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El egreso de la generación container

Tras el tsunami que en febrero de 2010 arrasó con el Colegio Insular Robinson Crusoe en el Archipiélago de Juan Fernández, los alumnos recibieron una solución modular de forma transitoria. En noviembre de 2022, Seis jóvenes se graduaron y se transformaron en la primera generación en completar todos sus estudios escolares en un container, creciendo bajo la promesa de la construcción definitiva. Un cuento conocido. Uno que se saben por libro. Aquí, la historia contada por cinco de ellos: sus recuerdos y reflexiones sobre la catástrofe, la espera, el educarse y crecer en una isla.


Los llamaron como lo hicieron durante años al pasar lista: Daniel González, Dylan Hernández, Milovan Rojas, Isla Ruz, Lukas Vásquez, Vicente Tobar. Ese 18 de noviembre de 2022, mientras sonaba “We’re young” de Fun, escucharon sus nombres por última vez y se levantaron de las sillas para subir al escenario y recibir su diploma de cuarto medio.


A cada uno de los seis alumnos del Colegio Insular Robinson Crusoe –único establecimiento educativo del Archipiélago de Juan Fernández– su profesora jefe, Gloria Umaña, los despidió con una pregunta, una reflexión, una urgencia: “¿Si no hago algo para solucionarlo quien lo hará? Si no lo hago ahora, entonces, ¿cuándo lo haré? Esta es una invitación a estar vivos, a estar atentos ante el mundo, a ser partícipes de él, porque si el mundo no es de ustedes, entonces ¿de quién?”.


Cinco de los que escucharon ese discurso y el de Daniel, presidente del cuarto medio, cuentan que los marcó de una u otra forma. Hoy dicen estar contentos, aliviados, nostálgicos o sin saber muy bien qué sentir tras egresar de un colegio que, después del tsunami que golpeó a la isla el 27 de febrero de 2010, sería provisorio. Una realidad que nunca cambió.


“Cuando entregaron el colegio le dijeron a los papás que en cuarto íbamos a tener uno nuevo, pero no especificaron qué cuarto: si cuarto básico o cuarto medio. Varias veces han hecho proyectos y han buscado terrenos, pero al final no se concretaban”, dice Isla sobre anuncios que, desde kínder, también recuerdan Daniel y Milovan.


Anuncios que, al llegar a la media, escucharon Dylan y Lukas. “Empatizo con ellos porque han estado mucho tiempo en esa condición”, cuenta este último. “Creo que las personas que realmente tienen espíritu: docentes, funcionarios, los mismos alumnos, lo supieron resolver de la mejor manera”, resume el también ex presidente del Centro de Estudiantes. De túnicas negras y birretes, cerraron un ciclo en sus vidas. Uno que empezó hace 13 años. Así fue el egreso de la generación container.



La ola


De la madrugada del 27 febrero de 2010, ninguno de los que vivían en la isla recuerda el sonido del gong que una niña tocó para alertar del tsunami, pero sí haber visto a gente corriendo cerro arriba, gritos y llantos de niños chicos. A las 3:34, a más de 600 kilómetros de ahí, se había producido un terremoto de 8,8 MW y Daniel, Milovan e Isla dormían.


“Cuando empezó el tsunami mi mamá me sacó de la cama y fuimos al cerro con mi hermana, mi hermano y mi papá. Nos fuimos a la casa de un tío que estaba en un morro”, recuerda Daniel. Mientras que Milovan experimentaba algo similar: “Mi padre me agarró y fuimos a La Pólvora, así se le dice a una calle en la isla. Había gente gritando desesperada, pidiendo ayuda para subir a los niños o personas mayores”.


Isla, que había pasado esas horas en la casa de su padrino en el cerro, dice que fue una de las noches más largas. Cuando aclaró, bajó con su abuela a dejar unas donaciones a la Casa de la Cultura. Tenía cinco años y lo vio todo. “El colegio desapareció. Las pocas cosas que quedaron fueron los árboles, algunas casas en pie, pero flotando. Y eso sería porque el tsunami destruyó la mayoría del poblado (de San Juan Bautista)”.


“Cuando chica me gustaba ir al colegio. Mi castigo era no ir si me portaba mal, algo muy irónico. Me puse a llorar porque estaba todo feo y sabiendo que habían personas que habían muerto, me dio mucha tristeza. Fue un poco impactante esa imagen”, recuerda Isla del establecimiento donde había cursado pre kínder, ubicado en un espacio de 15.000 mts2. Hoy, en cambio, ahí sólo está la cancha deportiva.


Desafío Levantemos Chile contribuyó a la construcción de un colegio de emergencia en un terreno de 3.000 mts2 perteneciente a la Corporación Nacional Forestal: una solución en base a containers donde los jóvenes estudiarían por dos años mientras se levantaría el establecimiento definitivo, similares a las que hoy prepara el gobierno para los 21 colegios incendiados entre las regiones de Ñuble y La Araucanía. Sin embargo, el tiempo pasó y la espera por la sala propia y los motivos de su postergación, han sido cubiertos durante años en reportajes televisivos y notas de prensa.


En octubre, sin embargo, el gobierno anunció haber llegado a un acuerdo para la cesión del terreno por parte de Conaf y este viernes 24 de febrero se efectuó el primer trámite requerido para la donación, al inscribirse ante el Conservador de Bienes Raíces de Valparaíso la subdivisión del predio. Perteneciente al Parque Nacional Archipiélago de Juan Fernández –el que cubre casi toda la isla a excepción del poblado y el aeródromo– en la web de Conaf explican que se subdividió en dos lotes siendo el segundo de 11.747 mts2 el que será donado para construir el colegio.


Desde la Dirección de Educación Pública (DEP), explican que “el destinatario de esta donación es el Servicio Local de Educación Pública de Valparaíso, que realizará el estudio de suelos, el diseño del anteproyecto y la obtención de la Recomendación Satisfactoria (RS) del Ministerio de Desarrollo Social y Familia. Esto, en coordinación con la Dirección de Arquitectura del Ministerio de Obras Públicas”.


Para el anuncio del año pasado, Milovan no sabía si creer, mientras que Isla y Daniel esperaban que se concretara. “No quiero quedarme con que mi sobrina o mis hijos en el futuro van a estar en ese mismo colegio”, dice este último, quien junto al primero guardan en su memoria el primer día de clases.


“Nos hicieron recorrer el pasillo y nos llevaron a una sala, ahí el profesor de historia, Juan Carlos Órdenes, nos explicó cómo fue lo del tsunami. Vino al colegio Sebastián Piñera, no recuerdo haberlo visto, pero hay imágenes que comprueban que estuvo ahí”, dice Milovan. Y como una videograbadora, esas imágenes sí las tiene Daniel en su cerebro. “El presidente nos fue a ver a las salas. Nos entregaron chaquetas, pantalones, zapatos y unos coyac. También estaban los ministros. Estaba Felipe Cubillos, quien apostó por el colegio. Y ahí se me borra la película, de ahí no me acuerdo nada más”.



Los sueños


No siempre fueron seis. En algún momento llegaron a ser casi veinte, pero algunos se mudaron al continente por temas deportivos y otros por el trabajo de sus papás. Unos pocos eran hijos de Carabineros, acostumbrados a no vivir mucho tiempo en un lugar. Y un par quedó repitiendo. Pero a varios, durante la básica, les pidieron dibujar el colegio de sus sueños.


Milovan dibujaba un colegio más grande que el que tuvieron. Isla trazaba “algo más decente de lo que teníamos. Hubiese sido bacán un espacio más abierto para jugar. Al tercer año era como: ‘¿De nuevo nos preguntan esta cuestión?’. Para qué dibujar”. Daniel imaginaba “una multicancha que sirviera para fútbol, básquetbol y voleibol. Un sistema de ventilación, buenas filtraciones de agua, mejor sistema de pozos sépticos”.


Inicialmente formado sólo por contenedores –como la oficina de Correos o el Registro Civil, que aún se mantienen así–, Isla dice que hoy se parece más a un transformer o una barrita de chocolate: cubitos unidos entre sí con un segundo piso de madera para 192 estudiantes repartidos en 12 salas. Los problemas más comunes a los que se enfrentaron fueron: la lluvia, el viento, la humedad y malos olores.


“En invierno llueve mucho y como el colegio está bajo un nivel de la tierra, se rebalsaba el agua y flotaba por la mitad del colegio. Después el piso se hundía”, dice Isla. “La entrada era como una cascada que cuando pasabas te mojabas al tiro”, agrega Milovan. “Usábamos sacos de arena para evitar que se inundara el patio y se seguía inundando”, añade Daniel.


Las reparaciones evitaron que durante la media se siguiera lloviendo, pero Lukas –que llegó en tercero medio desde el Colegio San Damián de Molokai de Valparaíso–, recuerda el viento. “Los días en que había 30 nudos para arriba, no había clases”. Y respecto al hedor que a veces sentían, dicen que venían de los pozos sépticos y alrededores.


Un containegio. Así le llama Dylan, quien llegó en primero medio desde el colegio Bertrand Russell, del distrito de Comas en Lima. “Lo comparaba con mi colegio en Perú y era muy chocante porque el techo de una de las aulas estaba demasiado hundido por la lluvia”. El suyo era de cuatro pisos, tenía cuatro baños habilitados y no se inundaba, dice. El portón era de metal y la infraestructura de cemento.


Algo así, grande y concreto, se propuso en al menos tres ocasiones durante 13 años. En agosto de 2010, se presentó un proyecto de reconstrucción para el poblado de San Juan Bautista por parte de la Asociación de Oficinas de Arquitectos (AOA) y la municipalidad de Juan Fernández, el que contemplaba un colegio de dos pisos con un patio central. En 2015, el Mineduc convocó un concurso de anteproyecto de reposición y relocalización, el que ganó la oficina DRAA pero que no se pudo llevar a cabo por el terreno.


En 2020, Jonathan Reyes propuso una tercera opción en el centro del poblado, en su proyecto de título de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Chile. Incluso el año pasado, el alcalde de Juan Fernández, Pablo Manríquez, planteó un uso del terreno adyacente al colegio en la Comisión de Educación de la Cámara de Diputados.


Declarado Liceo Bicentenario en 2020, sus alumnos aceptaron su infraestructura como quien habla del clima o pide la hora. “Existen países y personas que no tienen ni acceso a la educación. Estamos en un container, pero por lo menos tenemos acceso a la educación”, reflexiona Milovan. “Después me empecé a acostumbrar a que tuviéramos el mismo colegio, entonces uno cachaba donde estaban las fallas”, dice Isla.


Los últimos años


El 3 de marzo de 2020 las restricciones sanitarias se extendieron por el territorio nacional, cerrando el colegio de Juan Fernández y mandando guías para la casa. Cuatro meses después, consiguieron una autorización para volver, sin embargo, en sedes deportivas e iglesias, ya que los contenedores estaban en reparaciones. Las mejoras se alargaron más de un año y, al volver, mantuvieron la media jornada por aforo. Probaron con salas temáticas hasta que el virus llegó a la isla recién en agosto de 2022, lo que los llevó a tener clases online. No volvieron a la jornada completa sino hasta un mes antes de graduarse.


Fueron tiempos extraños.


Tanto en 2019 como en 2022, los alumnos se manifestaron. En la toma del año pasado participaron Daniel y Lukas. Estudiantes y apoderados exigieron mejoras en la limpieza del recinto, desarrollo de protocolos anti bullying y la renuncia de la directora subrogante, Angélica Cruces, quien había llegado bajo la dirección anterior de Manuel Catalán, acusado de mala administración y malos tratos hacia los profesores y alumnos.


“El bullying es frecuente, a mí me hicieron mucho. Me discriminaron por ser moreno, me decían que era negro y hediondo. Algunos niños son muy racistas”, sincera Daniel. “Tuve una compañera que me echaba la culpa en todo. Yo, un niño de primero básico con TEA que no sabía lo que hacía”, recuerda Milovan y agrega que ella junto a otros jóvenes alguna vez lo llamaron “enfermo”.


“Mi mamá habló con la directora. No hicieron nada, pero dijo que eso no podía quedar así y, desde entonces, a la hora de almuerzo ella siempre se sentaba a vigilar”, aclara sobre una situación que terminó cuando la niña repitió de curso y no la volvió a ver más.


“Ese protocolo anti bullying no es que no estuviera, lo que pasa es que había que acotarlo a la realidad. Lo que se hizo fue abordar el bullying de manera preventiva, porque el protocolo lo abordaba de manera reactiva”, explica la actual directora subrogante, Claudia Henríquez –docente que llegó en 2014–, quien afirma que ha disminuido el bullying directo, pero ha aumentado el cyberbullying.


Ambos, Milovan y Daniel, estrecharon lazos estos últimos años. “Como presidente de curso me preocupaba harto por los chiquillos. Intentaba que se sintieran cómodos, que no se sintieran excluidos”, dice el segundo. Eso sí, comenzar cuarto medio siendo seis fue difícil. “Me sentí muy solo, cada uno estaba por su propia cuenta. A mitad de año volvió un compañero mío de toda la infancia. Vicente y yo intentamos unir al grupo”, cuenta.


Él fue uno de los que vio al presidente Gabriel Boric en febrero del año pasado, antes de asumir el cargo. “Estábamos jugando a la pelota, no era como para estar en la cancha con él y hablar sobre la infraestructura, pero Amanda Chamorro del Centro de Alumnos habló con Boric”, resume Daniel. “Ahí vio la condición del colegio”, dice Isla. “Hasta nos sacamos fotos porque jugó el partido y después le regalaron poleras de cada equipo. Tenía cuatro poleras puestas encima”. “Lo vi y justo cuando íbamos a ir a jugar fútbol, me salió un paseo de improviso a El Rabanal”, dice Dylan.


Y egresaron.


Rindieron la PAES. Se mudaron a Valparaíso para iniciar su educación superior: Daniel estudiará técnico en construcción, Dylan ingeniería civil informática, Milovan ingeniería informática, Isla diseño y Lukas derecho. A todos les pregunté si se sentían olvidados y casi todos dicen que sí, que un poco, que no saben muy bien qué sentir.


Yo diría que por lo menos salí de ese colegio, voy a ir a la universidad y ya no quiero pensar más en ello”, declara Milovan. “Se hicieron otros proyectos, pero el de nosotros no. Por temas políticos o de enemistades no se lograron. La construcción del jardín, las sedes deportivas y otros proyectos sí se realizaron, pero el del colegio no”, cuenta Isla.


“Sí, me siento olvidado, pero sé que no voy a sentir lo mismo que sienten algunos de mis compañeros que están desde antes. Igual en el colegio los profes ayudaron en hartas cosas, se preocupaban por uno. Me quedo con la experiencia enorme que me dieron los chiquillos”, dice Dylan.


“La educación en Chile y algunas partes es buena, pero acá no. No recomendaría venir a estudiar acá”, responde Daniel. “Con lo que más empatizo es el sentimiento de los cabros. Yo igual tuve una formación en el continente, pero hay gente como Isla y Daniel que han estado toda su vida acá. Entonces, después van al continente y lo que le pasa a muchos niños y adolescentes isleños es que chocan con esa realidad, que es otra, el método de trabajo es distinto”.


No fueron los primeros, ni tampoco serán los últimos en egresar de un colegio provisorio. Al menos una generación más pasará este año en los containers mientras se apuran los estudios, la licitación e inicio de la construcción. Un sueño que no se cumplió para ninguno de los cinco, una realidad que para ellos se volvió permanente.

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