La tortuga de mar que espera en Rancagua volver a su hogar
- Isidora Mardones
- 24 abr
- 7 Min. de lectura
Actualizado: 5 may
A comienzos de marzo, en una playa de Ancud, Chiloé, los vecinos se encontraron con una escena inesperada: una tortuga olivácea, herida y varada, luchando en silencio por sobrevivir. Sin saberlo, intentaron devolverla al mar, arriesgando su vida. Pero el destino —y la pronta intervención de un equipo técnico— le dio otra oportunidad. Desde el extremo sur de Chile, cruzó el país: pasó por Puerto Montt, luego Santiago, y hoy descansa en Rancagua, bajo cuidados médicos, mientras espera su regreso a las aguas cálidas del norte que siempre fueron su hogar.
Fue el 10 de marzo cuando el mar arrastró a la orilla un ser que parecía de otra era. Una tortuga olivácea, especie catalogada en peligro de extinción y que generalmente transita por las aguas tropicales o cálidas, pero esta vez apareció varada en la fría playa de Pupelde, en Ancud. Inmóvil, exhausta y con los ojos apenas entreabiertos, yacía en la arena como si el océano la hubiera devuelto con pesar. A su alrededor, se congregó una pequeña multitud. Eran vecinos, curiosos y turistas. Gente con buenas intenciones, pero sin conocimiento. Algunos se inclinaban sobre ella con ternura; otros, con apuro, intentaban devolverla al mar, creyendo que así estarían salvando su vida. No sabían que aquel impulso podría condenarla para siempre. La tortuga no tenía fuerzas para resistirse. Su temperatura corporal era baja y su energía casi nula.
Pasaron apenas unos minutos hasta que llegó al lugar el equipo de Sernapesca. Al ver la escena —la tortuga rodeada de gente y algunos aún intentando devolverla al Pacífico— intervinieron de inmediato. Era evidente: el animal no estaba en condiciones para volver al agua. Inmediatamente los funcionarios activaron el protocolo y en menos de cinco minutos ya estaban en contacto con el centro de conservación Chiloé Silvestre, ubicado en la Reserva Marina Pullinque.

“Me acuerdo que recibí un WhatsApp de Sernapesca: ‘vamos en camino con una tortuga, llegamos en menos de una hora’”, recuerda Javiera López, encargada del área de Medicina y Rehabilitación de Chiloé Silvestre. No hubo tiempo para dudas. Apenas leyó el mensaje, Javiera y su equipo comenzaron a preparar lo necesario para recibir al nuevo paciente.
En el centro, acostumbrado a trabajar con recursos limitados, la rutina del rescate siempre implica algo de improvisación. No hay equipos de última generación ni grandes instalaciones, pero sí hay compromiso. Lo importante era actuar rápido, ofrecer atención médica básica y confirmar que la tortuga estuviera fuera de peligro.
Eran las 14:08 cuando Javiera López vio entrar la camioneta por el acceso del centro Chiloé Silvestre. Lo recuerda con exactitud. Dentro del vehículo, sobre una caja, venía la tortuga. Desde su posición, apenas podía distinguir su silueta, pero algo en el ambiente se volvió solemne. En ese instante, todo el equipo se activó con un mismo propósito: salvarla.
Entre varios la sacaron con cuidado. Javiera fue quien notó primero la gravedad del estado en que venía. El animal estaba letárgico, como si estuviera atrapado en un sueño profundo. No reaccionaba a los estímulos y mantenía los ojos cerrados, cubiertos por una delgada capa de secreciones. Su cabeza colgaba, vencida por la fatiga.
Javiera se acercó lentamente y la tocó. Por un breve momento, la tortuga parpadeó. Era apenas un gesto, pero suficiente. Estaba viva. Sin perder tiempo, comenzó el examen. Pesaba 37,7 kilos. Era una hembra adulta, con una edad estimada entre los 30 y 50 años. Sin embargo, su condición corporal no era buena, estaba por debajo del peso ideal, aunque no al borde del colapso. Con paciencia, Javiera recorrió cada rincón de su cuerpo, como quien lee una historia escrita en cicatrices. Había una herida antigua y profunda en la aleta izquierda, el caparazón comenzaba a pelarse, y cerca de la cola, la coloración era distinta, quizás señal de una infección.
La bautizaron con cariño: la tortu. Y tras el examen inicial, Javiera y Darlyn —encargada de Educación Ambiental del centro Chiloé Silvestre— comenzaron a preparar el espacio donde la paciente pasaría sus primeros días de rehabilitación. La acomodaron en una piscina plástica, el único lugar disponible que podía contenerla con seguridad. Al principio, el agua tibia que necesitaba para regular su temperatura la calentaban con hervidores eléctricos, uno tras otro, sin pausa. Luego, cuando el rescate dejó de ser una emergencia y se convirtió en rutina diaria, consiguieron comprar calefactores. “Con la tortuga tuvimos distintos tipos de gastos. Arreglamos el calefont que no usábamos hace tiempo para tener agua caliente, comprar gas, mangueras y otras cosas que ella fue necesitando”, cuenta Darlyn.
Con el paso de los días, la tortu comenzó a mostrar signos de mejora. Su cuerpo recuperaba lentamente la energía perdida. La mantenían sumergida en agua tibia a la que agregaban sal para imitar las condiciones del mar. Le ponían algas en la piscina, el único alimento que aceptaba por sí sola. El resto, se lo administraban de forma forzada, con paciencia y cuidado. También recibía inyecciones con medicamentos que ayudaban a su recuperación. La mejoría se volvía visible: sus heridas cicatrizaban, su cuerpo ganaba fuerza, y empezaba a mover las aletas con determinación. Cada movimiento era una señal y cada parpadeo una esperanza.
Fueron 18 días los que la tortu pasó en el centro de conservación Chiloé Silvestre. Pero Javiera sabía que, si bien había progresos, el viaje de esta tortuga aún no había terminado. Por eso, mientras ella seguía recuperando fuerzas, Javiera comenzó a gestionar un traslado. Su plan era llevarla a la Universidad de Antofagasta. Ya había enviado una tortuga allí antes y conocía el lugar: al norte del país, con aguas cálidas y las condiciones ideales para una especie como la olivácea. Además, el centro contaba con tortugueras especializadas y un equipo preparado para continuar con el proceso de rehabilitación.
El plan sonaba perfecto. Incluso hablaron con Sernapesca para plantear la propuesta. Pero, como ocurre muchas veces en estas historias, el desenlace tomó otro rumbo. Una semana después, el destino no fue Antofagasta, sino Rancagua. Más específicamente, el Parque Safari y su área de conservación, Safari Conservation, encargados de la rehabilitación y, si el proceso lo permite, la futura reinserción de los animales.
El 28 de marzo, a las seis de la mañana, comenzó la travesía. Fue Sernapesca quien se encargó del traslado. La tortu partió en avión desde Chiloé hacia Puerto Montt, luego voló hasta Santiago, y desde ahí fue llevada por tierra hasta Rancagua. A las 18:30 horas llegó a su nuevo hogar.

Durante los primeros procedimientos médicos en Safari Conservation, los veterinarios notaron que la tortuga —identificada oficialmente como PSRM0229 y ya no como la tortu— presentaba signos de deshidratación. La decisión fue inmediata: fluidoterapia. Le administraron suero, un paso necesario para estabilizarla antes de llevarla a su nueva piscina, una estructura acondicionada con calefactores que imitaba, una vez más, el mar que había perdido.
Pasaron nueve días.
Era un sábado gris, cerca de las cuatro de la tarde, cuando llegó el momento de una nueva curación. En el lugar estaban Diego Peñaloza, Claudia Rojas y Sebastián Castillo, médicos veterinarios.El objetivo era trasladar a la tortu desde la piscina hasta la sala de procedimientos. El aire olía a mar y dentro de la sala había una camilla al centro, estanterías con medicamentos, un computador cubierto de polvo que parecía no haber sido usado en semanas. En una esquina, una jaula rompía el silencio de tanto en tanto con suaves ruidos. Dentro un conejo —espectador involuntario— acompañó la curación sin protestar.
Cada movimiento del equipo era meticuloso. Sabían que, aunque la tortuga mostraba signos de mejoría, seguía siendo frágil. Su cuerpo respondía pero con límites. Antes de traerla, lo prepararon todo: lo primero fue colocar un neumático, el mismo que aún conservaba tierra en los bordes y que serviría como soporte, porque la tortuga necesitaba ese espacio entre su cuerpo y el suelo para poder respirar. Abrieron todas las puertas porque necesitaban espacio, libertad de movimientos y aire. En el fondo del patio, bajo un toldo azul, estaba ella. La tortu. Reposaba dentro de una piscina celeste, cubierta por una malla café que la aislaba del mundo exterior. Cuando fueron a buscarla, los tres —Claudia, Diego y Sebastián— sabían que cada movimiento debía ser cuidadoso.
Desde lejos, apareció su cuerpo verde, robusto, que se movía con fuerza entre brazos humanos. La traían tomada del caparazón. Las aletas golpeaban el aire, su cabeza iba de arriba a abajo, como si reconociera que algo importante estaba por suceder. Cuando la depositaron sobre el neumático, sus aletas no dejaron de moverse. Nadie hablaba. No debía acostumbrarse al sonido de las voces humanas: podría interferir con su rehabilitación. Solo se escuchaban, a ratos, las interferencias de las radios con las que los médicos se comunicaban. Y el zumbido de las moscas, que distraía incluso a Claudia, la veterinaria encargada de sus curaciones, quien, con mascarilla y guantes, batallaba contra insectos y detalles minúsculos a la vez.
La tortu permanecía quieta. Excepto por su boca, que se abría y cerraba constantemente, dejando escapar una baba espesa. A veces parecía suspirar. Su caparazón se inflaba lentamente, como si con cada respiración se dijera a sí misma que podía aguantar un poco más. La curaron con devoción, le retiraron escamas en mal estado, le revisaron las aletas y también su cuello, grande y abultado, que sobresalía entre la cabeza y el plastrón. Le aplicaron medicamentos, analgésicos, antibióticos. A veces, el dolor la hacía moverse. Azotaba las aletas contra la camilla con violencia. Más de tres veces.
Su destino aún es incierto, la tortu sigue a la espera de que le realicen una endoscopia apenas se desocupe la agenda, la cual determinará su estado de salud de una manera más detallada y esta definirá si logrará su retorno al mar. Es un proceso largo, podría llevar meses, y sólo la opinión del médico, la coordinación y decisión de Sernapesca, serán las incógnitas de la ecuación que dará como resultado el regreso a su hogar.
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