, a sus cuerpos erizados y a sus ladridos traicioneros. Pero una vez pasé por el Bar Alameda y lo vi. Un quiltro viejo, rechoncho y de una mirada triste, como la de abuelo que ha visto demasiadas guerras. Alguien dijo que se llamaba Oso. Le habían puesto un chalequito y dormía sobre una frazada.


Después supe que era un sobreviviente. Que llegó al bar como llegan las personas a la última parada de su biografía: arrastrando historias de quién sabe dónde, con el cuerpo hecho una ruina y un bulto en su estómago que era una bomba de tiempo. 


El Oso no era particularmente bonito. Y quienes compartían a diario con él lo describen como un viejo mañoso, más que simpático. Pero al mismo tiempo, dicen que fue un perro mágico: percibía con su olfato las malas intenciones, sacaba con mordiscos a los lanzas y protegía a los garzones y a la clientela de malandrines callejeros. 


El último Censo Nacional de Mascotas arrojó una cifra dolorosa: existen más de 4 millones de animales sin tutor en las calles de Chile. Dentro de este número, hay 3.461.104 perros como Oso en nuestro país.


Oso era un justiciero que vivía en ese pedazo de ciudad lleno de ruido, en un sector donde ha desaparecido la marraqueta y ha sido reemplazada por el pan de masa madre. Y en tiempos de cambios y revoluciones, el Oso eligió el centro como su casa. Caminaba por la Alameda, cruzaba Santa Rosa y volvía al bar. Todos lo conocían, le traían comida, juguetes y mantas. En un país que te exige ser productivo o desaparecer, él encontró un rincón donde ser querido sin hacer nada más que existir, mover la cola y ponerse de guata al sol un lunes a las 10 de la mañana.


Ana María Pallares es garzona del Bar Alameda desde hace dos años. Desarrolló con Oso una relación que a veces parecía más profunda que muchas que yo he tenido con humanos. Ella le hablaba como a un hijo. Le decía "mi guagüita", le daba pollito desmenuzado con las manos, le cambiaba el chalequito cuando le molestaba el calor y lo llevaba al veterinario. Le compró un osito de peluche, le cortó las uñas, le lavó las patitas. Se unieron, tal vez, porque conversaban el mismo idioma: el de los cuerpos trabajadores, acostumbrados al ruido, al aguante y al frío. Ella le acariciaba la cara y él respondía con un movimiento de cola. Estuvieron juntos hasta el último momento. “El Oso tiene cáncer”, le dijeron a Ana María. A la mujer se le rompió el corazón y agradeció en ese instante que el perro no hablara español.


Tuvieron que dormirlo. Oso se fue con los ojos abiertos, cuando gemía bajito y cuando -según Ana María- cambió su gesto cotidiano de tristeza por uno de tranquilidad. “Yo nunca había visto a un perrito llorar”, contó la garzona. Y lo dijo con la voz quebrada. “Le salían unas lagrimitas y de pronto, cerró sus ojitos y ya no estaba con nosotros. Se detuvo su corazón”.


Hoy hay un altar afuera del bar. No es uno de esos altares religiosos ni de mármol frío. Es de papel y plástico: hay una polera negra con la cara de un oso dibujado como ídolo popular, como si el perrito hubiera sido rockstar de barrio. Sobre el suelo de baldosas gastadas, el mismo que Oso recorrió con sus patas de viejo, han dejado flores, cartas, velas, platos con agua y croquetas, un peluche, y más comida. Hay también una foto suya.

Nada de esto es institucional ni oficial. Nadie lo mandó a hacer. Este altar lo armó la gente que lo quiso. Los garzones, los vecinos, los estudiantes que pasaban por ahí, los que compartieron un pedazo de día con él, los que le pusieron nombre aunque no tuviera dueño. Y en medio de esa ofrenda callejera hay algo profundamente político: una ciudad que por un momento se permitió sentir.


Sus cenizas volverán esta semana a su bar querido. Ana María irá a buscarlas personalmente y descansarán adentro, cerca de donde él solía dormir. Así, los clientes podrán seguir rindiéndole honores a su manera. Oso encarnaba todo lo que este país prefiere dejar puertas afuera: a los viejos, a los pobres, a los enfermos. Lo que ya no produce, lo que estorba, lo que se arrincona cansado. Pero en cada caricia que le dieron en la Alameda, hay algo que interrumpe esa lógica. Porque, a veces, en medio de tanta costra, brota la ternura. Y en esos gestos se dibujan otras formas de comunidad. Más frágiles, revolucionarias, más humanas y  quiltras.


¡Buen viaje, Oso! 

2 comentarios


marcia.delgado.d
10 jul

Un lindo tributo para un cuerpito atormentado con un alma generosa...

Me gusta

isi.arndav
07 jul

muy linda crónica🩵

Me gusta
Revista Quiltra
Todos los derechos reservados © 2025
  • Correo
  • Instagram
  • Facebook
  • LinkedIn

Regístrate en nuestro newsletter

Entérate antes que cualquiera sobre nuestras actividades e información relevante.

bottom of page