La patria portátil de Yaidy Gárnica Carvajalino
- Juan Cruz Giraldo
- 21 jun
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 22 jun
Ilustración de Juanjo León
Fue un disparo contra la risa de los que celebran. Contra la música caribeña con la que crecimos en nuestras tierras calientes. Ese sonido que nos une con los lugares donde dijimos “mamá” por primera vez, donde dimos los primeros pasos con pies golondrinos, aún sin saber que un día tendrían que abrirse paso corriendo.
Yaidy Gárnica Carvajalino escribió: “Me voy a dedicar a construir el mejor año de mi vida.” Lo publicó hace poquito, en sus redes sociales. Lo pensó a sus 43 años, después de perderlo todo, de cruzar Sudamérica entera, quién sabe cuándo, quién sabe cómo, con hijas, con nietos, con un pasado entero a cuestas. Llegó a Chile con el dolor del exilio en el pecho y la espalda hecha polvo de cargar una maleta llena de incertidumbres sin planchar.
Yaidy Gárnica Carvajalino. Su nombre suena a brisa caliente del Atlántico, a arepa recién asada, al rocío de nuestros amaneceres, a reguetón viejo saliendo por una ventana abierta. Y en un país que se jacta del orden, a Yaidy Gárnica Carvajalino la mataron por ponerle volumen a la música. No murió: la asesinaron. Porque un vecino se sintió con derecho a silenciarla primero con la voz y después con pólvora.
En las redes de Yaidy hay fotos de playas, niños, pasteles de cumpleaños, selfies que dicen “hoy sí estoy linda”. Un archivo digital de lo humano. De su humanidad. Una vitrina que no muestra el terror de aquella noche, los gritos, ni el espanto en los ojos de sus hijas, de sus nietos. Niños que crecerán con el hueco de su ausencia como un pozo drenado. Y ahí, justo ahí, en ese vacío, crecerá como verdolaga la ira, el hastío y lo salvaje. Y cómo no.
Esto no es solo un femicidio, ni solo un crimen vecinal. Es un asesinato a su acento. Es el racismo disfrazado de queja por el volumen, que vio en ella una oportunidad para dañar. Es el clasismo cargando balas. Es el dedo largo de la xenofobia apretando el gatillo.
Fue un domingo en Cerro Navia, Santiago de Chile. El Día del Padre. Fue en su propia casa, en su pórtico. A las 22:30 cayó su cuerpo al suelo. Un balazo en la nuca. Su sangre tiñó la tierra prestada del fin del mundo. Más tarde la llevaron al Hospital Félix Bulnes, donde se confirmó lo que ya sabían sus hijas, sus vecinos, los que vieron el humo de la escopeta: que a Yaidy la mataron. Y con ella, acribillaron también la ilusión de una familia entera de poder estar a salvo en este país del sur.
Mientras tanto, el asesino se fue a entregar con la misma tranquilidad de quien paga una multa. Como si su violencia fuera un trámite. Se presentó en la Subcomisaría de Talagante a las 23:30, una hora después de convertirse en su verdugo.
Cuando veo el rostro de Yaidy en televisión, no puedo evitar pensar en lo mucho que se parecen con mi madre. En cómo también ella pone Tropicana a todo volumen cuando amanece nostálgica, como si al subirle al parlante pudiera acercarse a la tierra que dejamos atrás. En cómo responde fuerte cuando le han dicho “extranjera muerta de hambre”. Y cómo grita de vuelta, con su acento y su compás. Y siento miedo. Y me da rabia sentir miedo.
Quizás algún día alguien escuche esa música de fondo, la que salía de la casa de Yaidy, y no oiga ruido, sino historia. Porque la música en la pobreza, en la migración, en el exilio, no es solo fiesta: es consuelo y es escudo. Es una patria portátil.
No habrá tribunal que traduzca el dolor, ni sentencia que le ponga justicia al ritmo triste de su muerte. Pero quienes seguimos aquí diremos su nombre completo, en nuestros acentos turistas, ilegales, sujetos a contrato, temporales y residentes definitivos. Vamos a repetir a todo volumen para que nadie se olvide: Yaidy Gárnica Carvajalino.

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