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Artesanas: mujeres que hacen historia con sus manos

Actualizado: hace 3 días

Ahora mismo, en alguna casa chilena, hay una mujer artesana usando sus manos para hacer arte. Prepara el desayuno, viste a sus hijos, estudia una carrera, trabaja en una fábrica, sale con sus amigas, habla por teléfono; pero en algún momento, toma sus instrumentos de trabajo y hace lo que le enseñó su madre, su abuela, su bisabuela y todas las que estuvieron antes. Un oficio que le enseña a sus hijas y que, tiene la esperanza, seguirá traspasándose en un linaje infinito.


Fotos de Carola Vargas y Ly López


La greda la extrae en verano. Tiene que estar la luna menguante para poder guardarla, sino se transforma en tierra. Nayadet Núñez lo sabe, porque ella misma lo puso a prueba. Cuando ya tiene la materia prima, la mezcla con arena y greda amarilla, creando una pasta firme y consistente. Esa tradición se la enseñaron Marcela y Ramón, sus padres, que a su vez la aprendieron de los suyos, y es el secreto del oficio en Quinchamalí. 


Con ese barro ancestral moldea torsos de mujeres desnudas, diseños con los que rompió el esquema del arte milenario, ese que instaló en el imaginario colectivo al tierno chanchito o a la famosa guitarrera con sombrero. “Todavía sigue siendo chocante para algunas alfareras que son más conservadoras, recibí muchas críticas”, cuenta desde su casa en Llahuen, a 15 minutos de Quinchamalí, la tierra alfarera del centro sur de Chile.  


A esas tierras volvió en 2017, después de haber vivido en Concepción y Santiago. Volvió para sanar tras una depresión postparto: “La conexión con la tierra fue una forma de terapia que me sanó muy rápido”. 


Nayadet heredó de sus bisabuelas el arte de trabajar con la greda.


Sus bisabuelas, Berta Caro y Etelinda Osorio, eran médicas, parteras y alfareras. Llenaban sus canastos con losa y saltaban de pueblo en pueblo para curar a la gente. A sus 33 años, Nayadet le traspasa la tradición a su hijo: Matías tiene 10 años y grabó un video para CNTV infantil, un tutorial para hacer un pocillo de greda. “Aprendió a hacer chanchitos de greda antes de caminar”, ríe su mamá. Pero formar nuevos cultores es un desafío. De las ochenta alfareras de Quinchamalí, más de la mitad son muy mayores.

 

El momento más feliz de su carrera fue cuando mostró sus piezas en el Museo de Arte Contemporáneo de Chile, en 2017. También ha expuesto su arte en el Museo de Bellas Artes y otras galerías y museos. Los talleres a adultos y niños son la herramienta para cumplir la meta que se propuso junto a sus compañeras en 2021, como presidenta del Comité Alfareras de Quinchamalí: formar a las generaciones que tomarán el relevo. La tradición no se puede perder. Es parte de la historia de las que, hace cientos de años, sacaban la greda en cada luna menguante.

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La primera de la familia en contar historias con retazos de tela fue su abuela Gloria, que empezó en la dictadura chilena gracias a una mujer que le enseñó a las pobladoras a hacer bolsas de pan para vender. Ellas veían lo que pasaba a su  alrededor y lo retrataron en sus obras. Cindy Palomino, la nieta, tiene 36 años y es arpillerista de Lo Hermida, Peñalolén. Junto a su madre Rosario y su hija Antonella de seis años, suman cuatro generaciones que comparten el mismo lenguaje: “Es un tipo de denuncia que mantenemos hasta hoy”, dice la artesana. 


La arpillera es un trabajo con retazos de telas que se van uniendo a través de bordados con distintas puntadas contando una historia. Las ollas comunes, lavanderías y desapariciones eran las historias de su abuela. Algunas de las suyas, por ejemplo, son violencia de género y los ojos perdidos en la revuelta social de 2019.


Su abuela nunca firmó sus obras. Llevaban las arpilleras a la Vicaría de la Solidaridad, donde las mandaban al extranjero y las vendían los exiliados políticos para ayudar a las pobladoras. “De esa manera mi abuela sacó adelante a sus cinco hijos”, dice Cindy.



Cindy y su mamá hacen talleres para que otras mujeres puedan expresar sus emociones en las arpilleras. Muchas de ellas son madres, cuidadoras, trabajadoras, y necesitan un lugar para desahogarse. Entre ellas también se juntan a “arpillerear”, como le dicen al ritual de tomarse un té y compartir mientras bordan y recortan telas que salvaron de ir a la basura. Antonella también participa de esas sesiones, donde fue aprendiendo la tradición familiar: “Ve las telas en la mesa, los colores, lo tiene todo muy cerca. Sabe qué género sirve, cuál es la lana correcta. Se ha pinchado con la aguja y nunca ha llorado”, cuenta su mamá. 


Gloria, Rosario y Cindy; abuela, madre y nieta. Las tres fueron reconocidas como patrimonio cultural y material. Las huellas dactilares de la mayor ya están borradas de tanto coser, pero su influencia sigue presente en su descendencia y en las arpilleras que un día salieron al exilio, y hoy adornan algún living con la denuncia de las pobladoras de Lo Hermida. 


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Mariela Merino cree que su amor por la artesanía viene desde la guatita de su mamá, que se aferró al tejido mientras se preparaba para criarla sola. “Yo creo que ahí me traspasó todo ese cariño, el amor por la artesanía”, dice desde su cara en Rari, en la Región de Maule. A sus 45 años, es hija, nieta y bisnieta de tejedoras de crin, una técnica ancestral de entrelazado del pelo del caballo, en ocasiones teñido con fibras vegetales. Trenzan el crin en el armazón de ixtle -que funciona como una especie de alambre-, sacado de una planta mexicana llamada lechuguilla. Cuando vivían todas juntas en el cerro, Mariela aprendió el oficio de las mayores, las que repetían una y otra vez que no dependieran de los hombres, que tenían que ser independientes.


En el cuadro de la videollamada aparece Isidora, la hija de 15 años. Sus primeros recuerdos del tejido son con su ‘mami’: “mi abuela me ponía entremedio de sus piernas y se ponía a tejer”. Y ella, pequeña, la miraba con una mezcla de orgullo y curiosidad.


En esta familia la pandemia fue el mundo al revés. Al mismo tiempo que negocios cerraban, Mariela cumplía su sueño de abrir una tienda presencial, donde recibía a sus clientes con jugos naturales mientras veían a su abuela Amelia tejer bajo la parra. Querían volver a la tradición de antes, donde las artesanas tejían con un mate y una churrasquita. Hasta el marido tuvo que aportar en el oficio para dar respuesta a los pedidos.




Pero no todo es bueno. Las artesanas tienen escasez de crin porque ya no se crían caballos blancos con colas tupidas y la sequía está afectando a las fibras vegetales para teñir, que las traen desde México. En Chile se han hecho pruebas para probar nuevos materiales, como la pita, que les permitan no depender de otros para mantener la tradición. Pero nada es igual, dice Mariela, que ahora incluso es parte de la Asamblea de Tejedoras de Crin, donde están preocupadas por preservar la costumbre a través de un banco de materias primas.


“Ven, ven”, le dicen. Hortencia, la mamá de Mariela, se suma con timidez a su hija y su nieta tras la cámara. Muestra un pétalo de camelia rosado a medio tejer, fino, pequeño. Tiene 65 años, casi 60 tejiendo. No quiere dejar de trenzar, ahí deja sus penas y alegrías. Es su identidad. “Nosotras arreglamos el mundo, lo desarreglamos y lo armamos de nuevo”, sonríe Mariela.

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