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Defensoras de Oaxaca: mujeres que cuidan la tierra y a otras mujeres

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En las laderas y ríos de Oaxaca, donde las balas cruzan los cerros y la niebla cubre los bosques, Mokaya y Nash —mujeres que les gustan otras mujeres— sostienen la defensa de sus comunidades. Desde talleres con niñeces hasta la protección de manantiales y cerros sagrados, tejen organización mientras luchan por nombrarse en tierras donde el despojo y la violencia no se detienen.

En las laderas de Oaxaca, donde los caminos se abren entre cedros, ocotales y guichitachis retorcidos, las defensoras del territorio forman una ronda sobre el suelo. Allí, con la tierra caliente bajo los talones, discuten el futuro de su pueblo. No son mujeres cualquiera —son mujeres que gustan de otras mujeres— y tampoco es cualquier tierra: es una que los hombres han vendido, explotado y dejado secar.


Mokaya y Nash toman la palabra desde sus pueblos, con gesto de quien ha dormido poco. Son del pueblo Biinizá y Ñuu Savi, y la ruta a sus comunidades cruza quebradas, manantiales que solían ser abundantes y pueblos donde la infancia aprendió a distinguir el sonido de las balas antes que el de los grillos. Ellas caminan igual: abriendo espacios, buscando rincones seguros para que las niñas y los niños puedan jugar sin encogerse, para que algún día los bosques vuelvan a ser bosques de todos y no de unos cuantos.


En Oaxaca, como en tantas zonas de Mesoamérica y del Sur Global, hay megaproyectos extractivos que cercan el horizonte, monocultivos que enferman la tierra, despojos administrativos que se firman en otras fronteras y se levantan violencias que se cruzan como raíces de un mismo árbol torcido. En medio de esto, Mokaya, Nash y tantas otras sostienen una red pequeña pero obstinada: una comunidad que insiste en imaginar otra forma de vida mientras el territorio, herido y vasto, sigue respirando bajo sus pies.


Al igual que Mokaya, del pueblo Biinizá de Santa María Jalapa del Marqués, en la región del Istmo de Tehuantepec, y Nash, del pueblo Ñuu Savi, y See Xánh, de Agua Fría Juxtlahuaca, en la Mixteca de Oaxaca, ellas buscan —junto a otras mujeres— crear espacios desde la organización comunitaria. Lugares donde la defensa del cuerpo y del territorio no sea una consigna abstracta, sino el eje de la vida diaria.


“Un día cualquiera de balaceras decidí caminar hacia el bosque”, recuerda Nash. “Había fuego cruzado de cerro a cerro y pensé: ¿qué puede pasar si avanzo? Lo peor es que me disparen y muera. Caminé igual. Me topé con uno de esos hombres y me dijo: a ti no te vamos a hacer nada. Y entendí que no se trataba de mí. Era todo el pueblo, todos con miedo de que una bala perdida nos alcanzara en cualquier momento. El miedo paraliza, sí, pero a veces hay que mirarlo de frente, porque las balas no se detienen”.


“Defendemos lo que nos queda: nuestro cerro sagrado, nuestros manantiales, nuestras formas de vida”, dice Mokaya desde la orilla de la presa Benito Juárez. Es una tarde fresca, las montañas la rodean como un arco, montañas que han sido mencionadas una y otra vez en conversaciones sobre explotación y despojo.
“Defendemos lo que nos queda: nuestro cerro sagrado, nuestros manantiales, nuestras formas de vida”, dice Mokaya desde la orilla de la presa Benito Juárez. Es una tarde fresca, las montañas la rodean como un arco, montañas que han sido mencionadas una y otra vez en conversaciones sobre explotación y despojo.
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En Agua Fría, la niebla desciende desde las montañas altas y cubre el bosque como una manta gruesa. El aire es fresco incluso al mediodía y el verde parece interminable, un verde que respira. Para entrar al pueblo, sin embargo, se necesita cautela: el conflicto en la zona es permanente, las balas no tienen horario y rara vez se sabe de dónde vienen.


Nash es delgada, de andar rápido. No declara abiertamente su disidencia sexual, pero en su comunidad lo saben y la respetan. Tiene una habilidad que en su territorio puede ser virtud o condena: no sabe callarse. Por eso la han amenazado. Por eso ha detenido, más de una vez, el trabajo de su colectiva. “Cuando el ruido se olvida, lo retomo”, dice. Su organización es la primera en trabajar con niñeces en estas condiciones, en un territorio donde las tensiones internas del pueblo See Xánh moldean los límites de lo posible.


“Es necesario visibilizar que existimos y que estamos presentes”, precisa Angélica Ayala Galván, especialista en género y defensa del territorio. “Desde ahí nace la reflexión sobre la defensa territorial: entender el cuerpo como primer territorio. La resistencia empieza en lo que hacemos todos los días”.


La especialista señala que es importante visibilizar sobre cómo se está resistiendo, desde estas luchas que hacen las “mujeres que gustan a otras mujeres” desde el cuerpo, como primer territorio ante estas violencias presentes en las comunidades originarias. 


En México, 1 de cada 20 personas mayor de 15 años se autoidentifica como parte de la comunidad LGBTI+ y no binaria, según la Encuesta Nacional sobre Diversidad Sexual y de Género (ENDISEG) 2021, elaborada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI).


Lo que empezó como un juego se convirtió en la defensa del territorio


De lejos, el paisaje parece un océano apacible: un azul inmenso que brilla como si fuera mar. Pero no lo es. Es una de las presas más grandes construidas en territorio Biinizá, la misma que en 1961 desplazó a las familias del pueblo Yudxi —“río de arena”— y dejó cicatrices que aún duelen. Desde entonces, los abuelos cuentan cómo la obra modificó para siempre su vida comunitaria: perdieron agua, aunque el tema vuelve cada elección como promesa fácil.


“Defendemos lo que nos queda: nuestro cerro sagrado, nuestros manantiales, nuestras formas de vida”, dice Mokaya desde la orilla de la presa Benito Juárez. Es una tarde fresca, las montañas la rodean como un arco, montañas que han sido mencionadas una y otra vez en conversaciones sobre explotación y despojo.


Mokaya recuerda que su lucha empezó por el cuerpo —por reconocerse— y luego por el cerro. Este 2025, las tareas cambiaron: cine comunitario, juegos, talleres y conversaciones con otras mujeres para impedir la privatización de El Aguaje, un yacimiento de aguas termales que consideran esencial.


“Nos metimos en algo que no imaginamos que iba a abrir otras perspectivas”, dice. “Lo que empezó como un juego terminó siendo una defensa del territorio. Tuvimos que poner el cuerpo, incidir en los bienes comunales, aprender a la mala”.


Cuando Nash regresó a su pueblo después de la universidad, empezó a compartir talleres de hongos y lombricomposta para niñeces, mujeres y jóvenes durante los fines de semana. Eran encuentros pequeños, hechos a pulso, que ayudaron a que muchas personas —ella incluida— se sintieran menos solas.
Cuando Nash regresó a su pueblo después de la universidad, empezó a compartir talleres de hongos y lombricomposta para niñeces, mujeres y jóvenes durante los fines de semana. Eran encuentros pequeños, hechos a pulso, que ayudaron a que muchas personas —ella incluida— se sintieran menos solas.

La defensa del territorio, cuenta, nació paralela a otra defensa: la de nombrarse, pese a las violencias. A la par, junto a otras personas, comenzaron a proteger uno de los cerros más emblemáticos de Jalapa de Marqués, que estaba siendo invadido y lotificado.


“Escuchaba a una persona romantizar los despojos y me enojaba”, recuerda. “Una amiga me dijo: habla tú; si no hablas, nadie va a decir lo que piensas. Desde ahí empecé a tomar la palabra: primero en la comunicación y en el rap, después en las asambleas. Eso me ha sostenido”. Mokaya lo dice con un gesto tranquilo y una sonrisa que se enciende por momentos.


En la búsqueda de reconocimiento sobre su cuerpo, aceptación y organización, Mokaya admite que el camino no ha sido sencillo. Pero, junto a compañeras y compañeros, ha encontrado una forma de sostenerse. Cuando se nombra, usa el pronombre elle, que considera más inclusivo. Aun así, prefiere la expresión que circula en su comunidad: “mujeres que le gustan a otras mujeres”.


“Fíjate que fui de las primeras personas en hacerme el corte mohicano, por ahí de 2018”, recuerda. “Antes de eso casi nadie se rapaba. Recibía burlas. A veces, en la noche, los vatos me paraban en la calle y me decían: ¿qué te traes? Yo iba caminando tranquila y de la nada sucedía. Era difícil, porque los hombres crecieron con tanta violencia que pareciera que tienen permiso para hacer lo mismo”. Lo dice entre suspiros, pero con una claridad que no se quiebra.

Según el informe Homicidios de personas LGBT+ en México, 2024 de la organización Letra Ese, no se registran casos de lesbianas, mujeres bisexuales, hombres bisexuales u hombres trans asesinados ese año. Sin embargo, la ausencia de cifras no implica ausencia de violencia: más bien revela, según el estudio, “la invisibilidad social impuesta a las personas pertenecientes a estos colectivos de la diversidad sexo-genérica”.


Entre balas y desplazamiento: el pueblo Ñuu Savi resiste desde la organización


Cuando Nash regresó a su pueblo después de la universidad, empezó a compartir talleres de hongos y lombricomposta para niñeces, mujeres y jóvenes durante los fines de semana. Eran encuentros pequeños, hechos a pulso, que ayudaron a que muchas personas —ella incluida— se sintieran menos solas.


“Después de pasar por una serie de situaciones violentas en mi vida personal antes de regresar al pueblo, decidí quedarme y buscar otra forma de sobrellevar todo lo que pasa acá”, cuenta desde su casa, rodeada de plantas, árboles, tres perros que la siguen a todos lados y un gato que maúlla desde la entrada.


Con el tiempo, ella y las niñeces fueron apropiándose de espacios comunes: la escuela, un terreno despejado donde ahora vuelan papalotes y patinan, un rincón que se convirtió en punto de reunión. Nash también prepara talleres de fotografía para las y los jóvenes, una forma de mirar el territorio con otros ojos.


Habla con voz pausada, como si pensara al mismo tiempo en ella y en sus abuelos, quienes escaparon de las balas décadas atrás. En Agua Fría la violencia nunca se ha ido. Sus abuelos eran curanderos, médicos tradicionales del pueblo. “Tal vez eso fue como un escudo de protección”, dice mientras mira un cuadro de su abuela colgado en la pared.


De niña recuerda los ladridos de los perros: ladridos largos, urgentes, que anunciaban el cruce de balas de cerro a cerro, en los bosques, a veces dentro del pueblo. Esos ladridos siguen ahí. En Agua Fría Juxtlahuaca —con apenas 200 habitantes, está en medio de pueblos See Xánh, de la zona Triqui Baja de la Mixteca— donde la violencia y el desplazamiento forzado no son excepciones: son parte del día a día.


En los últimos cinco años, entre las organizaciones internas de la región triqui, el Movimiento Unificador de Lucha Triqui (MULT), y el Movimiento de Unificación y Lucha Triqui Independiente (MULTI) han denunciado más de 40 personas asesinadas .


Entre sus quehaceres de Nash está el cuidado y reproducción de la lombricomposta. Ella sueña con tener su centro de reciclaje, continuar con el cultivo de hongos y fortalecer los espacios para que las niñeces puedan tener una vida plena y digna, sin miedo, aunque reconoce que es un sueño lejano.


Mientras seguimos conversando, respira, y recuerda que en su regreso al pueblo, le quemaron su gato y le dispararon a sus perros, “fue muy duro, me sacudió tanto que me cuestioné qué tan normalizado es la violencia en mi vida”.


Según el CEMDA, los asesinatos de defensores ambientales en México aumentaron un 25% en 2024. En tanto, la ONU Mujeres advierte que las mujeres y personas LGBTIQ+ indígenas enfrentan múltiples formas de discriminación que agravan su riesgo. En Oaxaca, esas cifras se traducen en cuerpos que siguen resistiendo.


Nash guarda silencio un momento antes de hablar. Luego reflexiona en voz alta: “En un pueblo como el mío, la violencia es estructural y machista. A veces pienso que tiene que ver con nuestra posición geográfica. El municipio recibe muchos recursos, pero nunca llegan a las comunidades. Sólo aparecen en tiempos de elecciones y después los conflictos se agudizan. Es como si quisieran borrarnos del territorio”.


Según el CEMDA, en 2024 se registraron al menos veinte eventos de agresión contra personas defensoras, que involucraron a setenta y siete activistas ambientales y del territorio. La cifra no sorprende ni a Nash ni a Mokaya. Esta última insiste en que las violencias se producen de manera escalonada desde el Estado: permiten proyectos como la construcción de la presa o impulsan iniciativas como la planta hidroeléctrica que, hasta hoy, no se ha instalado en Jalapa de Marqués porque las familias se han negado a aceptarla.


A estos despojos se suma otra capa de vulnerabilidad: la que recae sobre las personas de la disidencia sexual, expuestas a estigmas y estereotipos que atraviesan la vida cotidiana. “La estigmatización de la diversidad ha provocado que, en muchos ámbitos, se reproduzcan patrones de discriminación”, señala la ficha técnica sobre discriminación por orientación sexual, características sexuales e identidad y expresión de género, elaborada por la Secretaría de Gobernación y el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred).


La ONU Mujeres, en su informe de 2024, añade que las mujeres, niñas y personas de género diverso —incluidos hombres y mujeres trans— enfrentan múltiples formas de discriminación. Y advierte que entre las más expuestas se encuentran las mujeres LGBTIQ+ afrodescendientes o indígenas, las migrantes y refugiadas, y aquellas con discapacidad: grupos donde el riesgo de vulneración de derechos se incrementa de manera alarmante.


La especialista Angélica Ayala Galván, prefiere usar una expresión local, nacida desde las propias comunidades originarias: “mujeres que les gustan a otras mujeres”. Explica que, aunque en algunos pueblos existe cierta apertura, en otros persisten tabúes y silencios en torno a las personas sexo diversas. Por eso —dice— nombrarse es necesario: permite afirmar la identidad desde los contextos propios y no desde categorías externas. Para su investigación utiliza esta expresión, aun cuando políticamente se acerque al término “lesbianismo”.


Desde allí enfatiza la importancia de la identidad: la disidencia sexual existe en los territorios, lucha y defiende el agua, los cerros y la vida misma. Y, sobre todo, se autorreconoce como parte del territorio que protege. “Es necesario recuperar los términos de cada comunidad, un proceso de descolonización desde lo local”, señala. “Ser lesbiana es una categoría central, sí, pero en las comunidades se vive distinto. No usan esa palabra: dicen: mujeres que les gustan las mujeres”.


Cuando se les pregunta a Mokaya y a Nash cómo se nombran, la respuesta llega rápido: “Pues me gustan las mujeres. No sé si eso tenga una categoría”, dice Nash. “En el pueblo no se habla de eso, pero la gente lo sabe”. Mokaya coincide: “Me gustan las mujeres”, afirma sin titubeos. Reconoce que ese proceso ha sido violento y doloroso, pero también necesario para desmontar la estigmatización hacia las personas de la disidencia sexual.


Nombrarse en los pueblos originarios es complejo, incluso cuando la comunidad es consciente de que alguien no encaja en la identidad o expresión de género “normativa”. Mokaya lo ha vivido en carne propia: “Los ataques que he tenido van hacia mí como persona. Está esa idea de que ser de la banda sexo diversa es malo. La palabra que usan es machorra, una narrativa violenta”. Lo dice mientras su madre escucha la conversación desde una hamaca cercana.


Demostrar constantemente quién es para ser respetada o validada se ha vuelto agotador. “Como si el simple hecho de ser no bastara. A veces es frustrante, incluso en espacios de defensa del territorio, aunque la defensa nos mueva a todas y todes”, admite. Nash agrega que, en su comunidad, la diversidad no convierte a nadie en más o menos. “Todas, todos y todes luchamos por sobrevivir porque las balas no tienen sexo. No importa cómo te llamen: la defensa es necesaria para proteger tu cuerpo, tu vida y la de las niñeces”.


Hasta ahora, ninguna organización ni institución gubernamental cuenta con datos desagregados sobre defensoras y defensores del territorio pertenecientes a la diversidad sexo-genérica. Aun así, Mokaya y Nash —como mujeres que les gustan a otras mujeres— se reconocen entre ellas y van construyendo, paso a paso, nuevas formas de nombrarse desde sus comunidades.


La defensa del territorio no tiene género, pero sí cuerpo y nombre: los de quienes resisten cada día frente a los despojos.


*Este texto se realizó con la colaboración de IWMF, una fundación internacional que vela por la presencia de periodistas mujeres y no binarias en medios de comunicación

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